lunes, 5 de octubre de 2009


La música de Bach
Bajo la dirección de su titular, el Maestro José María Ulla, la Orquesta Sinfónica Municipal se presentó en el teatro Colón el 19 de junio. Contó con las actuaciones solistas de Eugenia Rozental (piano), Gustavo Flores (violín) y Federico Gidoni (flauta).
En la primera parte se interpretó el Concerto “alla rustica” de Antonio Vivaldi (1678-1741), bellísima obra que sirviera al personaje de Joseph Gideon, en “All That Jazz” (Bob Fosse, 1977) para, junto a la frase “Show´s time, folks”, comenzar cada día, y que participa del ideal de invención y luz de la música del genio veneciano.
Bach
La serie de los conciertos brandeburgueses, de la que se interpretó el quinto, en re mayor, BWV 1050 (a los que erróneamente suele identificarse como brandenburgueses) abarca seis obras de naturaleza muy diferente, fechadas el 24 de marzo de 1721. Bach (1685-1750) era kappelmaister del Príncipe Leopoldo, en la Corte de Köthen y aspiraba a otro cargo. Aunque llegado el momento no se presentó al concurso, debió viajar a Berlín en 1718 a encargar un clave para la orquesta del príncipe, y en esa oportunidad habría conocido Christian Ludwig, margrave de Brandeburgo, a quien dedicaría los conciertos. Es posible que lo hiciera para obtener una recomendación, o por encargo. Lo cierto es que el margrave no parece haber respondido al envío, lujosamente encuadernado (que pasó de biblioteca en biblioteca durante muchos años) ni ejecutado las obras, que no en todos los casos se ajustaban a su orquesta. No se trata de una serie unitaria. Algunos, como el sexto y el tercero, derivado de una sonata a tre (tal vez los últimos en ser compuestos) exploran sonoridades de conjunto y otros, como el segundo y el quinto, los instrumentos solistas.
Bach optó por una flauta traversera, en lugar de las flautas dulces del cuarto concierto (acaso otra prueba de la diferencia temporal entre las obras), que trabaja su papel solista con el violín y el clave en un diálogo rico en inventiva melódica y claramente amalgamado entre el concertino formado por los tres instrumentos, de los cuales el clave (piano en este caso) va adquiriendo mayor protagonismo (acaso la obra fuera pensada para el propio Bach en el teclado). No es este el único desafío que debieron salvar solistas de reconocido valor en esta ocasión, donde fue crucial la preservación de los volúmenes sonoros entre el ripieno (conjunto instumental) y un piano moderno.
La postura de la interpretación historicista (con instrumentos originales) debe rendirse a la evidencia del partido que se obtiene, muchas veces, de instrumentos contemporáneos, cuyo uso requiere, en contrapartida, del criterio de los intérpretes para adecuarse a las exigencias de la partitura y hacerla lucir como un cristal. Sorprende esa sonoridad barroca y a la vez moderna, despojada de efectos, compleja y franca, que en el segundo movimiento se articula en un cuarteto entre los instrumentos solistas y un cello (a cargo de Jorge Otero) en ripieno. Este equilibrio se apoyó en un piano cuya voz original es brillante, que no obstante su rol protagónico, nunca eclipsó al resto y aportó un sonido virtuoso, claro y despojado. Ello, y la comprometida cadencia de sesenta y cinco compases del primer movimiento, hablan a las claras de los méritos de Eugenia Rozental en el instrumento (los cuales se hacen además evidentes en su repertorio). La flauta aporta delicadeza y sensibilidad a un todo cuyo carácter sería muy distinto sin ella. Federico Gidoni ha ofrecido, en su rol de solista en flauta de la orquesta esta sonoridad que le es peculiar. Gustavo Flores, quien, en su extensa carrera transitó obras como “La historia del Soldado”, de Stravinsky, respondió acabadamente a la exigencia de un violín solista a quien incumbe, más allá de su función concertante, crear el clima inicial tanto del primero como del tercer movimiento y mantener el papel de liderazgo ante el resto de la cuerda.
Cabe reflexionar en lo adecuado de formaciones camarísticas a partir de la orquesta, donde el número reducido no deja margen de error, para abordar algo de exigencias tan específicas como el barroco. Esperemos contar con más obras de este fascinante período.
En la segunda parte de interpretó la Sinfonía Nro. 4, en la menor, opus 90 “Italiana” (1833), de Mendelsohn (1809-1847), que como todo el repertorio del genio hamburgués, es de mucho virtuosismo. Resulta destacable tanto el adecuado volumen sonoro, como el tempo, que supone un enorme compromiso en los pasajes rápidos, de gran exigencia, particularmente en la cuerda. Tal elección, que entraña el riesgo de enfrentar esa exigencia en todo lo que significa, permitió que la obra brillara en toda su rica construcción y brillante efecto.
En La película “La Tregua” (Sergio Renán, 1974), Laura Avellaneda (Ana María Picchio) decía a Martín Santomé (Héctor Alterio) que su padre era sastre y que para él, lo único bien hecho en el mundo era la música de Bach. Cuando Laura muere, Martín llega hasta su casa, donde el sastre escucha precisamente el segundo movimiento del quinto concierto brandeburgués. Quizás la apreciación resulte cierta y lo único bien hecho en el mundo sea la música de Bach, lo cual nos depara la posibilidad de acceder, como humildes oyentes, a la armonía cósmica que construyó el kantor de la Escuela de Santo Tomás y que nuestros músicos nos concedieron.

Eduardo Balestena

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