viernes, 23 de octubre de 2009


CursivaMúsica de la síntesis
La Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el Maestro José María Ulla, contó, en su concierto del 9 de abril en el Teatro Colón –con repetición el 10- con la actuación del pianista Horacio Lavandera, y Aron Kemelmajer, concertino de la orquesta.
El programa estuvo dedicado al nacionalismo musical romántico –Grieg y Rimsky Kórsakov- distinto al científicista –Bartók, Kodaly. Sin desconocer la herencia europea, se toman de ella sus elementos formales para fundirlos con expresiones espontáneas y vernáculas. No siempre es posible este sincretismo, que puede naufragar en citas superficiales del lenguaje folclórico, o en métricas que no permiten un desarrollo más amplio. No es el caso de estos autores en quienes esta fusión es enormemente rica.
Concierto para piano y orquesta en la menor, opus 16 de Edvard Grieg
Fue compuesto en 1868, en unas vacaciones de Grieg en Dinamarca. En su encuentro con Liszt, Grieg declinó tocarlo para el compositor húngaro porque no había podido estudiarlo. Se ha destacado su independencia rítmica y melódica, su concentración temática y su empleo de música popular noruega, especialmente en el último movimiento. Esto supone en el intérprete, el pasaje de fragmentos lentos de enorme lirismo, a arranques súbitos. Horacio Lavandera –que ya trabajaba en el piano desde mucho antes de iniciado el ensayo- abordó estos pasajes de un modo limpio y enérgico –así como los lentos de un modo dulce y expresivo- que supo graduar para el carácter de la obra. Fue distinto al ímpetu que dio al movimiento de la sonata Appassionata, de Beethoven que hizo como primer bis, a la cual aportó un abordaje temperamental muy a propósito de la obra, para finalizar con un fragmento de Scarlatti.
Sherehezade, suite sinfónica op.35
Silvia Giménez presentó Sherehezade con una oportuna lectura de las mil y una noches. Rimsky Kórsakov –cuyo Tratado de armonía de 1884 es un texto de referencia- sintetizó de una manera parecida su partitura, con la historia del sultán Sharhiar y Sherehazade, obra de 1888, año en que escribió el Capricho Español y la Gran Pascua Rusa- influida también por los ambientes exóticos que el autor conoció como marino. Sus partes: 1. El mar y el navío de Simbad, 2, Historia del Príncipe Kalender, 3, El joven príncipe y la joven princesa y 4, El festival en Bagdad, el mar y el barco se estrella contra una roca, producen una sensación de unidad y diversidad. Su imaginación y lenguaje se hermanan aquí. Una síntesis de ello es la sonoridad del violín solista, en una intervención de Aron Kemelmajer que captó la sensibilidad de la narradora que a la vez que producir magia y encanto, cuenta, una vez y otra en una reiteración que no anula la magia sino que la renueva. La obra empieza y termina con esa voz del violín, que le confiere elementos que la orquesta trabaja superponiendo fragmentos distintos en diferentes secciones.
Rimsky Kórsakov tomó distancia con el leimotiv wagneriano –temas asociados a personajes y situaciones que en su sucesión, van narrando la historia- y trabajó su material no repitiendo la melodía sino frases enteras, expandiendo o contrayendo su duración y apelando al color –la continuidad de la melodía entre distintos instrumentos: percusión, maderas, metales. Ravel llevaría hasta el límite esta idea con el Bolero -1928.
Los crescendos que se resuelven en pasajes de las maderas –por ejemplo el clarinete- en el primero y el cuarto movimiento, la introducción del primero y el intermezzo del tercero o por ejemplo, la fanfarria que aparece en el tercer ,movimiento y que se asocia al Príncipe Kalender, que vuelve a aparecer en el cuarto, con el choque de la nave contra las rocas, a la vez que brindan unidad, dan la sensación de que todo pertenece a una misma narración y de que es su propia magia lo que la vertebra.
A diferencia de Grieg, una voz solitaria en la música noruega, Rimsky Kórsakov, formó parte de una escuela –el grupo de los cinco- que, liderado por Balakirev, y formado por Mussorsky, Cui, y Borodin, tomó como bandera el legado de Glinka y Darjominsky.
Es un trabajo de gran dificultad técnica, con un color hecho por instrumentos en registros donde resultan muy claros y expuestos, trabajando con valores de duración irregulares, entrando y saliendo todo el tiempo. Es una textura cerrada, donde el tema se ramifica y que depende de la exactitud de los solistas, los que a su vez deben aportarle ese color sin el cual la complejidad de la arquitectura de una obra que sonó sensiblemente mejor en el propio concierto que en el ensayo, de nada serviría.
No tenemos la extensión para detallar cada aporte, pero baste destacar el solo de oboe –Guillermo Devoto-, particularmente en el segundo movimiento, de clarinete –Mario Romano-, de flauta –Federico Gidoni-, corno inglés –Andrea Porcel-, fagot –Karina Morán- , corno, -José Garreffa-, arpa –Aída Delfino- así como la línea de metales y la percusión secciones que en esta clase de obras, aportan una potencia que se convierte en una impresión perdurable a recibir en la sala de conciertos.
Un teatro lleno y una repetición, confirman que este esfuerzo, bien valió la pena.





Eduardo Balestena

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