domingo, 31 de enero de 2010

Campus musical de La Armonía I


(Fenomenología, aprendizaje, esencia) Desde 1991, el maestro Jordi Mora dicta los seminarios del Campus Musical de la Estancia Santa María de la Armonía, organizados por la Fundación Cultural Argentina, con la asistencia de instrumentistas, cantantes, directores de orquesta, y estudiantes avanzados en esas disciplinas, provenientes de distintos países, como Venezuela y Brasil, provincias como Tucumán, y ciudades más cercanas, como Buenos Aires, y de Mar del Plata. Se desarrollan en clases, por cada disciplina, con solistas y formaciones instrumentales, y una conferencia diaria. El curso (entre el 9 y el 17 de febrero) cierra con un concierto. Tanto la cantidad de participantes, como el hecho de que varios de ellos llevan años concurriendo al Campus, son indicadores de lo que significan como aporte.
Jordi Mora
Formado, entre otros maestros, por Sergiu Celibidache (Rumania, 1912-1996), quien concebía a la interpretación musical como una experiencia trascendente, dada en un ámbito acústico y un momento único, Jordi Mora, también desde la “Fenomenología musical”, forma intérpretes en muchos países. Es docente del Conservatorio de Barcelona, Oboísta, Director de Orquesta, Licenciado en Musicología y Filosofía, en la Universidad de Munich, Director de la Orquesta Sinfónica de Cataluña y la Bruckner Akademie Orchester de Munich, y ha dirigido numerosos organismos musicales.
La fenomenología de la música
La música, postula en su primera conferencia, de la cual trato de reflejar el modo en que resonaron en mí algunas de sus reflexiones (aplicables también a la vida, y a la reflexión sobre el arte), rescatando su propia idea de que no hay nada definitivo (con lo cual propone a su punto de vista como una herramienta más de acercamiento al fenómenos musical, complejo y profundo), no puede ser aprehendida en un proceso racional, que indique cómo es cada cosa, y a cuyo fin podamos obtener una verdad definitiva. Lleva mucho entender, y más asimilar la fenomenología de la música. El aprendizaje, en este enfoque, es mucho más sutil, vivencial, inacabado y profundo; podemos apreciarlo en una imagen: la de un precipicio a cuyo borde el tránsito es peligroso, pero al cual hay que aventurarse a saltar. Sin ese riesgo, no hay un resultado: en la música nada puede presuponerse, ni darse por definitivo, porque ella misma es ese riesgo.
Pareciera así, que somos nosotros quienes pertenecemos a la música, y que nada de ella nos pertenece: la sonata que el pianista tocó perfectamente cien veces, puede no salir igual de bien la siguiente.
La música es una estructura profunda e interior. El aprendizaje consiste en poder, paso a paso, favorecer las condiciones para que se produzca un acto en el cual, por conducto de ella, accedamos a una experiencia, un modo de percibir; la revelación de algo que siempre será indefinible, propio y que sentiremos extraído de lo más profundo de nuestra interioridad. De este modo, en la música, lo desconocido es lo conocido: la sensación nueva viene de que ella pudo extraer lo que ya estaba, y que nada antes había podido revelar.
La enseñanza, así, es el proceso que recupera lo dinámico, el devenir, y a la vez lo trasciende. Si la enseñanza diera recetas, fracasaría como enseñanza, porque debe rescatar la sensación de vertiginoso salto al vacío. No neutraliza el peligro, pero da alas para ayudarnos a volar sobre ese abismo. Se necesita una sabiduría para renunciar a la razón y descubrir, intuitivamente, los medios. (Recuerda para mí, el “Relato de un Náufrago”, de García Márquez, donde el impulso por ir más allá de la experiencia es instintivo, inexplicable, y las soluciones parecen surgir solas).
De este modo, el aprendizaje usa del conocimiento, pero no se queda en él. El conocimiento es una herramienta, está destinado al manejo de las formas, a ser interiorizado gradualmente, a un grado que, en el momento preciso, podamos liberarnos de él y del pensamiento, y saltar al vacío sólo confiando en nosotros mismos, sin saber si ese resultado será el que exigían nuestras expectativas.
La música es realización, resultado puro. De nada vale el preconcepto de que una obra es conocida y dominada. No siempre las condiciones conducen a la facilidad para lograr ese resultado, pero cuando aparece, se trata de un momento mágico que contiene todas las dificultades, y es capaz de ir más allá de ellas.
Una naturaleza elusiva
Puesto el fenómeno en estos términos por Jordi Mora, podemos pensar a la música como algo vinculado a lo más interior, pero que no representa nada. La música es su propio orden. Es por sí misma, y lo es en cada nota: la anterior ya no está, y la siguiente aún no llega. Es decir que lo más profundo se vincula al puro presente pero la nota presente es a la vez, la consecuencia de una serie de relaciones, y el origen de las que le seguirán. La música, así, es como el fluir del tiempo. Si el ahora está ocupado por la evocación de un pasado, o la posibilidad de un futuro, su intensidad será menor.
De este modo, no hay lugar para nada superfluo. Este puro presente todo lo absorbe, y debemos estar vacíos de obstáculos para poder vivirlo a fondo.
Esta conciencia se cultiva en un proceso: las clases, la experiencia, los conciertos. Son determinadas prácticas, como las comparaciones o los concursos, las que conspiran contra la intensidad, contra ese acceso directo a la música, creando una tensión contaminante.
En este proceso desarrollamos una sabiduría que consiste en distinguir los obstáculos para poder enfrentarlos. Podemos proponernos un objetivo, más o menos difícil, más o menos accesible, el problema es tratar de obtenerlo ya. El contacto, en este proceso, es lento, hecho de detenimiento, diferente al mundo virtual, donde los contactos son irreales, abrumadores, y muchas veces superficiales, donde es mucho más fácil obtener una partitura, pero donde a la vez, todo es enorme.
El lenguaje musical se vincula a los rincones inhóspitos de nuestro ser: nos dice algo intraducible, pero que cada vez es distinto, como la frase de Heine citada en la película “Donde mueren las palabras”: es en este punto donde nace la música.
Nosotros mismos somos también ese devenir, porque algo nuestro permanece y algo cambia y al hacerlo construye un bagaje, también en estado de evolución.
El sonido es la materia, la conciencia es el destinatario. Jordi Mora se pregunta así dónde sonaban los últimos cuartetos de Beethoven cuando los componía, ya completamente sordo. No sonaban en ninguna parte, y al mismo tiempo, sonaban donde debían, en la mente creadora que concibió las relaciones estructurales que no eran menos reales porque ese sonido aún no existiera en el aire, y utiliza la imagen del museo por la noche: ¿cuándo el museo está cerrado, las pinturas que hay allí son arte? se pregunta.
En busca de lo esencial
De este modo, la obra musical no existe mientras no es interpretada –postula- pero cuando lo es, en cada oportunidad, vuelve a ser la misma y una diferente. Cada vez que escuchamos, somos diferentes y escuchamos de un modo distinto.
La quinta de Beethoven vuelve a “ser” en cada interpretación. Sin embargo, ante este postulado, ensayamos la explicación de que la obra puede ser interpretada porque ya está en su escritura, y puede permanecer en este estado de latencia, para resurgir (como sucedió con la Pasión según san Mateo, de Bach, o la Sinfonía La grande, de Schubert, obras olvidadas y encontradas).
La música, así, nunca permanece estratificada, inerte: el modo de enunciar un elemento condiciona al siguiente, y aunque una frase fuese interpretada de igual manera, quedaríamos preguntándonos si es la misma que la anterior, con lo cual marcaríamos ya una diferencia.
Ninguna versión puede ser definitiva, porque la misma obra no lo es, a lo sumo, podrán existir versiones de referencia.
En la música, entonces, cabe discernir cuáles son los elementos esenciales, aquellos que no dependen de nosotros, y que podemos conocer o ignorar, pero que harán que las cosas sean lo que son.
De tal modo, sólo podemos pasar a un segundo tema, cuando hayamos vivido el primero, y descubriremos que hay formas en las cuales el segundo tema está construido con elementos del primero. La unidad que hay en el barroco tiene que ver con esta estructura.
Música y vida, entonces, son un milagro donde no hay un momento igual a otro, y en el cual debemos dejarnos llevar. Pero es un dejarnos llevar posterior al conocer, un dejarnos llevar que sólo puede ser conciente.
Ningún momento (de la sucesión de momentos cruciales que son el tejido de las cosas) es igual a otro, ni tampoco definitivo, sino algo por lo que en preciso luchar, con energías que vamos descubriendo, y construir los instantes cada vez, como la música.
Del modo como se haya abordado la frase, dependerá el modo en que podrá ser enunciada la siguiente, o si la relación de la frase se quiebra y con ella el discurso.
Expectativas y tristezas
La expectativa perjudicial será, en música, la de no realizar lo que hubiéramos podido, pensando en lo que hubiéramos debido. Es preciso entonces no pensar en expectativas materiales (por ejemplo si obtendré la beca haciendo este curso) sino en lo que la experiencia signifique para enseñarme a escuchar.
La negatividad, dice Jordi Mora, no puede existir en la música, donde lo triste es maravilloso. Cómo es posible, ese contrasentido, se pregunta, entonando las frases de la marcha fúnebre de la sinfonía heroica: lo es porque se trata de un dolor que va más allá del propio dolor.
En la dialéctica musical, el modo mayor es lo cósmico, y el modo menor, el dolor. Vivir el dolor en un contexto es encontrar una cima de belleza (pienso por ejemplo en las canciones de Mahler)
En la música debe haber un elemento culminante, y si existen muchos elementos culminantes en una obra, ellos pierden su efecto y su función.
La música fluye en nosotros como el propio tiempo. Ella surge del silencio y vuelve a él, y en ese transcurso entre dos silencios despliega, en su microcosmos, un universo y una complejidad que nos deparan algo: ese transcurso capta aquello sin cuya resonancia no somos los mismos, y nos hace entender que sin ese microcosmos limitado por dos silencios, la vida perdería ese relieve que quizás sea el más valioso de sus atributos.


(esta nota corresponde a la serie publicada por el suplemento de Cultura de La Capital en 2008)



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

Campus musical de La Armonía II


(El descubrimiento de la obra)
Salir de la autovía dos y tomar el sendero que lleva a la Estancia La Armonía de por sí nos sustrae de un transcurso, y nos entrega a otro, como dice Borges en “El Sur”, más sencillo y más firme. Una tranquera blanca y al otro lado ya no hay un tránsito ansioso, sino una calma espesa, que se corporiza en enormes árboles, con sus gradaciones de colores, en viejas y hondas edificaciones, en caminos sinuosos.
En el jardín de invierno, algunos asistentes al campus, en una rueda de mate, antes de la conferencia, hacen chistes: “Qué diferencia hay entre Dios y un director de orquesta: que Dios sabe que no es director de orquesta”; “Cómo hace una soprano para cambiar una lamparita: se sube a una mesa, toma la lamparita, y espera que el mundo gire alrededor de ella”.
También están quienes llevan adelante el programa de enseñanza musical “Niños en Armonía” con niños de áreas rurales, y músicos de la Orquesta Sinfónica, Verónica Ginés, violoncellista y docente, que viene cursando el campus desde hace años, y Pablo Albornoz, violinista, formador del grupo Avalon, integrante del Cuarteto de cuerdas de la Universidad, y concertino suplente. Otros más, como el violoncellista Alfredo Bouvier, se sumarán cuando trabaje la orquesta del campus.
A la hora de las preguntas, en la conferencia de Jordi Mora, se escucha español en acento de diferentes lugares. Reseñar aspectos de algunas de las conferencias, permite acceder a una idea de lo que es el trabajo en el campus, pero también resulta parcial, porque hay mucho que necesariamente queda afuera, y el grueso de ese trabajo se lleva a cabo con los instrumentistas.
Un intermediario peligroso
Es preciso ser conciente de cada momento de la obra, y seguir su evolución como si el compositor estuviera contándonos una historia (dice).
Ello exige una renuncia, la de proyectar gustos personales, que no forman parte de la estructura. Conocer no es poseer, y en este conocimiento, dejarse llevar por los gustos personales implica dejar de ver aspectos que la obra encierra.
En lugar de ir yo hacia la obra, señala, es preciso dejar que ella venga a mí, estar receptivo al descubrimiento de sus secretos. Tocarla sin ninguna clase de intención hace que surjan sus relaciones estructurales. La mejor manera de descubrirla es no meternos por el medio, sino transitarla profundamente y escucharnos (pienso por mi parte, si Glenn Gould no incurrió en este ir por el medio en su versión de 1981 de las Variaciones Goldberg). Si queremos hacer algo libre y personal, habrá una proporción de esa arquitectura que se nos escape.
Hay una diferencia entre tocar como creemos que estamos tocando, y cómo lo hacemos en realidad (agrega). Es la obra la que debe conducirnos a través de sí misma. La actitud es dejar que nos hable, y que haya una conciencia capaz de escuchar y registrar ese proceso.
Debo ser conciente de que si opto por mis preferencias seré un intermediario peligroso. Bach, por ejemplo, nos conduce. Es muy fácil sucumbir a la tentación de agregar algo a la partitura, y terminar por alejarse de ella. Es necesaria una conciencia de las relaciones que nos dejó. Es necesario así vivir la potencia de la estructura, escuchar sin influencias. Sólo una escucha profunda nos permite revelar lo que nos dice.
Entre la intención y la realización hay una dualidad: podemos tener una intención definida y un resultado distinto. Hay un descubrimiento que se nos revela en la escucha interior de la partitura. Aun con lo más conocido, como las obras ya interpretadas en concierto, es posible descubrir cosas nuevas (las obras perfectas, pienso, como el quinteto para clarinete y cuerdas de Brahms, nos deslumbran con su sola arquitectura, y sus múltiples posibilidades de abordaje).
Un ir y volver
Es la estructura de mi mundo interior lo que me lleva a la obra y me da una certeza, así, no me es ajena, sino que forma parte de mí. La experiencia con el aquí y el ahora de la música (la música es lo que está ahora, y la huella de ese ahora en mí, más profunda cuánto más intenso sea el momento), viene de esta estructura interior. Ella es un sentimiento, pero no cualquier sentimiento, y se hará perceptible en una condición anímica y acústica.
Las relaciones de la música van acumulándose en la conciencia. No vivo la memoria de lo anterior, pero lo tengo en la vivencia de la obra. En el ahora estoy viviendo todo lo anterior, y todo lo que vendrá.
Cuando hablamos de unidades, estamos hablando de frases. Una frase es una respiración y a la vez lo que nosotros somos. La respiración es el hecho más obvio que me permite estar en un estado de vida. Si algo funciona lo hace en un ir y volver constante. La frase siempre está articulada en dos direcciones: aspiración y expiración, o tensión y distensión. Debemos preguntarnos de una frase, ¿va o viene, abre o cierra? (¿hacia dónde me lleva, o qué acaba de decir?). Las cuerdas tienen estos ciclos en los movimientos de arco (arco arriba, arco abajo), de allí su unidad de timbre. Los vientos sólo tienen la expiración, pero su arco abajo, es más extenso; el piano, tiene el toque, un arco abajo breve, de allí la dificultad en el cantabile. Así, la orquesta, o un coro, son los instrumentos más completos, que requieren unidad de conciencia y afinación.
Escuchar el arranque de una orquesta, todos a la vez, es una experiencia de por sí fuerte: si la actitud del público es atenta, el fraseo se articula más, se hace más profundo. Si no lo es, si está bordada con el ruido del papel de caramelo o la tos, el fraseo puede ser afinado y fluido, pero será más superficial.
Algo vibra y lo captamos. Los sonidos, de altura definida, e indefinida o de vibraciones desiguales, producen determinadas sensaciones. Los de vibraciones iguales producen otras, porque nos fascina lo que no cambia. Simplemente la vivencia de ese sonido, su regularidad, refleja en nosotros la parte en que somos el ser.
La evolución, en la vida y en la música, tiene lugar constantemente. Aparte de devenir, somos ser. Una pieza musical es un devenir en cambio. Los sonidos, en sí, nos despiertan lo que no cambia, por eso nos fascina. El principio de la fascinación del sonido es la identificación con el ser, con lo que a la vez que deviene, no cambia. La vivencia del ser nos da muchísima serenidad.
La fenomenología
La música es pensamiento y experiencia, en ella todo hay que tocarlo. Una explicación debe traducirse en algo concreto. La experiencia musical no se reduce a lo que se dice, sino a quién y en qué momento, y el resultado musical es el aquí y ahora llevado a sus máximas consecuencias. En lo que sucede en el aquí y el ahora reside la dimensión humana del arte, el misterio de lo que es, y a la vez fluye.
La obra comienza a ser nuestra al haberla entendido, allí nos percatamos de que su misterio subsiste. El primer contacto con la obra, el estado de enamoramiento, pura asimilación y vivencia, es inolvidable.
La música (pienso) es ese misterio capaz de conciliar lo perdurable con la intensidad, y plantear esa intensidad sólo como un ahora, que en otra oportunidad será diferente. Jordi Mora señala que el nacimiento de la fenomenología con Edmund Husserl (1859-1938), se debió a la desconfianza en el puro objetivismo, un concepto rígido y estático que enuncia lo que las cosas son, y refiere la historia de Husserl, a quien su discípulo, Heidegger, no ayudó al sobrevenir el nazismo, (y agrego, negó el acceso a la Biblioteca de la Universidad de Friburgo, como encargado de aplicar las leyes nazis de “limpieza” racial y suprimió, en la edición de 1941 de “Ser y Tiempo”, de la dedicatoria que le había hecho originalmente).
Hay una disyuntiva: o la obra debe tocarse de tal modo (alude a las versiones historicistas, que en lo personal me apasionan: Gardiner, Van Immerseel, Badura Skoda y otros), o como quiero (posición subjetivista), de una manera personal, que puede ser salvaje y evidenciar una radical ignorancia. De este modo podemos plantear que lo esencial es lo que descubro a través de mí, por medio de la ciencia, experiencia y vivencia, y, como Husserl, poner entre paréntesis lo que no es. La aspiración es ser un sujeto dirigido a lo esencial en una intersubjetividad (la orquesta, el público, la obra) que es una vivencia común entre las experiencias de los sujetos. Asumo lo esencial de mí en el ámbito de otros sujetos que también han asumido lo esencial de sí en la obra.
También ésta es la vivencia del maestro: no imponer, sino compartir en un contexto de mutuo descubrimiento. Los músicos, a diferencia de los filósofos, pueden ir directamente a la vivencia, sin detenerse en lo especulativo. El maestro no impone, hace ver, y al hacerlo vive. Lo que el músico ha tocado, en esa unidad, hecha en la afinación, la precisión y la propia experiencia, se convierte, sin perder la individualidad, en otra cosa, un acto trascendente.
Vivir la experiencia del sonido es un encuentro con lo esencial. Original, dice, no viene de novedoso sino de origen. Es fascinante que lo esencial sea a la vez la unidad y la diferencia, y que aquello que deviene, lo haga porque es lo que es.
El tiempo, la música, y la vida humana
La música, así es una representación de la vida humana: el tema con variaciones, por ejemplo: está allí, claramente enunciado, empieza y termina, pero ni bien es enunciado, vemos que puede cambiar. Sigue siendo el mismo pero a la vez deviene. Cada uno de nosotros somos un tema con variaciones. Soy las variaciones de las que es capaz lo que soy. La fuga: es un viaje de un tema en un mundo armónico, los mundos afectivos de la introversión y la extroversión.
Todas las formas musicales vienen del mundo afectivo, y de la estructura interna del hombre. Todos tenemos un tema que prima sobre los otros. Qué somos, cuál de los temas, la Sonata primavera, por ejemplo, que empieza con un tema grácil, que produce un cosquilleo, y después le sucede el otro tema, la oposición complementaria, lo que da alimento al desarrollo vital y nos hará vivir en la unidad.
Le explicación sigue, ahora con el piano: el silencio es una condición para que el sonido exista, y prueba de que existen, silencio y sonido. Ambos crean una expectativa y una relación, si es algo diferente, habrá tensión, si es un sonido conocido, habrá distensión, y lo analiza en el teclado con intervalos, ascendentes y descendentes. La evolución existe, cambie o no el sonido, pero puede cambiar cerrando melódicamente y abriendo en la armonía y ser una síntesis de movimiento extrovertido e introvertido.
El tiempo físico es lineal, va siempre hacia adelante. Nuestro tiempo subjetivo no lo es, va hacia atrás y hacia adelante, como la combinación que cierra melódicamente y abre armónicamente. Vivimos como el lenguaje de la música o mejor, la música vive como música porque es nuestro propio lenguaje, uno que crea un sistema referencial a partir de una nota. Todo es relación, nada es en sí mismo, y nos hace ligar al todo. Nuestro mundo emotivo se identifica con estas relaciones y así se puede estructurar. Mi mundo afectivo aparece de una manera ordenada.
El campus es a la vez un viaje, como el del personaje de “Los pasos perdidos”, de Alejo Carpentier. Tanto al personaje como a nosotros el viaje nos lleva a un lugar que es un renovado enigma, el de la esencia de ese arte evanescente y perdurable a la vez, sin el cual nuestra experiencia no podría llamarse vida.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

Pedro Ignacio Calderón



Pedro Ignacio Calderón es director titular de la Orquesta Sinfónica Municipal.
Alumno, entre otros, de Hermann Scherchen, Vicente Scaramuzza, Alberto Ginastera y Fernando Previtali (en la Academia Santa Cecilia de Roma donde fue becado por el Fondo Nacional de las Artes), se desempeñó como asistente de Leonard Bernstein en la Filarmónica de Nueva York, luego de ganar el premio de dirección orquestal Dimitri Mitropoulus.
Debutó en el podio a los veinte años con la Orquesta Sinfónica de Radio Nacional. Estos son algunos jalones de una actividad que lleva más de cincuenta años.
Impresiones
Hablar con él es una experiencia muy intensa. La conversación resulta amable y estimulante. No pontifica, pero es posible entender enseguida que la música no le depara ningún secreto y que no la hace como un técnico sino desde el dominio que significa esa falta de secretos. Depara la impresión dual de una mirada y una voz muy jóvenes, y una experiencia eterna. Es imposible no mencionar nada que no haya dirigido en alguna parte del mundo, y se hace palpable que pertenece a la generación de directores como Claudio Abbado, con quien codirigió la segunda sinfonía de Mahler, contemporánea a grandes directores y a los compositores más representativos del siglo XX, y vuelta hacia la tradición del mismo modo que hacia los nuevos lenguajes, pero sumamente volcada a éstos, sin que el grado de dificultad en la interpretación sea una variable atendible.
La Sinfónica
Hay ya un programa definido para el resto del año, que incluye la Metamorfosis para 23 instrumentos de cuerda solistas: cinco primeros violines, cinco segundos, cinco violas, cinco cellos y tres contrabajos, obra de la última época, de Richard Strauss. Su propósito es reforzar la planta orgánica de la orquesta con apoyos, de organismos culturales de la Nación, y de la Provincia y abordar nuevas obras.
La posibilidad de trabajar un repertorio de otros períodos, la inclusión de compositores como Richard Strauss, Gustav Mahler o Dimitri Shostakovitch, permite ampliar una percepción de lo musical, sustraerlo al puerto seguro de lo conocido y hacer un aporte formativo.
En el año del centenario de su nacimiento serán repuestas obras de Washington Castro. En lo referido a compositores argentinos, el maestro Calderón considera importante el tema del pago de sus derechos, ya que no es justo pagar el cachet a un pianista y no hacerlo con los derechos del compositor, o no hacer la obra por no pagar sus derechos.
Mahler, Bruckner, De Falla
Inevitablemente, la conversación giró hacia el ciclo completo de las sinfonías de Mahler que hizo varias veces. Apreció y conoció más profundamente a este compositor en su paso por la Filarmónica de Nueva York, ya que Leonard Benstein había llevado a cabo versiones referenciales de sus obras. Esta versión íntegra incluye las obras para voz y orquesta, como La canción del lamento, y La Canción de la tierra (Dans lied von der herde) una de las creaciones mayores de Mahler, por su originalidad y su belleza, pero que implica una cuerda de tenor no fácil de obtener, con las cualidades del heldentenor wagneriano, y la levedad requerida por momentos de un ciclo de canciones basado en poemas chinos.
El propósito, luego de la inclusión este año en el programa de la Sinfónica, de la Cuarta Sinfonía de Mahler, es precisamente poder gestionar los medios para interpretar en el futuro alguna de las sinfonías más grandes del compositor, o algún poema sinfónico de Richard Strauss. Incluso la primera sinfonía, requiere un refuerzo en las trompetas y en las cuerdas.
Su paso por la Filarmónica de Nueya York significó, además del trabajo cotidiano con una orquesta de primer nivel, con la perfección como nivel de exigencia, el contacto con directores invitados, como George Szell y muchos otros, que significaron un gran aporte en el aprendizaje.
Varias veces dirigió sinfonías de Anton Bruckner. Le pregunto por la octava y su adagio, uno de los momentos más conmovedores y bellos en toda la música y señala que la tiene programada justamente para este año, con la Filarmónica y que requiere un cuarteto de tubas wagnerianas y un suplemento de cuatro cornos sobre la formación de cuatro, más la cuerda proporcional para equilibrar esa masa de metales. Varias veces la ha hecho, en el país y en el exterior. El adagio no es complejo como el finale, que siempre lo es en las sinfonías de Bruckner.
Es complejo Rimsky, señala, un maestro en la transformación temática, capaz de basar el Gallo de oro en sólo dos motivos.
En cuanto a Falla, “es otro mundo”. De él ha dirigido sus obras más representativas, y considera peculiar su lenguaje, hecho en la honda influencia gitana. Le pregunto, considerando su escuela francesa, el refinamiento en la sonoridad, su sincretismo entre este lenguaje y las fuentes andaluzas, si del mismo modo que Stravinsky con las fuentes populares rusas, la afiliación de ambos compositores al neoclacisismo, pese a obras tan notables como el Concierto para Clave de Falla, no es una involución en su escritura. Contesta que no, que marca la aparición de otros criterios armónicos, en esa etapa del siglo XX y aparece el rescate de otras tradiciones musicales, como “a la manera de” y esas tradiciones irrumpen en esta escritura.
Prosiguió refiriendo la anécdota de una interpretación, justamente, de La canción de la Tierra, con la que terminó nuestro diálogo.
Una nueva etapa
Probablemente, del mismo modo que los compositores que se volcaron al neoclacisicmo, estemos ante una nueva etapa que nos permita explotar el recurso artístico existente de otro modo y expandir nuestro horizonte musical.





Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

(el presente reportaje fue publicado por el Suplemento de Cultura del Diario La Capital cuando el maestro Pedro Ignacio Calderón se hizo cargo de la dirección de la Orquesta Sinfónica Municipal, cargo que desempeñó hasta fines de 2009)

viernes, 8 de enero de 2010

Richard Strauss



El maestro Pedro Ignacio Calderón incluyó, en el programa de concierto de la Orquesta Sinfónica Municipal del 3 de octubre de 2009 la Metamorfosis, estudio para veintitrés instrumentos de cuerda solistas, de Richard Strauss (1864-1949), que por varias cuestiones requiere un tratamiento aparte.
Complejidad expresionista
Esta obra nunca antes fue interpretada en Mar del Plata. En lo personal, si debiera elegir tres creaciones de Strauss serían: Las cuatro últimas canciones (1948); Muerte y transfiguración (1889) y La Metamorfosis, compuesta en 1945.
Desolado por la Segunda Guerra Mundial, y, dentro de ella, por la destrucción de la Ópera de Munich, donde había obtenido muchos éxitos, Strauss asumió un lenguaje absolutamente distinto al de la magnificencia sinfónica que caracterizó sus primeras dos épocas. Concibió así una obra expresionista, tendencia en boga, particularmente en la pintura, que enfatizó, más que nada durante el período de entreguerras, en la desolación y la fragmentación.
Sobre la Sinfonía Heroica
En lo que constituye todo un símbolo Strauss toma la célula de la marcha fúnebre de la Sinfonía nro. 3, Heroica, de Beethoven y la somete a una metamorfosis, palabra ideal, porque no se limita a variarla dentro de un conjunto instrumental tradicional, sino que ese tema, en sí breve y sencillo, y con un poderoso elemento rítmico, es abordado de múltiples maneras a lo largo del Adagio ma non troppo – Agitato – Piú allegro - Adagio primo – molto lento, que se suceden ininterrumpidamente.
Es clara la decisión de apartarse de todo elemento melódico y tratar al conjunto separadamente, en base a una precisa idea constructiva.
Un mosaico
Quizá podamos encontrar un antecedente de esta idea en la genial Noche Transfigurada, el sexteto de arcos de Arnold Schönberg escrito en 1899 (música de la película Gracias por el fuego, de Sergio Renán) que si bien escrita dentro de una estética tonal y post romántica, a diferencia de la Metamorfosis, sí tiene en común con ésta la idea de instrumentos de cuerda que articulan separada y a la vez conjuntamente.
En esta Metamorfoseen, se va más lejos: Los instrumentos discurren en forma separada y alternan en una experiencia de politonalidad. Es sorprendente el conjunto hecho de un elemento que es el mismo pero a la vez presentado de una manera múltiple que lo transforma en un discurso distinto para cada instrumento, donde suenan a la vez cosas diferentes entre sí, pero tan conectadas que un instrumento debe sonar con una precisión absoluta respecto a los demás. La célula de la marcha fúnebre de la heroica es explotada en toda la gama de sus posibilidades, expandida, expuesta en un discurso de permanente tensión, sombrío, en ese mosaico donde por momentos, el primer violín segundo articula con el primer cello, o los segundos cellos lo hacen con los contrabajos. Estas alternancias son permanentes a lo largo de los 27 minutos que dura.
Conlleva una exigencia absoluta: las indicaciones del director no son para cada sección, sino para cada instrumento, y esa voz total que construye Strauss, está hecha de un tejido de voces instrumentales cuyas relaciones armónicas son muy definidas y exigen ser subrayadas de la manera justa: Cuando un instrumento hace un solo debe pasar a un segundo plano el discurso de los otros. En otro pasaje, cellos y bajos subrayan el elemento, con los violines en un lento, evanescente, tocado sin vibrato. Escuchada en vivo, con las indicaciones de Caderón, la obra es revelada en toda su intensidad, y la asumimos como un trabajo virtuoso.
Las cuerdas y sus posibilidades sonoras son tan exploradas como esa célula en la que se imbrican: por momentos es tensión absoluta, en otros, alternancia con una calma resignada. Strauss busca un efecto, la expresión de un sentimiento en cuyo fondo suena siempre la esperanza, y lo hace a través de la forma.
Esta textura de mosaico depende de cómo sean trabajados estos aspectos en una escritura donde nada puede darse por sentado (cada pasaje demanda un análisis) y donde cada elemento requiere una inflexión que está mucho más allá de las notas escritas.
Strauss, luego de explorar otros lenguajes, ha dejado algo que, también como un mosaico, es a la vez muestra de genialidad y desolación, algo que es fragmentación y totalidad y, más que nada, una búsqueda en las formas puestas a plasmar tanto a las ideas como a los sentimientos.
La obra termina con el tema que se disgrega y desaparece con una delicadeza absoluta en la cual el silencio surge como suma de todas las voces.


Esta obra en la versión de Herbert Von Karajan

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

miércoles, 6 de enero de 2010

El siglo musical (centenario del nacimiento de Washington Castro)


El siglo musical (centenario del nacimiento de Washington Castro)

“La música no nos espera, pero siempre nos recibe. Esa es la diferencia con todo lo demás.
Más allá, en su palco ya estaba Washington Castro, que había nacido sólo un año después de la muerte de Rimsky, tan enorme era el abismo entre su mundo y el nuestro, pensaba ella, y él le dijo que el amor es esa promesa que se renueva con un relato, como la música”.
(Amores de lejos, Cap. III, “El mar y el barco de Simbad. El amor, cuentos noches”)

Washington Castro nació el 13 de julio de 1909 en la calle Tucumán 1511, en Buenos Aires. Fue hijo de Juan José Castro, músico y luthier, proveniente de una familia protestante. De él heredó la fascinación por el cello. Su madre, Luisa Podestá, falleció a los 38 años, dejando cinco hijos, cuando Washington tenía cinco años.
Juan José Castro fue cellista en teatros de zarzuela, y trabajaba además como copista. Posteriormente montó su taller de luthier, con herramientas fabricadas por él mismo, en Tucumán 1657.
Su hijo mayor, Juan José (1895-1968, compositor, violinista, pianista luego sería uno de los directores de orquesta más reconocidos, formado en Europa, y que, tras el forzado exilio en la primera presidencia peronista, dirigió las orquestas más importantes de Europa y ganó la admiración de compositores como Stravinsky y Honegger), vivía en París desde 1919, y tocaba el violín en restaurantes. Su padre se trasladó allí con Washington y su hermano Rodolfo e instaló, exitosamente, su taller de luthier. Washington tomo clases en París con el renombrado violoncellista Maurice Marechal (Dijon, 1892-1964). Sin embargo, en un invierno muy crudo, su padre enfermó gravemente de gripe y una vez repuesto, temiendo por su salud, decidió volver a Buenos Aires. Muchos de aquellos músicos europeos lo seguirían a su taller de la calle Tucumán.
Su padre lo guió en el aprendizaje del cello, haciéndole observaciones desde su taller, y más que nada lo marcó en su rectitud, su ascetismo, la lectura y la autoexigencia.
Años de formación
Washington Castro recibió su educación especialmente de sus hermanos, Luís Arnaldo, y clases de cello de José María (1892-1964, compositor, violoncellista, docente y director de orquesta), que prosiguió luego con Alberto Schiuma, solista de la Orquesta Sinfónica del Teatro Colón, y uno de los docentes más reconocidos, maestro de destacados músicos, como Aurora Nátola de Ginastera.
Su primer empleo como músico profesional fue en 1926, a los diecisiete años, tocando en confiterías, como la Richmond, lo cual, junto con trabajos en servicios religiosos, le exigía tocar sin ensayos, leyendo a primera vista. En 1928 comenzó a trabajar en el cine Princesa, acompañando a las películas mudas. Era un trabajo estable, exigente y bien remunerado que concluyó con el advenimiento del cine sonoro. Lo obligaba a leer música en condiciones difíciles, y a abordar distintos géneros en el instrumento. Llegado el momento, pudo tocar de memoria y ello le permitió mirar las películas mientras lo hacía.
Su debut en un organismo orquestal fue también en 1926 en la Orquesta de la Asociación del Profesorado Orquestal (APO) que llegaría dirigir, seleccionado por concurso. Actuaron en ella numerosos directores extranjeros. Juan José y José María Castro fueron, respectivamente, solistas de violín y cello y Washington era uno de los diez cellistas de la orquesta. Fue dirigido, entre otros, por Ernest Ansermet y Ludwig Furtwängler
El fin del trabajo en el cine mudo fue coetáneo con el advenimiento de la radio como medio masivo de comunicación. En las radios de formaron orquestas muy reconocidas, como la de Radio Splendid, la primera orquesta a la que ingresó profesionalmente Washington Castro. Era una suerte de calificada agrupación de cámara.
En forma paralela, integró organismos de cámara. Pablo Casals se interesó en él y propuso tomarlo como alumno, propósito que se frustró al estallar la guerra civil española.
Pasó luego a la Orquesta de Radio El Mundo, dirigida por Juan José Castro, que llegó a ser una de las mejores agrupaciones de Buenos Aires.
La primera orquesta que dirigió fue la de Radio Belgrano ya que su titular, el maestro Kumok, no ejercía tal función durante todo el año. Fue en esa orquesta que conoció al gran director uruguayo Lamberto Baldi (1875-1979), quien fue contratado luego como director de la Orquesta Sinfónica Municipal (que posteriormente sería la Filarmónica de Buenos Aires). En ese carácter lo convocó como solista en cello y luego como director asistente. La primera obra que le dio una mañana, para ensayar por la tarde, fue la Danza de Salomé, de Richard Strauss, difícil partitura que no conocía pero que pudo preparar muy bien, no sin gran esfuerzo.
Fue con esta orquesta que dio su primer concierto sinfónico, en el Teatro Auditórium de Mar del Plata, el 20 de febrero de 1947, con una sinfonía de Johann Christian Bach, la Obertura para una Ópera Cómica, de José María Castro, el Preludio del Tercer Acto de Los Maestros Cantores, de Wagner, e Introducción y Cortejo de la Ópera El Gallo de Oro, de Rimsky Korsakov.
En 1948, por problemas del Maestro Baldi con las autoridades municipales, Washington Castro, que dirigía los ensayos de la exigente Historia de un Soldado, de Stravinsky, se hizo cargo, exitosamente de la dirección del ballet, en lo que fue su estreno en Buenos Aires.
Stravinsky fue uno de sus músicos más admirados, por la innovación, por la necesidad de no repetirse, por esa eterna búsqueda que demandó la ruptura de hábitos sonoros.
Fueron muchas las obras que abordó con esta orquesta, con distintos solistas nacionales e internacionales. Con ella estrenó, en 1950, su Concierto Campestre, interpretado en Mar del Plata por la Orquesta Sinfónica Municipal, bajo la dirección del Maestro Carlos Vieu, en julio de 2003, en un concierto homenaje.
No es un dato menor que, además de sus hermanos, músicos como Lambero Baldi, Pablo Casals (quien redescubrió y revalorizó el cello como instrumento solista en el siglo XX) u Honorio Siccardi, se hayan interesado en Washington Castro.
El ejercicio como director titular
En 1956 fue formada la Orquesta Sinfónica de Santa Fe. Sus miembros, elegidos por concurso provenían de Santa Fe, Rosario y Paraná. Fue el primer organismo del cual Washington Castro fue titular, durante siete años, para pasar luego a serlo de la orquesta Sinfónica de Córdoba, y regresar posteriormente a la de Santa Fe, cuyo nivel había bajado, y reorganizarla, hasta ser convocado para dirigir la Sinfónica de Mar del Plata, a la que también reorganizó, y con la cual abordó un extenso repertorio.
En ese lapso (1956 a 1977) dirigió numerosas orquestas en todo el país.
De principios de los años setenta es su gira europea como cellista, junto a Alicia Hardoy en piano.
Inauguró la modalidad de los conciertos didácticos, implementó el concurso de jóvenes solistas, e hizo un estándar el repertorio de obras que hoy muy difícilmente son interpretadas, como La suite del Teniente Kije, de Prokoffiev, o Un Americano en París de Gershwin.
Permaneció al frente de la sinfónica hasta 1984, en que Andrea Porcel lo despidió con unas sentidas palabras, luego de terminar la Obertura Fantasía Romeo y Julieta de Tchaicovsky.
La música de cámara y la composición
Washington Castro perteneció al “Grupo Renovación”, formado en 1929 por músicos como Gilardo Gilardi, sus hermanos Juan José y José María, Luís Gianneo, Honorio Sicardi (de quien fue alumno), y otros.
El grupo estaba dedicado a la difusión de música argentina de vanguardia.
Una de sus primeras obras importantes fue una sonata para clarinete y piano, escrita debido a su amistad con Filoctetes Martorella, renombrado clarinetista, uno de los fundadores del Conservatorio Julián Aguirre.
En 1941 escribió “Cuatro piezas para piano sobre motivos infantiles”, motivos provenientes de las canciones que cantaba a su hija Graciela Esther, fallecida a los tres años y medio.
También fue miembro del Cuarteto Haydn, cuyo primer violín era Eduardo Acedo, concertino de la Sinfónica Nacional. Con esa agrupación estrenó su “Cuarteto en Fa”, que obtuvo el primer premio Municipal en música de cámara en 1946.
También con el Cuarteto Haydn estrenó un cuarteto escrito sobre la base de canciones marineras inglesas.
La página Música Clásica Argentina ha hecho una prolija recopilación de la extensa obra compositiva de Washington Castro, con un análisis de los distintos lenguajes y géneros que abordó, años de publicación de sus obras y comentarios tan calificados como los de Silvano Picci.
En la temática religiosa abordó distintas creaciones, como los Comentarios Sinfónicos sobre la Pasión de nuestro Señor, para barítono y orquesta, estrenada en Radio Nacional, en 1956, Cantata para la bienaventuranza, Salmo 23, y el Salmo 150 (1981), interpretado por el Coral Carmina bajo la dirección del Maestro Horacio Lanci, cuyo trabajo mereció el reconocimiento del autor.
En otras obras, como la suite sinfónica “Cuadros de Picasso”, incluyó elementos de la plástica. Escribió para el Quinteto de Vientos, del cual fue inspirador.
Uno de sus estímulos fue el tango, así como lo fueron otros ritmos bailables, como el vals. Escribió Tangos para violoncello y contrabajo (alguna vez difundidos en Radio Concierto) y Rapsodia en Ritmo de Tango.
Sin embargo su obra es mucho más extensa.
Mundos
En esta breve enumeración podemos percibir, sin embargo, las constantes de Washington Castro, que vivió en un siglo de efervescencia musical: el interés por la vanguardia, el músico hecho a sí mismo a partir de su esfuerzo, la sencillez, el renunciamiento a todo lo que fuera para sí, la música como fin en sí mismo, como sistema de vida, como meta y como aire que se respira.
En la función pública, esos ideales son algo vigente, y no podemos evitar el pensar que son ideales que provienen de otro mundo, de otro siglo, y que quienes los encarnan hoy es a costa de luchar por ellos.
Ante determinadas personas no podemos dejar de pensar que es un mundo el que se va con ellos. Esta sensación no proviene de que en el pasado todo hubiera podido ser más sencillo o más directo, sino de que con ellos se va una actitud cada vez más difícil de encontrar, que ellos en sí mismos han significado acaso lo mejor de ese mundo: el esfuerzo, la postura vanguardista, la humildad.
Quizás ese sea uno de los legados más perdurables del hombre que con esa desusada caballerosidad, condensó en sí mismo una actitud ante la vida y el arte.

(artículo publicado en julio de 2009)



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

lunes, 4 de enero de 2010

La memoria cultural




Susana Frangi es pianista, directora de orquesta, y preparadora del Teatro Colón. Estudió con Ljerko Spiller, y otros maestros, se perfeccionó en Italia, y siguió sus estudios con Mario Benzecry. En su exilio venezolano, tuvo oportunidad de trabajar con cantantes como Alfredo Kraus y Giuseppe Di Stefano, Renata Scotto, Ana Moffo, entre muchos otros. Ha dirigido nuestra Orquesta Sinfónica Municipal, y la Orquesta Music Hall. Recientemente, intervino (como preparadora y directora) en La Bohème, de Puccini, e Ill mondo de la luna, de Hydn.
Tiene un entusiasmo contagioso al hablar de la música, del exilio venezolano, de las condiciones de la cultura, y una enorme versatilidad que la hace ir desde la Music Hall a Bartók, uno de mis compositores más queridos.
-Es un resucitador de sus ancestros –dice- y el aporte del colorido orquestal ennoblece y vigoriza su folklore. Hace poco dirigí las Danzas Rumanas y he tocado tanto en piano como en celesta en varias ocasiones la Música para cuerdas, percusión y celesta. Es una obra realmente difícil para armar. También preparé en el Colón El Castillo de Barba Azul, una ópera magnífica que hicimos, al menos la última vez, con puesta en escena de Oswald. A la incorporación de criterios armónicos de su época la enriquece con una potencia visceral de la que carece Shönberg, aunque no le alcanza para superar la riqueza colorística de un Debussy.
Pasa la gente por la fría calle Yrigoyen; y reflexiona acerca del repertorio clásico, donde los hábitos, la falta de recursos y el puro gusto, se estacionan, pero añora hacer lo moderno y sueña con dirigir Ariadna en Naxos, de Richard Strauss.
Piensa, escribe, dirige y prepara. Hace palpable la sensación de que la entrega de los músicos es la música, que la música es la vida, y que la vida sin música, es no sabemos qué, pero ciertamente, no es vida.
La ópera, un objeto de nuestra cultura
-Es la ponencia que llevé al Congreso internacional del MERCOSUR, agrega –conoce el Teatro Colón, pero también los otros circuitos por los que la Opera ha recuperado su vigor.
-En el movimiento lírico de nuestro país se advierte la dificultad para tipificar un modelo de ópera argentina, porque la evolución del género ha estado íntimamente ligada a los diferentes modelos de país propuestos por nuestros gobiernos. La Argentina de finales del siglo XlX y comienzos del XX fue moldeada por un grupo de familias acomodadas básicamente terratenientes, con un estilo de vida europeo que procuraban perpetuar. Tenían el poder económico y político para generar las instituciones culturales a su propia medida. Los primeros compositores de ópera surgidos por entonces, remedaban la ópera italiana que por aquellos momentos celebraba los estrenos de las obras de Verdi y Puccini. Las estructuras de nuestros primeros intentos de ópera nacional se ajustaban a los modelos clásicos y los libretos se concebían en italiano; algo similar ocurría por entonces en Brasil con Carlos Gomes (con óperas como Colombo, Salvator Rosa y María Tudor) y en Venezuela con José Angel Montero autor de la ópera Virginia. Pero para la inauguración del nuevo edificio del Teatro Colón en 1908, ocurrió un hecho significativo: Héctor Panizza compuso la ópera Aurora, que tuvo enorme gravitación en la historia de la lírica local: aunque el libreto fue escrito en idioma italiano, en ella se reivindicó la figura del gaucho y a la juventud patriota y rebelde.
En el siglo XX se produjeron las experiencias de la Guerra Mundial, la revolución rusa, y la confrontación ideológica entre los inmigrantes, la intelectualidad europeizada y los criollos defensores de nuestras tradiciones. Dos años después del estreno de Aurora, en 1910, en ocasión del centenario de nuestro primer gobierno patrio, el público del Teatro Colón pudo asistir finalmente al estreno de una ópera argentina cantada en castellano; se trataba de Blanca de Beaulieu, de César Stiattesi. Entrada la década del 20 un aluvión de inmigrantes procedentes de una Europa diezmada por la guerra, se incorporaba a nuestro proceso productivo y luchaba por jerarquizar la situación de la clase trabajadora.
Con el primer gobierno de Yrigoyen, se favoreció la participación de los sectores medios urbanos en las decisiones políticas. Con la popularización radical se inicia una afirmación de lo autóctono y se crea un espacio de expresión y demanda más heterogéneo y amplio. Nuestros compositores volvieron sus miradas sobre lo que ocurría en esta parte del continente y decidieron escribir definitivamente sus óperas en castellano, indagando en una temática local; las figuras elegidas responden al modelo gauchesco y pocos años después se incorporará también el compadrito que ronda por los conventillos de Buenos Aires. Es la época entre otros, de Felipe Boero con su emblemático Matrero, Constatino Gaito con Ollantay, Gilardo Gilardi con La leyenda del Urutaú, Arnaldo D’Espósito con Lin Calel y aunque posterior podemos incluír en esta línea a Juan José Castro con Proserpina y el Extranjero. El país transitó a través de una serie de gobiernos militares y conservadores hasta que a mediados del siglo XX se generó una sangrienta apertura social que posibilitó una ópera menos anecdótica y más crítica y filosófica. Tal es el caso de La Hacienda, Maratón y La oscuridad de la Razón, las tres pertenecientes a Pompeyo Camps,( a quien tuve el gusto de acompañar en la preparación musical) o las óperas de Juan Carlos Zorzi : El Timbre, Antígona Veléz y Don Juan,( que también tuve oportunidad de preparar junto al compositor); en ambos casos se traduce una crítica radical a las viejas estructuras oligárquicas; nuestros compositores comenzaron a insertarse lentamente en el moderno fenómeno de la globalización instalándose en la cima la figura de Alberto Ginastera, con Beatrix Cenci y Bomarzo.
Reformulación de la ópera en la aldea global
- En los últimos 25 años el mundo se ha agolpado en el cyberespacio; el chat, la telefonía celular, el correo electrónico, establecen un nuevo modo de relación entre los seres humanos; la vinculación y la desvinculación son inmediatas, la distancia no se mide en espacio sino en tiempo y la globalización es una suerte de grandilocuencia que envuelve los sentidos. Sería entonces oportuno preguntarnos para quién hacemos música hoy, y qué tipo de espectáculo musical es el que demanda el espectador de nuestros días. El hombre contemporáneo ha modificado sustancialmente los modos de relación al desarticular las nociones tradicionales de tiempo y espacio, y en este mundo reorganizado dinámicamente se hace necesario un ajuste de la relación artista-público. Los viejos estereotipos de la ópera del siglo XlX y de buena parte del siglo XX han caducado y sobre la lírica se precipita una especie de cataclismo multimedial que la modifica sustancialmente. A los cantantes se les exige hoy exhibir cuerpos adecuadamente esbeltos y armónicos que resistan la proximidad de una cámara de cine.
El avance tecnológico –señala- ha expuesto los aspectos más íntimos del ser humano, desdibujando de manera definitiva el límite entre lo privado y lo público; desde el estreno del film The Truman Show pasando por las cámaras ocultas y los realities que alimentan la voracidad de nuestras audiencias, incluyendo la transmisión en directo a manera de reality de la invasión a Irak, no sólo estamos informados sino que somos responsables y cómplices. Pero esta facilidad nos hace a la vez absolutamente vulnerables a las trampas de nuestra propia cultura. La impresión que recibe hoy el espectador gracias a la sofisticada tecnología es absolutamente hipnótica y totalizadora. El juego dialéctico entre creador y receptor impone una demanda mutua de gran dinamismo, y para satisfacerla en la ópera se reorganiza la dramaturgia, se plantean transpolaciones en el tiempo, se aceleran los tempi y se cortan las repeticiones; las producciones deben competir con el mejor cine norteamericano de ciencia ficción; los personajes de Shakespeare llegan hasta nosotros vestidos al estilo de Matrix, y los personajes de comedia del siglo XVIII resucitan desnudando su morbo bajo un fantasioso enfoque psicoanalítico. Es la época de lo descartable; todo, incluso la vida, ha perdido valor en sí mismo adquiriendo valor de intercambio. El nuevo público necesita un relato más invasivo, irrespetuoso de los matices íntimos y de gran impacto a nivel sensorial.
Frente a este mercado extenso y en continuo cambio, la Argentina responde por un lado con puestas cada vez más audaces, y por otro, profundizando el entrenamiento y la exigencia en la formación de los jóvenes cantantes, desde las instituciones especializadas como lo es por ejemplo, el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, pasando por los numerosos espacios alternativos donde los más jóvenes pueden acrecentar su experiencia hasta llegar al escenario de nuestro primer coliseo.
La memoria cultural
-Pero son momentos difíciles los que pasa nuestro primer coliseo. Como indicador, están los problemas que hubo en 2005, cuando vino Marta Argerich.
-Estamos muy preocupados por la situación de nuestro teatro Colón. Desde la década del 90 se vienen implementando políticas privatistas, privilegiando un mayor rendimiento económico por sobre nuestro reservorio cultural. Ahora el cierre del edificio nos obliga a trabajar fuera de sede pero cada cuerpo artístico en un lugar diferente, de modo que el personal está fragmentado y desconectado. El fantasma de las jubilaciones en condiciones indignas revolotea permanentemente sobre el 30% del personal. El 25 de mayo se celebraron los 100 años del teatro, pero nosotros estamos de duelo. Los músicos tocaron con un crespón negro en sus instrumentos.
El arte, en tanto metáfora de la realidad, se convierte en discurso potente, revelador de las fantasías y los deseos que impulsaron la Historia. Las culturas más primitivas organizaron sistemas de creencias que les permitían comprender el mundo y construir una identidad. Algunos de sus arquetipos atravesaron los siglos y recuperados por el moderno psicoanálisis resurgen hoy como metáforas del hombre moderno. Promediando el siglo XVIII, Beaumarchais, un burgués vinculado a la aristocracia francesa, escribió su trilogía teatral sobre Fígaro, develando las fracturas de la casta social privilegiada bajo la mirada de un personaje de raigambre popular. Sin proponérselo, puso sobre el tapete los valores revulsivos que pocos años más tarde enarbolaría la Revolución Francesa.
Escritores menos recordados como Henry Murger, apelando a la novedosa novela de folletín tan en boga en el París de los inicios del siglo XlX, dieron testimonio de una juventud que, sin intención de estructurar una ideología renovadora, se refugió en la marginalidad de la vida bohemia, convirtiendo en valor la pobreza, el hambre y la prostitución y generando algo parecido a una estética del fracaso de la que se imbuiría el movimiento romántico. En reiteradas ocasiones hemos hecho referencia a la representación dentro de la representación aludiendo a la capacidad del artista de simbolizar con su obra una experiencia individual o colectiva. Entre los últimos espectáculos presentados en el Teatro Colón recordamos Jonny spielt auf, una poco frecuentada obra de Ernst Krenek de 1927, que metaforiza la Alemania de los años locos; aquella que en la confluencia de una clase dominante trastabillante y un pueblo despojado, alimentó la teoría del superhombre, fomentando la exclusión y el crimen. Igualmente la Opera de Cámara sacó a la luz El Kaiser de la Atlántida, sublimación y denuncia del horror y la muerte en los campos de concentración nazis. La lista de obras se vuelve interminable cuando comenzamos a buscar caminos para la construcción de una identidad. En todos los tiempos, la mirada que el hombre ha tenido de sí mismo perduró a través de sus productos artísticos por lo cual la cultura es un espejo inequívoco donde nos reconocemos y a partir de esa mirada se nos está permitido construir un futuro.
La casa de papel
En el mundo masificado por la globalización se ha generado un nuevo concepto de cultura vinculado directamente a la industria del ocio. La nueva cultura se asimila a la diversión y toda manifestación cultural es absorbida por su valor de cambio, por su naturaleza de mercancía. Y en esta mutación de valores la sociedad pierde su referencia. Según señala en Presencias reales el destacado ensayista George Steiner, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2001, las grandes obras en tanto formadoras de la ética y la estética, tienen un peso tangible en la estructura social por lo que el carácter sacralizado y reverencial de los clásicos no es un equívoco conservador sino que pertenece al ordenamiento más profundo de la condición humana. Así, el respeto y la demanda que tuvieron a través de los tiempos las ideas religiosas han sido en la modernidad trasladados al arte, donde perdura el anhelo de trascendencia que históricamente recogieron las religiones. Esta necesidad inherente a la naturaleza humana no es fácilmente negociable. No se pueden proponer valores de cambio, dimensiones de futuro, sin una dimensión trascendente de la cultura que los pueda propiciar. El Estado tiene la gran responsabilidad de velar por la cultura en tanto es memoria e identidad; cuando se la bastardea en función de las leyes del mercado, se comete un delito de alta traición a la sociedad.
El Teatro Colón representa la gran promesa de desarrollo que la Argentina se había hecho a sí misma en los comienzos del siglo XX. Sus cien años de historia ponen sobre el tapete otros balances y destinos. La cultura que fue cifrada por la institución a lo largo de su historia ha ido incorporando paulatinamente los grandes valores de la modernidad, tramitando en la música y la escena los distintos episodios de la sensibilidad cultural. En cierto modo y más allá de las disputas recurrentes acerca de su condición elitista o su apertura popular, el Colón ha sido una referencia constante del porvenir, ya que no hay desarrollo social o económico sin la acumulación de un capital cultural. Ese capital, cuyo circulante y plusvalía son invisibles, determina nuestra vida social mucho más de lo que se cree; su rentabilidad no puede medirse de la misma manera en que se mide el capital financiero. El capital acumulado de una cultura (o de una institución como el Teatro Colón) produce efectos en áreas distantes porque la cultura está interconectada. Es ese capital el que permite a un pueblo afectado económica, política o socialmente encontrar rumbos alternativos, imaginar soluciones, estructurar nuevos modos de vivir la realidad; las posibilidades de reinventarse están directamente vinculadas a los recursos que ofrece la imaginación cultural. La cultura no puede ni debe medirse con criterio financiero y mercantilizarla es empobrecerla.
Nuestro teatro centenario fue un símbolo del gran futuro que yace en el pasado argentino y su obra viva respiraba sólo en el orgulloso ejercicio creador que ha permitido. Supo mirar hacia las nuevas generaciones desde el Instituto Superior de Arte, fundado en 1922 durante el primer gobierno de Yrigoyen; por entonces la popularización que significó el gobierno radical, se reflejó en un acceso más amplio y heterogéneo al mundo de la cultura. El Instituto navegó a la vera del Teatro y padeció los vaivenes económicos y políticos, pero logró preservarse de lineamientos educativos que alteraran su esencia.
Podría resultar inevitable y dolorosa la metáfora planteada por Carlos María Domínguez en su obra La casa de papel; en ella el protagonista decide construir en las arenas de Rocha una casa cuya particularidad es que las paredes están construidas con libros utilizados como ladrillos. Tal vez la indiferencia del protagonista por el Borges que cubre el pie de la ventana, el Vallejo que está junto a la puerta o el voluminoso y práctico Vargas Llosa se dibuje en una mueca rígida y endurecida como si también en la cara le cayera un balde de mezcla; o tal vez pueda decir “Siguen siendo mis amigos: me dan abrigo, sombra en verano, me protegen de los vientos. Los libros son mi casa”.
La metáfora alude a la riqueza de una cultura que se convierte en ladrillo de una confortabilidad diferente, vaciada de sentido porque no se sabe o no se puede leer en el ámbito nuevo, porque le falta la integración que acompaña a todo acto creativo.
La casa de papel se fue destruyendo en las costas del Río de la Plata, por la inclemencia de los vientos que la erosionaron hasta aniquilarla. Hagamos votos para que no sea ese el destino de nuestro querido Teatro Colón, la gran herencia artística que se yergue desafiante en la otra orilla del río.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
nota: artículo publicado en 2008, año del centenario del Teatro Colón de Buenos Aires