jueves, 19 de noviembre de 2009


Lenguajes
En su concierto del 21 de abril, la Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el maestro José María Ulla, contó con la actuación como solista de la pianista chilena Edith Fischer.
Mozart
La obertura de “El rapto en el serrallo” fue la obra inicial del programa. El primer tema va siendo desarrollado hasta abarcar toda la orquesta, que requiere intervenciones de la percusión, ausentes de otras obras de Mozart. Un rico motivo en las maderas conduce luego a la reiteración del tema inicial, dando a la obra una forma ternaria a, b, a.
Schumann
El concierto para piano y orquesta en la menor, opus 54 parece tener dos clases de dificultades, las inherentes a las obras de Schumann en sí mismas, y las propias de un discurso pianístico enfrentado a dos exigencias: la expresividad romántica, y los arduos aspectos técnicos.
Gran lector, Schumann llegó a la música bajo el influjo de los lieder de Schubert, pero lo hizo a partir de la influencia del poeta Jean Paul Richter. Encontró en la música el modo de plasmar un lirismo indescifrable, y su obra tiene ese carácter desbordante e innovador. Particularmente este concierto, concebido como fantasía. Es invención pura que irrumpe. Fue concebido en 1841, año en el cual escribió íntegro el primer movimiento. Lo completó en 1845, poco después fue estrenado por Clara Wieck.
Es una obra de muchas dificultades, cuya textura entre el instrumento solista y la orquesta es estrecha y en permanente diálogo. Comienza, luego de una introducción, por el primer tema en el oboe (un solo a cargo de Andrea Porcel). El piano lo toma y comienza el desarrollo que se verifica en la dialéctica de Schumann: momentos de calma y súbitos estallidos (el espíritu de Eusebius y Florestán que preside toda su obra: la delicadeza y el empuje súbito). El diálogo con el oboe atraviesa el Allegro inicial.
Fueron muy bien definidos momentos cruciales, como el arranque y la entrada en el tercer movimiento (Allegro vivace), que se sucede sin interrupción al Intermezzo; a partir de allí, surgen los distintos episodios, siempre acentuando los ritmos fuertes (arsis) lo que genera cierta tensión.

Edith Fischer optó no por el acento brusco sino por un fraseo más delicado, lo que pudo quitarle definición y fluidez en algunos pasajes, en una obra que en el ensayo general sonó más vehemente. Su técnica pudo mostrar con claridad ese pasaje permanente de la calma a la fantasía, en momentos tan distintos como el tiempo lento y la densa cadencia del primer movimiento, una escritura compleja que mucho influiría en Brahms.
Franck
En la segunda parte se interpretó la Sinfonía en re menor, de César Franck, una obra siempre sorprendente, tanto por su genialidad constructiva como por su imaginación melódica. Es una cumbre por muchos motivos: la unidad, la idea de vertebrarla con una célula temática, en sí sencilla, que la atraviesa y conduce, por el contraste entre la enorme dulzura y la tensión, a veces sombría, que le da ese pasaje de segunda ascendente, por el modo magistral en que se producen ricas polifonías en las maderas, por los pasajes en contrapunto, entre los primeros y segundos violines, y una imaginación medida y contenida, pero no por eso menos rica.
No es una obra simple de interpretar, lo cual habla ya de la eficacia de la cuerda como del nivel de solistas, porque a la vez que alternarse, los instrumentos solistas a veces se funden y producen un resultado distinto a cada timbre en particular. Trabaja las formas y la unidad, pero también el timbre en sí mismo. Sucede con las intervenciones del clarinete bajo, por ejemplo (Ernesto Nucíforo). En el segundo movimiento, un andante y un scherzo que se suceden, sobre las cuerdas en pizzicato, el corno inglés aborda un motivo derivado de la célula temática, en un bellísimo solo (a cargo de Andrea Porcel), al cual sucede el corno (José Garreffa) que luego sostiene las frases de las cuerdas. El corno subraya los climas de dulzura y distensión, y los crescendos. Hay elementos de los anteriores en estos temas, tan ricamente trabajados por las maderas y el corno, asumido no en su potencia sino en su dulzura. Exige la precisión y la amalgama de los timbres solistas. Destacaron, además de los solistas mencionados, Federico Gidoni (flauta), y Mario Romano (Clarinete).
Este clima contrasta con la potencia y justeza de la línea de metales en el Allegro non troppo (José Bondi, trompeta solista, Pedro Escanes y Daniel Rivara, trombones, y Eduardo Lamas, tuba), un movimiento complejo, que toma elementos de la forma sonata y de la forma rondó.
Ampliado su cuerpo orgánico, la Sinfónica mostró homogeneidad en la cuerda, en tres lenguajes muy diferentes. Es de esperar que esta etapa pueda depararnos nuevas obras de compositores, como Prokofiev, por ejemplo, sin hablar de los autores argentinos, tan poco presentes en las salas de concierto.


Eduardo Balestena

Obras referenciales de dos estéticas
En su concierto del 14 de octubre, la Orquesta Sinfónica Municipal fue conducida por el Maestro Diego A. Lurbe, como director invitado, y actuó como solista en piano Orlando Millá
Danza eslava nro. 8, en sol menor, opus 46
Las danzas eslavas abarcan los opus 46 y 72 de la obra de Dvorák y fueron inicialmente escritas para piano a cuatro manos. En la nro. 8 se advierte el difícil inicio en cuerdas y percusión a la vez, en un ritmo rápido que se hace íntimo a partir del solo de oboe (Guillermo Devoto). La percusión (Daniel Lizarraga, Leticia Pucci y Olga Romero) le aporta un carácter vibrante y gran relieve
Concierto para piano y orquesta en mi bemol mayor, opus 73, “Emperador”
Orlando Millá, abordó esta obra gigantesca, que lo es en la complejidad pianística, ya que asistimos a la madurez de la escritura Beethoveniana, y en que, a diferencia de los anteriores, y de otras obras del género entraña un diálogo permanente y cerrado con la orquesta.
Fue escrito mientras las tropas de Bonaparte sitiaban Viena, y sobrevenían las penurias tan bien narradas en la biografía de Schubert, por Georg Marek. Se inicia con una cadencia, un ataque sobre el acorde en mi bemol mayor que supuso una verdadera revolución. El material temático, dos temas en el primer movimiento, es como suele serlo en Beethoven, sencillo en su formulación, pero con muchas posibilidades de desarrollo ulterior, que en el piano se manifiestan como una exploración en las sonoridades percusivas, en los agudos, y en el diálogo con la orquesta, entre otras particularidades del lenguaje, en la unión del desarrollo del segundo tema con la coda. Todos los pasajes pianísticos de este movimiento entrañan dificultades distintas y muy específicas. Van tomando elementos ya expuestos y agregándole nuevas formulaciones, y por momentos abordan células rítmicas destinadas a expandirse.
Es famoso el adagio un pocco mosso, con su extraordinaria dulzura, que también es propia del discurso beethoveniano pero de otro modo: más que en una melodía dulce y flexible, se encuentra dado en una que no deja de ser tensa, pero formulada desde una melancolía bajo la cual hay una sensación de paz interior. Dulzura contenida, que basa su expresión no en lo que despliega sino precisamente en lo que contiene, perfecto contraste con la energía del movimiento anterior.
Es de lamentar que el programa de mano no haya incluido las referencias biográficas de Orlando Millá, quien en un concierto cuyo resultado estuvo más logrado que en el ensayo general, confirió particularmente la dulzura de este adagio, la sensibilidad de los pasajes lentos, la justeza en los rápidos, y la exactitud de una obra que conoce a la perfección y que interpretó de memoria. Deparó un cuidado balance y exactitud en las riesgosas entradas y salidas, en los solos, en las alternancias con las maderas, del segundo movimiento, en el exigente pasaje del segundo al tercer movimiento, tras la intervención del fagot (Gerardo Gautín) aunque en el conjunto hubiese podido haber un mayor vigor. Destacaron los solos de Federico Gidoni (flauta), Mario Romano (clarinete) y las intervenciones de Jorge Gramajo (corno) y Andrea Porcel (oboe).
Sinfonía nro. 7, en re menor, opus.70 de Dvorák
Diego Lurbe, es director suplente y solista de fagot de la Orquesta Sinfónica de Olavarría, y conoce muy bien a la orquesta desde este doble lugar: el podio y el atril. Preparó esta sinfonía, que también ha sido llamada “Trágica”, que no es la más ejecutada de las del autor checo, que la compuso en 1884, para el Concurso Internacional Simón Blech en Bahía Blanca, donde obtuvo el segundo premio. La dirigió, como a la novena de Beethoven que condujo en Olavaria, de memoria. Señaló aspectos que se hicieron evidentes: la dificultad, particularmente en la cuerda, la inclusión de temas eslavos, y la hondura estética de una obra muy exigente. Lo de los temas eslavos es una cuestión relevante porque se funden con elementos más abstractos, lo cual supone una exigencia en el intérprete, que debe abordarlos dentro de la unidad de la obra y a su vez hacer que no todo se oiga igual porque no todo lo es. La sinfonía, escrita por Dvorák en una etapa amarga de su vida, signada por la muerte de su madre, implica requerimientos diferentes a la octava y la novena. Tiene mayor gravedad que éstas, y esta gravedad contrasta con la dulzura de muchos pasajes.
La exigencia está en varias cuestiones: La expresiva, la dinámica, y el permanente cambio de las sonoridades sombrías, o tajantes pasajes de las cuerdas, a las danzantes y diáfanas, en lo que parecería también un cambio de ritmo. También está en los motivos que se desarrollan en las distintas secciones de las cuerdas, y que deben pasar por ellas con una precisión extrema, y en la fuerza sin la cual estos elementos carecerían de sentido en el todo.
A la manera de Schubert, un tema concluye y es sucedido por otro diferente, separado por un solo, en el tercer movimiento es del oboe, y comienzan a aparecer elementos del anterior, que conducen nuevamente a él, en el cual se resuelven. Es una sinfonía de solistas, en particular en el segundo movimiento, que discurre inicialmente en forma camarística, fagot, flauta, oboe, y los dos clarinetes. En el tercero y el cuarto, los pasajes se alternan con solos de corno, que tiene bellísimos solos además en el primer movimiento, y oboe y el permanente clímax que aportan los metales: tres trombones y dos trompetas, principalmente en el cuarto movimiento, con sus fragorosos pasajes de cuerdas. En este sentido se destacaron: Andrea Porcel (oboe), Federico Gidoni (flauta), José Garreffa (corno), Daniel Sergio (cello), Mario Romano (clarinete), Ernesto Nucíforo (clarinete segundo) y Gerardo Gautín (fagot).





Eduardo Balestena

Del sereno encantamiento, al romanticismo
La Orquesta Sinfónica Municipal se presentó el 30 de septiembre, con la actuación solista de Frances Staciuk al piano, y la dirección de su titular, Maestro José María Ulla
Ravel
La Pavana para una infanta difunta, abrió el programa. Es una obra de 1899, escrita por un Ravel de 24 años, poco estimada por su autor y concebida bajo la influencia de Chabrier. Tiene su gusto por las melodías nítidas, de cuño clásico, con el bello e inicial solo de corno (José Garreffa) y no toma elementos musicales de la pavana, danza cortesana española del siglo XVI, denominación empleada por Ravel sólo por el sonido de la palabra, sino del “aria col da capo”, que depara bellísimas alternancias en las maderas y las cuerdas.
Ma mère l `oye (Mi madre la Oca), de 1912, que siguió en el orden del programa, fue dedicada a Jean y Mimí, dos alumnos de piano con quienes Ravel pasaba horas. Recrea diferentes historias de distintos autores que plasman la coherencia de su mundo fantástico, donde todo aparece bordeado de irrealidad. Lo hace por medio de una escritura refinada, con gusto por los climas sonoros y la exploración de los timbres. Ya desde el número inicial, “Pavana de la bella durmiente del bosque”, entramos, en los diálogos de las maderas, en ese clima crepuscular, ingrávido, donde este lenguaje nuevo establece un diálogo sereno con el clacisismo musical y su claridad. Es descriptiva en el segundo número (“Pulgarcito”). El mundo sonoro de los pagodas en “Leideronette, emperatriz de los pagodas”, recrea la visión de estos diminutos seres de cristal y sus instrumentos, plasma un hechizante ambiente de exotismo, en la percusión, las frases de los metales, el clarinete, las flautas. Es un diálogo, como el propio Ravel, hechizante y misterioso. También descriptivo es el ámbito de “Conversaciones entre la bella y el monstruo”, con su solo de contrafagot (Gerardo Gautin) que simboliza a la bestia, que luego toma el violín (Arón Kemelmajer) al convertirse en el príncipe tras la ruptura del hechizo reflejada en el arpa (Aída Delfino). Pero es en “El jardín feérico” donde el refinamiento sonoro mejor se funde con la sensación de transparente misterio de la escritura raveliana. Ese despertar de la bella durmiente, en el solo de violín, es el de una mirada que abre los ojos a otro universo. Sutileza, brillo, un trabajado crescendo, plantean, ya desde el pasaje de las cuerdas en el inicio, un requerimiento en la orquesta, el de ese sonido etéreo y a la vez preciso, en un diálogo permanente donde los timbres no se funden sino que se alternan. Destacaron, además de los mencionados, los solos de Andrea Porcel (corno inglés), Guillermo Devoto (oboe), Mario Romano (clarinete).
Este “relojero suizo”, como lo llamaba Stravinsky, aquejado de una dolencia progresiva que le impedía expresarse, dejó una música tan refinada e introvertida como él, que ha sabido fundir melancolía y brillo, humildad y absoluto dominio de la forma.
Concierto nro, 1, en mi menor, opus 11 de Chopin
Lirismo, el carácter de una permanente improvisación y la exploración sonora sobre el piano, son rasgos que caracterizan a Chopin, un músico esencialmente romántico, en todo lo que de aluvional, crepuscular y subjetivo tiene el sonido. La música es un territorio propio y ya no puede traducirse en palabras, sino que debe abandonarse a su propia intuición. El piano pasa a ser, dice Pola Suárez Urtubey, el gran vehículo y confidente, por él se accede a la intimidad.
Tal declaración de principios permite postular, yendo un poco más lejos, que el intérprete tiene la misma libertad al transitar la obra, que el autor al romper los esquemas clásicos que lo coartaban en su formulación.
Rescatar no sus rasgos codificados sino su espíritu. Esta idea parece haber guiado a Frances Stanciuk en la versión muy personal de una obra que discurrió en tiempos sensiblemente más rápidos de lo habitual, pero que supo deparar la dulzura necesaria en ciertos momentos del primer movimiento, a la par que motivó un trabajo más exigente en el aparato orquestal, al que se le reserva un papel secundario. Esta idea acaso haya ido en desmedro de la caridad en algunos pasajes del tercer movimiento, pero dejó muy claro el dominio sobre los aspectos técnicos en la obra, y la sensibilidad por sus necesidades expresivas. El segundo movimiento, en cambio, entregó un sonido de gran dulzura y detenimiento. Era ya no un Chopin al estilo Lizst, sino más próximo al de las baladas y los preludios.
El diálogo con el corno, en el primer movimiento, los tiempos que parecían apresurarse o ralentizarse, depararon una exigencia mayor pero también un mayor relieve, y la idea de que la fidelidad a la obra lo es no a como se acostumbra a tocarla, sino a lo que el propio interprete puede darle, y que ese este camino, es secundario como resuene en el oyente, porque de lo que se trata es de generar esa sensación de primera vez, y desde este punto de vista fue una propuesta muy válida.
Frances Staciuk aparece como dueña no sólo de un dominio, sino de una idea de la obra y entrega un virtuosismo para nada vacío.




Eduardo Balestena

En el aniversario del nacimiento de Mozart
El maestro Leonardo Rubín dirigió a la Orquesta Sinfónica Municipal en su concierto del 27 de enero, aniversario del nacimiento de Mozart, en un concierto homenaje, en nuestro Teatro Colón.

Obertura de Russlan y Ludmila, de Glinka: el programa se inició con esta vibrante obertura de Mikhail Glinka (1804-1857) que abrió el rumbo de la música nacional rusa. Es de dificultad en las cuerdas, con sus rápidos y brillantes pasajes.

Concierto para piano K 488 en la Mayor: La pianista Lucy Fava abordo esta obra de una gran musicalidad, que exige, en el primer movimiento, ese toque destacado y seguro de la escritura mozartiana. Obtuvo, en el largo, un sonido dulce y sentido en un abordaje muy íntimo del concierto. El allegro se presenta con pasajes en los cuales, bajo la melodía, se advierte el grado de dificultad. Fue un Mozart muy a tono, precisamente en el aniversario de su natalicio
Suites nros 1 y 2 de La Arlesiana, de Bizet
Las invitaciones del maestro Rubin nos han deparado trabajos, como Haroldo en Italia, o las Suites de la Arlesiana, no siempre frecuentes en el repertorio sinfónico ni discográfico, no obstante ser en sí mismos de gran belleza e interés musical.
El que entrañan estas suites, con sus números tomados de la música de escena en cinco actos (opus 23, de 1872, de la cual hay un imperdible registro de la Orquesta del Capitolio de Tolouse y el Orféon Donostiarra)) para la obra de Alphonse Daudet, es múltiple. Lleva los temas al realismo, distanciándose así del culto romántico al pasado, obtiene un colorido orquestal sensible y refinado, utiliza melodías provenzales, enviadas por el propio Daudet a Bizet y es capaz de significar musicalmente, el desdichado amor que narra. Es difícil encontrar referencias a la pieza de Daudet, más allá del libreto de la ópera homónima de Cilea, sobre la misma historia. Pero la música de Bizet es inolvidable.
La muchacha de Arles nunca aparece en la obra, que narra los avatares de Federico, prendado de ella, que tiene como amante a Metifio, otro personaje. La historia termina con la muerte de Federico, que se arroja desde el techo del granero.
La segunda suite fue arreglada por Guiraud, que incluyó el minuetto de La bella muchacha de Perth, obra anterior, luego de la muerte de Bizet. El Agnus dei (que supo cantar Bienamino Gigli), es el material que reelaborado se presenta cono Melodrama en la obra e intermezzo en la suite nro.2. En el original, es presentado también al cierre del acto 4, en un muy hermoso y estremecedor pasaje de clarinete y un lentísimo en las cuerdas. La elaboración del material tiene también diferencias respecto a las suites, además de los pasajes cantados.
Realismo, intimismo
Al ver interpretar las suites se entiende el color preciso que el maestro Rubin y la orquesta lograron imprimirle, y la alternancia entre una concepción que articula entre lo sinfónico y lo camarístico, en bellos diálogos. Ejemplo claro es la intervención de las maderas a poco se iniciada la obertura. Hay particularidades constructivas muy bellas, como el Carillon (de la primera suite y del acto IV de la música de escena), atravesado por el tema de los cornos que, tras la intervención de las cuerdas, vuelve progresivamente hasta imponerse de nuevo.
Juan Carlos D´orso, como solista en saxo, ocupó en el Intermezzo, el lugar de la voz del Agnus Dei original y acompañó el extenso solo de flauta –más breve en la música de escena- en el menuet, pasaje para el cual graduó el volumen de un modo que el diálogo fue absolutamente claro. El solo de flauta (del melodrama del final del acto IV en la música original) recuerda la melodía de último entreacto de Carmen y fue abordado por Federico Gidoni, con la sonoridad interior, detallista y precisa que le es habitual y que ha llevado desde Bach a la Music Hall. La experiencia camarística, tanto del solista en corno (José Garreffa) como de los intérpretes de las maderas (Mario Romano, Paula Zavadivker, Gerardo Gautin) ha aportado mucho al resultado final.
Otra particularidad es la escritura de la Farandole, que alterna en dos voces, sobre el final, el primero y el segundo tema, en una relación contrapuntística que lleva a la obra a concluir con el tema inicial. El pasaje es muy rápido, lo que supone un apreciable grado de dificultad.
Destacaron las intervenciones de Federico Gidoni, Laura Rus (flauta y picollo), Paula Zavadivker, Guillermo Devoto (oboes), Andra Porcel (corno inglés), Mario Romano y Ovidio Romairone (clarinetes), Gerardo Gautin y Elizabth Gautin (fagotes), José Garrafa, Jorge Gramajo, Carlos Bortolotto y Adrián Toyos (cornos), la línea de metales y la percusión.
El maestro Rubin ha sabido traer obras complejas, originales y no demasiado difundidas, rescatando en su trabajo un contexto musical e histórico, en una tarea clara y seria, con una orquesta que supo estar a la altura de estos requerimientos


Eduardo Balestena

viernes, 13 de noviembre de 2009


Un virtuoso y expresivo Beethoven
La Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el Maestro José María Ulla, contó, en su concierto del 22 de abril en el teatro Colón, con la actuación de la pianista rionegrina Marianela García Pérez
La italiana en Argel
El programa se abrió con la obertura de “La Italiana en Argel” de Rossini, que comienza en las cuerdas, se introduce luego un primer tema por uno de esos complejos solos de oboe, típicos del compositor belcantista, que se repite luego en la reexposición, y que abordó con seguridad Paula Zavadivker. En una de las intervenciones se articula con la flauta (Federico Gidoni) para finalizar en un bellísimo crescendo. Obra inspirada en la cual todo resulta visible.
Concierto nro, 1 en do mayor op.15 de Beethoven
Hace años, lamentablemente muchos, había en Radio Municipal (cuando era una verdadera radio) un programa llamado “Joyas de la literatura pianística”, que se anunciaba con el tema del tercer movimiento de este concierto, y del estudio nro, 5, alla marcia, de Rachmaninov.
Esta breve pintura alcanza para valorar a este concierto como lo que es: una verdadera joya. Se presenta con un esquema clásico, pero contiene ya la posterior escritura Beethoveniana y ello depara en el intérprete saber abordarlo dentro de un equilibrio: por un lado ese carácter marcial y extrovertido, esa justeza del toque clásico y por otro, el sentido de flexibilidad y espontaneidad, que rescate la original inventiva de un discurso con relieves (nada es estático ni debe sonar como tal) que constituye una articulación hacia un estilo futuro, de carácter, que rompe ese espíritu contenido del clasicismo anterior a él y que claramente pertenece a otro universo.
Esta es la vida que supo dar Marianela García Pérez (más cerca de Rudolf Serkin que de Mauricio Pollini) a la obra temprana (1798) de un Beethoven anticipatorio, cronológicamente compuesta luego del luego del concierto que lleva el número 2, que si bien no presenta esa dialéctica de creaciones posteriores, aparece con una escritura ya compleja e improvisatoria, con un discurso solista vehemente que no admite la sujeción.
Confirió al concierto precisión e ímpetu pero sin efectismos, con una expresiva flexibilidad en los pasajes lentos.
El primer tema del tercer movimiento (Rondó) por ejemplo, con sus rápidos pasajes en semicorcheas, tiene una peculiar acentuación y caracterización rítmica, que hay que saber marcar muy bien. Lo abordó más rápido en el concierto que en el ensayo general, en pasajes además de virtuosos, incómodos de tocar; el haberlo llevado de un rondó a casi un presto supuso un desafío aun mayor en sus pasajes más intrincados, que le depararon dificultades que pudo superar con enorme seguridad; las velocidades altas suelen beneficiar al discurso beethoveniano en orquestas no grandes y ahí están las versiones historicistas para probarlo. Otra particularidad es que, pese a lo temprano de la obra, el diálogo con la orquesta (el cual, según la intérprete, resulta menos difícil que la propia dinámica del discurso pianístico) es cerrado y permanente y no por bloques. La orquesta toma este tema introducido por el piano. Luego de reapariciones, aparece otro motivo, una canción austriaca.
Verlo interpretar es además, advertir la dificultad de la cadencia del primer movimiento, de la expresividad que exige particularmente uno de los pasajes previos a ella, de la dulzura sutil que requiere el adagio, con sus pasajes rápidos hacia el final, y la cadencia del tercer movimiento, que recapitula sobre el material temático anterior.
Una obra compleja por una pianista que supo plasmarla con madurez, espontaneidad y un gran dominio técnico y expresivo y a quien esperamos volver a tener con nosotros, ya que aborda un extenso repertorio para piano solo.
Sinfonía nro.3, en mi bemol mayor, ops 97, renana, de Schumann
La obra de Schumann puede singularizarse por haber transitado, en sucesivas fases de su vida creadora, distintos géneros (el piano, el lied, las obras de cámara, las orquestales, y las sinfónico corales), y en que este proceso creador se haya producido con libertad, en todo el sentido de la palabra. Schumann, no tenía compromisos por contrato, y no parecía dividir su vida de su arte.
Es con esta estética que aborda la sinfonía, forma que funde subjetividad y unidad temática. La “Renana”, estrenada el 6 de febrero de 1851, estaba originalmente titulada “Episodio de la vida sobre las costas del Rhin” muestra a un Schumann amante de la naturaleza y su hondo misterio. Cada movimiento toma un tema hasta casi agotarlo, no en el aspecto formal, sino en lo que subjetivamente puede suscitarle al oyente. Su quinto y último movimiento (Lebhalt) se inspira en la profunda resonancia que le suscita una ceremonia en la Catedral de Colonia.
Como todas sus sinfonías, no es fácil de abordar (así lo han señalaba distintos directores), y más allá de alguna pérdida de claridad en este quinto movimiento, tuvimos una Sinfonía renana lograda, donde destacaron especialmente los metales que supieron entrar con toda precisión ante los requerimientos de la obra: cornos: José Garreffa, Jorge Gramajo y Carlos Bortolotto); trombones: Pedro Escanes, Daniel Rivara y Alejandro Brown, y trompetas: José Bondi y Oscar Romairone.


Eduardo Balestena

Carmina Burana, un rico mundo cifrado (II)

“In taberna quando sumus,/non curamos quid sit humus/…Ibi nullus timet mortem,/ sed pro Baccho mittunt sortem (Cuando estamos en la taberna/no pensamos en cómo nos irá/…Aquí nadie teme a la muerte,/ todos por Baco echan suerte)” (In taberna quando sumus/ cuando estamos en la taberna)

En una primera parte de este breve ensayo, nos remontamos al origen del cancionero de Burana. La propuesta es ahora, pensar el uso que de estos materiales hizo Orff.
Este extraño viaje nos hace ir de la baja edad media, los siglos XI a XIII, a la Alemania nazi.
Carmina Burana fue encargada a Orff por Adolf Hitler, como apertura para los juegos olímpicos de 1936, mas su estreno, tuvo lugar en Frankfurt el 8 de junio de 1937.
El lenguaje
Una obra de arte es un universo, donde no valen los juicios de la vida ordinaria. Es algo que nos impone una legalidad, una presencia y un contenido propio. La obra se autogenera, incorpora sus orígenes y sus materiales, hace de ese proceso una unidad. Esta unidad es a veces a-moral, porque puede originarse e ignorar las particularidades de su época y sólo ser fiel a sí misma. La creación puede ser así ingenua, egoísta, o comprometida y generar, al margen del juicio artístico sobre ella misma, uno diferente, pero formulado al autor.
Canciones medievales, goliárdicas, transgresoras, con su filosofía, honda y popular, su sentido festivo, son puestas a trabajar en una creación concebida para una gran orquesta, solistas, dos coros, coro infantil y ballet, que a la vez es capaz de rescatar mucho de aquel espíritu medieval.
Orff se vale, para el tratamiento de estas fuentes, de recursos del lenguaje de Stravinsky: cambios de ritmo, dados básicamente en las diferencias en los valores de duración de los compases, de velocidad, bruscos acentos rítmicos, enfáticos y una contención de la melodía. La diferencia parece de algún modo estar en la funcionalidad de este lenguaje elegido: mientras en La Consagración de la primavera es la fuerza embrionaria, el descubrimiento, el discurso que se abre a algo absolutamente nuevo, a la revelación de aquello que el ritmo y el timbre pueden producir por sí solos, en Orff este lenguaje parece ser un material puesto al servicio de algo. Recurrencias y repeticiones invariables de ritmos y sonidos, van creando una suerte de fuerza envolvente. No es salvaje, como en “La consagración de la Primavera”, ni presenta esas aristas en los timbres, sino que genera una suerte de efecto acumulativo y de expectativa. La voz suaviza el lenguaje y, lo mismo que la orquesta, se entrega a una explotación y exploración de la magia de esos sonidos sencillos que se repiten. En la orquesta es un despliegue percusivo, insistente en ciertos acentos, y en la voz, una textura que parece rescatar el valor arcaico y a la vez maleable del latín vulgar.
El solo hecho de que la obra termine como empieza, cantando a la rueda de la fortuna, mudable y adversa, cierra ese sentido de recurrencia y nos produce la revelación de que nuestro destino gira sólo como algo más en la rueda.
Cómo puede este mensaje estar consustanciado con el culto a la fuerza, a lo grandielocuente y a la superioridad germana de la estética nazi: simplemente, y más allá de la voz Hei, evocativa del saludo nazi, que se oye al final del número 10, Were diu werlt alle min (Si todo el mundo fuera mío) es una creación cuyo origen accidental (en un tiempo y un lugar) es sólo un avatar de la rueda de la fortuna.
El creador
Carl Orff nació en Munich el 10 de julio de 1895, y murió en la misma ciudad el 29 de marzo de 1982.
Ayudaría a entender este proceso de creación, el asumirlo como lo que fue: un gran educador, y un experimentador, que concibió un sistema de educación musical que va desde lo más simple a lo más complejo, y en él, a la voz humana como generadora de células rítmicas. Este concepto “percusivo” de la voz, es el que llevará a Carmina Burana. Su sistema estaba basado, de este modo, en la percusión y la voz, con ritmos vigorosos y punzantes. Volcó muchas de estas teorías en su Schulwerk (música para niños) elaborada entre 1930/35. Tuvo un acercamiento innovador a la educación musical para los niños, con quienes siempre trabajó combinando movimiento, canto e improvisación.
Su familia estaba vinculada al Ejército, y él mismo sirvió en el arma, durante la Primera Guerra Mundial, luego de llevar a cabo estudios musicales. En 1925 cofundó el Guenther School, para gimnasia, música y danza.
Pese a que Carmina Burana fue seguida por otras dos obras de un tríptico: Catuli Carmina (1943) y El triunfo de Afrodita (1953), poco conocidas y frecuentadas, ella, por sí misma, ha resultado ser no sólo acaso la obra sinfónica coral más popular del siglo XX, sino la única de esas características producida durante el nazismo.
No está claramente establecida la vinculación de Orff con el régimen. Pese a haber escrito, en 1944, una oda para el cumpleaños de Hitler, fue amigo de Kart Huber, fusilado en 1943 por ser uno de los fundadores de un movimiento de resistencia. Orff mismo, alegó formar parte de tal movimiento, lo cual tampoco está probado. El éxito y la popularidad de Carmina Burana no lo libraron de ser etiquetado, en alguna oportunidad, como artista degenerado.
Había sido prohibida la música de Mendelssohn, y el régimen lanzó una convocatoria para escribir una versión alemana de “Sueño de una noche de verano”. Orff fue uno de los pocos artistas en responder a tal iniciativa, aunque concluyó su obra mucho después.
Fue compositor de óperas-cuentos de hadas o fantástico populares (La luna, 1939), La Astuta (1953) y de óperas trágicas: Edipo Rey (1960) y Prometeo (1966).
Las fuentes medievales fueron una constante inspiración para Orff.
La obra
No tomaremos la obra desde su riquísima vertiente literaria, sino sólo desde algunos aspectos de su lenguaje musical. Su concepción en este aspecto parece sencilla. Hay un muy buen comentario en la grabación de Eugene Ormandy y la Orquesta de Filadelfia, que nos dice que lo rítmico adquiere supremacía en el método compositivo. La armonía se encuentra reducida a un estado de “primitivismo”: las partes vocales están casi siempre tratadas al unísono, en octavas y terceras y ocasionalmente en quintas, y los instrumentos acuden a otros intervalos, moderadamente disonantes a veces. La percusión tiene tanta importancia como las cuerdas o vientos. Aquí parecen residir algunas de las particularidades de su lenguaje.
Nos dice Horacio Lanci, quien además ha dedicado dos de sus programas de “Un viaje al interior de la música”, para analizar una obra que tanto ha transitado, que tal supremacía rítmica y el tratamiento percusivo no es característica sólo de Orff, que en realidad a comienzos del Siglo XX hubo una fuerte tendencia a tratar "todo" de manera percusiva: el piano en los conciertos de Bartók, la orquesta en La Consagración de Stravinsky, las voces en las Bodas (del mismo Stravinsky.) todo de la mano de poner al ritmo en primer lugar como parámetro musical a expensas de la melodía y la armonía (cosa que no se daba desde al Ars Nova del Siglo XIV). De paso era un rechazo frontal a toda la estética romántica y expresionista.
Pero es en el plano de la ejecución donde esta sencillez aparece en su real complejidad.
La percusión y el ritmo están dados en permanentes cambios en la velocidad y duración de los compases, sin cuya adecuada graduación, la obra perdería una fuerza y expresión vinculada esencialmente a esos elementos.
Si partiendo de la línea del coro, o de las de los solistas, seguimos la música con la partitura (la versión más lenta de Krysztof Penderecky, con la Orquesta del Estado de Cracovia permite este ejercicio con cierta comodidad) entendemos estas dos cuestiones: la sencillez de largas notas reiteradas o pasajes enteros que se repiten y el permanente cambio de velocidad y duración de los compases.
Por ejemplo el número 7, Floret Silva (La floresta se cubre), cambia a la manera que el “Círculo mágico de las adolescentes” de la Consagración: empieza con un compás de tres negras, pero el cuarto es de dos blancas, para volver, el quinto, a tres negras, el octavo es nuevamente de dos negras, así como el undécimo, los anteriores son de tres negras, y así sigue en esta alternancia, con una irregularidad que genera un efecto sugestivo. Este cambio altera la acentuación natural de los compases que en la escritura regular, están acentuados en el primer tiempo. Aquí, hay indicaciones de acentuación (en éste y en otros números) a veces en medio de un compás. También la velocidad varía en el tiempo de metrónomo, de 176 negras a 60 blancas y luego, a 84 blancas. Nada es estable y perder este ritmo es perder la obra.
Esto produce un contraste con la dulzura de otros pasajes como el número 17, “Stetit Puella” (Estaba una niña), el 21 “In trutina”(En la balanza), o en otros, como el 22 “Tempus est jocundus” (Gozosa es la estación), a la vez bellos y virtuosos. Algunos, como el “Chume chum giselle´min”(Ven, ven mi amor), son esencialmente melódicos. Hay aquí una honda diferencia con Stravinsky. Hay pasajes de gran compromiso vocal, por los agudos, en solistas y coro, como el 23 “Dulcissime” (Dulcísimo).
En “Veni, veni venias” (Ven, ven y ven), número 20 hay un ejemplo de lo comprometido de la obra en el coro, que a las variaciones rítmicas, de los acentos, y del stacatto en rápidas corcheas, debe sumarse que la línea de canto va pasando permanentemente de sopranos a tenores, que terminan cantando juntos en una altura en que cambia el tiempo, cambio al cual, sucede otro al compás siguiente, junto con un accelerando, a la vez que todo debe ser acentuado y separado: claridad, precisión, homogeneidad en tantas variaciones que deben sonar igual en orquesta y coro y encastrar perfectamente.
Los ejemplos podrían seguir en una obra que siempre habrá de parecernos extraña, porque no se reduce ni a las circunstancias de su gestación, ni a sus materiales ni a su lenguaje, sino que es capaz de provocar, a partir de elementos diferentes, y gracias a su combinación, un envolvente calor que viene en mucho del idioma arcaico en que están escritas las letras.
Es la presencia del tiempo y de lo que el hombre puede hacer con ella cuando es consciente de su propia precariedad, lo que viene a sernos revelado.
Este dulce mensaje es inseparable de las letras: la experiencia humana, por más única, por más eterna que parezca, por más jalonada de prodigios tecnológicos, se desvanece, se reduce al instante, a aquello que tenemos, a lo más inmediato y a la vez, a lo más lejano y profundo.
Es esa paradoja: cuánto más nos sepamos precarios y cuánto más humildemente pensemos nuestra condición, más cerca estaremos de otros semejantes que han transitado la historia antes que nosotros, y más formaremos parte de un todo. Ese todo es la rueda que eternamente gira.
Celebrémosla.

Eduardo Balestena

Carmina Burana, un rico mundo cifrado (I)

“Oh fortuna,/como la luna,/eres cambiante,/siempre creces y decreces;/ detestable vida,/primero presionas/ y luego te calmas” (Fortuna, emperatriz del mundo)

Es una rara fascinación la que despierta Camina Burana, de Carl Orff, tan vilipendiada a veces como música de la pantalla para escenas espectaculares, pero que guarda en su interior todo un rico mundo cifrado, tan remoto como presente en sus letras. Lejano y cercano a la vez. Lejano en el tiempo y cercano muchas veces en lo que nos dice, y capaz de iluminar nuestra condición humana en un mundo que, a primera vista, parece muy diferente.
Es una paradoja que una obra que parece moderna, en realidad no lo sea, y que su espectacularidad tenga su origen en canciones que nunca fueron concebidas pensando en lo espectacular.
Trataremos de indagar algo de su magia, primero en sus orígenes y versiones ajustadas a la estética de su época y en otra entrega, específicamente refiriéndonos a la obra de Orff.
Cantos y versos de Burana
La revista Allegro publicó, tiempo atrás un dossier de artículos (El mundo de Carmina Burana) que ilustraron una edición de la obra, en el cual se tomaron comentarios originales de Thomas Binkley, director del Studio der Frühem musik, que hemos de incluir, junto con otras fuentes, en nuestro breve recorrido.
Al producirse en 1803 la secularización de las bibliotecas monacales de Baviera, se conoció el conjunto original. El título le fue dado por el primer editor, el bibliotecario Schmeller, que los subtituló Poemas de Benedikbeuren, o en su forma latina, Carmina Burana (carmina es aplicable a canción y verso), es decir, Cantos o versos de Burana, aunque no es seguro que haya sido en ese lugar donde la colección fue reunida, sino en alguna parte del Tirol.
Los manuscritos –más de doscientas canciones- van desde el siglo XI tardío hasta el XIII. Sus lugares de origen son Occitania (sur de Francia), Francia, Inglaterra, Escocia (Saint Andrew), Suiza (Cartuja de Bale), Cataluña (Barcelona, las Huelgas), Castilla (Toledo), y Alemania. Muchas están escritas en sus leguas de origen. La mayoría lo están en latín, el idioma universal de la cultura por entonces.
De muchas, se conocen los autores, algunos eran goliardos: vagabundos o, mejor dicho, itinerantes, clérigos amonestados, monjes y estudiantes que viajaban de ciudad en ciudad. Deben su nombre a Golias, tomado como arquetipo del vicio, o quizás a la palabra latina guía. Sin embargo, el concepto de errabundo o itinerante era más fluido en la baja edad media, y no necesariamente se encontraba vinculado a fracaso y vicio, en una época en que era mucho más importante el medio oral que la palabra escrita, con lo cual se marca el predominio de lo popular y espontáneo como formas de arte y de la escritura como forma de fijación. La Edad media, época colorida y de gran fermento musical, en la cual el hombre se concebía comunitariamente, está muy lejos de ser una época oscura. Podríamos pensar que la nuestra, epidérmica, tecnocratizada, global y que soterra tanto la espontaneidad como lo popular, regida sólo por las leyes salvajes del mercado, acaso sí lo sea.
En el intento de recabar la opinión de intérpretes que hayan transitado las versiones primitivas y la de Orff, Marcelo Morillo, del grupo Languedoc, de El Bolsón, que ha editado una selección de 16 piezas de canciones de Carmina Burana (El Bolsón, junio de 2000), nos dice que sólo una parte del cancionero es goliárdico, precisamente lo fueron las obras que más interesaron a Orff. Muchas otras son de clérigos y apuntan a cuestiones filosóficas, o de denuncia social.
En la época en que Orff tomó contacto con este material (su obra fue gestada en 1935/36), no se encontraba descifrada su notación musical, una compleja escritura neumática. Los neumas (de espíritu, soplo), dice Pola Suárez Urtubey en su Historia de la Música (edit. Claridad, 2004) consisten en una serie de signos derivados de los acentos de recitación, e incluyen dos o más notas para cada sílaba. Luego del siglo XI, estas grafías adquirieron una altura determinada dentro de un esquema de líneas, así como una relación interválica. La escritura musical era, en esa época, una especie de ayuda memoria y los textos pasaban por varios copistas, de allí que puedan existir muchas variaciones con respecto a lo que realmente fue el original.
Las primeras versiones inspiradas en la notación neumática (dice Marcelo Morillo) fueron, en 1967 la de Studio der Frühe musik de Munich, y las de René Clemencic y Philip Phicket.
Un contexto intercultural
La poesía de Carmina Burana fue concebida para ser cantada. Muchas de las melodías se han perdido, otras se conservaron gracias a la práctica de emplear las viejas melodías con palabras nuevas.
El resultado es un cancionero que alterna textos concebidos desde la más pura búsqueda del lenguaje poético, a otros de variada índole pero que tienen de común con los primeros, la subyugante fuerza vital.
Una cuestión interesante (en esta época global) es la internacionalidad de las canciones. Ivonne Bordelois (“La palabra amenazada”, Capítulo 10 “Políticas de lenguaje”) critica la palabra globalización. Señala que “es una metáfora fundamentalmente falsa…el globo es un artefacto plástico, vacío. Hinchado, resbaladizo, frágil”. No hay compromiso, densidad ni conciencia, sólo tecnología. La verdadera multiculturalidad es el diálogo, la aceptación de las diferencias, la incorporación (en este caso expresiva) de otro a nosotros y de nosotros a él.
Veamos cómo se refleja esto en el cancionero de Benedikbeuren.
Thomas Binkley señala que existió una gran influencia árabe que “provino de contactos primitivos directos con maestros persas, y también a través de las cruzadas y por intermedio de los moros de España. Se evidencia sobre todo en la adopción de instrumentos exóticos, algunos, como el laúd, siguieron usándose en Europa”.
Hay tradiciones por debajo de los textos. Ellas los alimentan, les confieren identidad. Otro intérprete, René Clemencic dice que “el instrumental medieval era de una plenitud y de una riqueza de timbres increíble. Numerosos instrumentos musicales llegaron a Europa desde Medio Oriente…muchos de ellos han vivido sin cambiar hasta nuestros días”.
El cancionero parece ser la convergencia de todo un mundo, en el lenguaje y los temas. Así, hay varias versiones posibles de cada letra, según la región, la influencia o el modo de ser ejecutada. Eso mismo vemos en las de Languedoc y Theatrum Instrumentorum (Boloña, 1997), al interpretar las canciones Ich was ein Chint so wolgetan (que buena chica soy), In taberna quando sumus (cuando estamos en la taberna), tempus est jocundum (gozosa es la estación) y Bache bene venis (bienvenido Baco), éstas últimas, tomadas por Orff (saco las traducciones de la versión en inglés de Theatrum Instrumentorum).
En esta última, el material está reunido temáticamente: Carmina veris et amoris (cantos de primavera y amor), Carmina moralia (cantos éticos) Carmina lusorum et potatorum (cantos de juego y bebida) y Carmina divina (cantos sagrados).
Aquí las canciones deparan muchas cosas distintas al mismo tiempo: es una textura delicada pero muy vital, plena de timbres remotos que sin embargo parecen conocidos o al menos, resuenan así en nosotros. Su musicalidad, hecha de melodías simples y pegadizas, y de ritmo percusivo, es de una extraña belleza que, contra lo que se podría pensar, no es arcaica. Producen la sensación de que en el tiempo habitan cosas que parecían olvidadas por una extraña memoria universal, pero que de pronto nos hablan, y lo que nos dicen, nos concierne. Es la dulzura de antiguas lenguas, son historias lejanas y, al mismo tiempo, vigentes, en timbres que no tienen nada de tosco, que en las partes solamente instrumentales son extremadamente dulces. Hay en ellas una sensibilidad hacia un sonido íntimo, pequeño, pero que sin embargo no se concibe fuera de lo grupal. Las canciones celebran a un nosotros, a sus anécdotas, sus vicisitudes en un mundo que pretenden hacer más tolerable.
Carmina Burana tiene no solamente la presencia enigmática de algo que vuelve a cobrar vida y que contiene un poderoso mensaje, sino también un sentido: el de que sin importar los siglos que transcurran, no obstante las culturas y los lugares, seguimos siendo los mismos, aquellos que tienen el poder y aquellos otros que nos consolamos de la manera más genuina posible, produciendo creaciones con los materiales que hay a la mano, del modo más sincero y espontáneo, y que buscamos en ese camino, entender algo de la naturaleza humana y dejar un testimonio de ello.



Eduardo Balestena

Dos momentos de un siempre vigente clasisismo
La Orquesta Sinfónica Municipal, en su concierto del 15 de julio, contó con la actuación solista de Guillermo Zaragoza y la dirección del maestro Christian Baldini.
Obertura de la Flauta Mágica
Un tema no frecuentado pero que no resulta menor, es el modo como efectivamente formaban las orquestas a partir de la de Mannheim, donde se constituye el aparato orquestal moderno. Al analizar, en su serie dedicada a las sinfonías, pasajes de la Patética, Andre Previn plantea esa cuestión, al hacernos advertir que pasajes de primeros y segundos violines, tienen un sentido que se arma a partir de la escucha frente a ellos, y carecen de una significación aislada. Sin llegar a este extremo, por las obras que se abordaron, la disposición que adoptó Christian Baldini al ubicar a los segundos violines donde habitualmente están los cellos, y las violas donde van los segundos violines, dio un inesperado fruto: un detalle mayor, una claridad diferente y sonido que discurre abarcando los bordes opuestos del escenario. Se llegó al ensayo general con las obras ya muy preparadas.
La obertura de La flauta Mágica parece una pequeña sinfonía, organizada matemáticamente en un tiempo de corcheas y que a partir de una dulce y misteriosa introducción, plantea un allegro del cual se pudo advertir el armado, en los pasajes en las cuerdas, en un sonido absolutamente homogéneo y que plantea un exigente crescendo al final.
Concierto nro, 4 en sol mayor, op.58 de Beethoven
Con gran acierto, el violinista José Daniel Robuschi dijo del concierto de Dvorak para el instrumento “hay conciertos que parecen más de lo que son, y otros que son más de lo que parecen”. Esto podría predicarse del cuarto de Beethoven, estrenado, con la cuarta sinfonía y la obertura Coriolano, en marzo de 1807. Su escritura es coetánea con la de la quinta sinfonía y Leonora.
Confrontado con el “Emperador”, parece una obra hecha de despojamiento, sin efecto alguno, y de una escritura “aforística” donde todo resulta esencial, y todo ello es cierto, pero no significa que tenga una complejidad menor. Es un pensamiento musical que parece austero, pero que está hecho en la exactitud.
Guillermo Zaragoza rescató en su interpretación la claridad de una obra donde las dificultades son muchas, y pudo darle el sentido de un discurso que siempre debe parecer fluir con naturalidad, sencillez y expresividad, pese a lo profundo y trabado que en realidad es, una profundidad que comienza a ser advertida a poco que se repare en ella, porque la propuesta de la obra es, en apariencia, más liviana.
Sinfonía nro.4, en si bemol mayor, opus 60 de Beethoven
Christian Baldini señalaba que Beethoven había interrumpido los esbozos de la quinta, para escribir esta cuarta sinfonía, donde se utiliza, en otra tonalidad, y trabajada de otro modo, la célula rítmica que vertebra a la quinta.
Ante ella, si bien no estamos ante esa dialéctica de oposición de las sinfonías impares, sí estamos ante la fuerza constructiva beethoveniana que pugna entre la precisión clásica y su desborde. Con excepción del enigmático inicio del primer movimiento, que contrasta con el vibrante tratamiento rítmico posterior, y del Adagio, exigente en otro sentido, el resto de los arranques son bravos y arriesgados. A diferenta de la quinta, no acumula tensión y parece, aun en su estética marcada y tajante, más flexible melódicamente, pero el criterio más clásico, no la hace menos vibrante y original, con esas exigencias dinámicas, esos pasajes camarísticos que se resuelven en un nuevo tutti orquestal. El discurso beethoveniano oscila entre vigor y dulzura. Es exigente en la orquesta, pensada como un todo y en una cuerda muy rápida en el último movimiento. Pide vehemencia, pero a la vez, como muchas obras del repertorio clásico, exige exactitud. Y allí está el desafío de hacerla por una orquesta que rescató ese espíritu.
La conversación con directores e intérpretes trae siempre la letra chica, la que no está en los libros de música y que pasa por una experiencia y una actitud, humilde e interior, ante la obra, que solo viene de amarla, respetarla y conocerla, de rendirse, una y otra vez, ante su misterio y renovarlo. Es el caso de Christian Baldini, marplatense, hoy residente en Estados Unidos y con quien la charla deviene espontánea, simple y enriquecedora.
La Sinfónica Municipal fue la primera orquesta que escuchó en vivo, con lo cual ha resultado significativa la experiencia de poder dirigirla y hacerlo desde la experiencia que, aun en su temprana edad, pudo formar, ya que es además compositor. Una de sus obras fue interpretada recientemente en Inglaterra.
Esperemos que nos sea dado alguna vez conocer a Chirstian Baldini como compositor, así como sería esperable que nos fuera dado el acceso a tantos compositores argentinos, ya que hay una eterna deuda impaga hacia ellos.



Eduardo Balestena

Antonin Dvorák.
En el centenario de la muerte de Antonin Dvorák, -acaecida en Praga el primero de mayo de 1904-, es necesario pensarlo, además de como un músico de permanente vigencia, en lo que significó, en la segunda mitad del siglo XIX, su inspiración a la vez subjetiva y nacional.
Concibió una muy extensa obra, en diferentes estéticas, y en distintos géneros. De este verdadero cosmos musical se transita mayormente la Sinfonía nro.9, opus 95, del nuevo mundo (1893), la Octava, opus 88 (1889), el Concierto para cello opus 104 (1895), las Danzas eslavas opus 46 y 72 (1878 y 1886) el Cuarteto Americano, opus 96 (1893) y algo menos, las Sinfonía nro.7, opus 70 (1884-85) y el Concierto para violín, opus 53 (1879).
Había nacido en el corazón de Bohemia el 8 de septiembre de 1841, en la localidad de Nelahozeves, a unos treinta kilómetros de Praga. Fue el mayor de ocho hermanos. Su padre, carnicero y posadero, era músico aficionado. En su niñez, oía fascinado a las bandas gitanas y tocaba el violín para los clientes de la posada. Su maestro Antonin Liehmann, fue el gran impulsor de sus estudios y quien convenció a su padre de que lo enviara a estudiar a Praga. El personaje de su ópera El jacobino, es un sentido homenaje a Liehmann.
Bohemia.
La concepción nacional de Dvorák –abierta por Bedrich Smetana, 1824-1884, con quien tuvo amistad, y que rescató valores medulares más que un color local - no era una posición estética fácil en la época en que gestó sus obras más significativas en esa concepción –posteriormente tuvo una etapa más universal-.
La historia de Bohemia, llamada “El Conservatorio de Europa”, no fue fácil.
Los eslavos llegaron a su plenitud con la fundación del Gran Imperio Moravo (830/906) invadido luego por los magiares y que cayó, a partir de 962, bajo la influencia del Sacro Imperio. Con el fin de contrarrestar la influencia eclesiástica de Roma, el Príncipe Rotislav solicitó del emperador de Bizancio, el envío de eclesiásticos eslavos. Así, Cirilo y Metodio de Tesalónica, predicaron en eslavo y tradujeron textos de la liturgia a ese idioma. Nació así el alfabeto glagolítico. Ello es importante en el nacionalismo musical checo ya que Leos Janacek (1854-1928) –junto a Smetana y Dvorák, uno de los músicos nacionales más importantes-escribiría su Misa Gragolítica precisamente en ese idioma (el Maestro Horacio Lanci, en su programa de la serie “Un viaje al Interior de la música” dedicado a los Kyries, difundió el de esta misa del autor de Taras Bulba).
Siglos después, los checos se levantarían contra el dominio teutón y serían derrotados en la batalla de la Montaña Blanca (1620), episodio que inspiró a Dvorák su cantata Hymnus, opus 30, de 1873, cuyo estreno causó gran impresión.
El pueblo fue obligado a hacerse católico y a hablar el alemán. El checo fue prohibido durante doscientos años, pero sobrevivió en las zonas rurales.
Los músicos y artistas de la generación de Dvorák, vivieron este desmedro de lengua y cultura como un estado normal, aprendieron alemán y se desarrollaron bajo la influencia germana. Algunos incluso se cambiaron el nombre. Dvorák, como una profunda cuestión de identidad, un modo de percibir y de sentir, desechó la influencia germana y luchó por el rescate del idioma checo–en misas y óperas-.
Un músico de la síntesis.
La escena musical estaba, hacia el romanticismo tardío, dominada por el germanismo wagneriano y la música programática –sujeta a programas literarios-. Artistas como Brahms, cultor de la música pura, eran la excepción. Precisamente de Brahms recibiría Dvorák un concreto apoyo y una gran influencia. El creador hamburgués, tras formar parte de un jurado que le otorgó una beca, se interesó en su trabajo y le recomendó a su editor Simrock que publicara los Dúos Moravos. Dvorák mantendría con Simrock –a cuya expresa solicitud escribió las danzas eslavas del opus 72- un vínculo no siempre fluido.
La popularidad tanto de las danzas húngaras de Brahms como de las eslavas de Dvorák se debió a que, a diferencia del siglo XVIII, en que se editaban obras ya conocidas, en el XIX, los editores buscaban promover composiciones para piano a cuatro manos, o para dos instrumentos, y popularizarlas. Estas piezas –que, en la consolidación de la música como una producción y del músico como un artista independiente, abrieron un mercado y un público- fueron orquestadas posteriormente, por los propios compositores y por otros. Simrock publicaba esta clase de obras de Dvorak, pero se resistía a hacerlo con sus sinfonías (el caso más notorio es el de la Octava, una de sus obras más acabadas). En esa primera etapa, el músico checo encontró un ámbito de expansión en las pequeñas formas, donde su espíritu de síntesis, inventiva y lirismo serían cruciales para su consagración.
Dvorák fue influido por Brahms, con quien comparte la sonoridad calma y depurada, mas no ciertos matices de oscuridad nórdica, y por Schubert, a quien admiraba y cuya música conoció muy profundamente. Su estética, en la etapa de madurez, utiliza las formas en función de su dominio y como soporte de una sensibilidad. No quiso ser un teórico ni un cultor de la forma por la forma.
El equilibrio formas-folclore, plantea un enorme problema: que las raíces populares no son fáciles de recrear desde el lenguaje formal, en el cual no encuentran un modo de expansión. Sin embargo, en su forma original, las posibilidades expresivas parecen sin embargo limitadas. Dvorák no usó propiamente melodías populares, lo que resulta nacional es su sensibilidad y su modo de concebir melodía y color.
Oficio musical y autobiografía.
Dvorák ejerció y conoció el oficio musical, primero acompañando a su padre en celebraciones campesinas, luego como violista de la Orquesta del Teatro Provisional de Praga (1862) y organista de la Iglesia de San Adalberto.
No toda su obra obedece a las mismas inquietudes estéticas ni a los mismos estímulos. El Stabat Mater opus 58, terminado en 1877, inspirado, como una larga serie entre la cual hay que destacar el Stabat Mater de Pergolesi (1735), por el poema del franciscano Jacopone Da Todi, es un testimonio personal y un hito. Dvorák perdió a tres hijos, Josepa, muerta a poco de nacer, el 21 de septiembre de 1875 –para quien escribió el Trío en Sol menor opus 26-, Ruzena, de un año de edad, desaparecida el 13 de agosto de 1877, y Otokar, su primogénito, fallecido a los tres años de edad, menos de un mes más tarde, el 8 de septiembre de 1877; luego de ello, concluyó el Stabat Mater en seis semanas. Su estreno causó una gran impresión. Fue ejecutado con gran éxito en Inglaterra, etapa a la cual pertenece la Séptima Sinfonía opus 70, en re menor.
Escribió una larga serie de óperas, y obras líricas –entre ellas Rusalka, Dimitri, el Oratorio Santa Ludmila, el Té Deum y las Canciones bíblicas-. La ópera es el género en el cual probablemente haya esperado dejar su gran legado nacional. Sin embargo ha trascendido más que nada como sinfonista -vena que opaca también a sus poemas sinfónicos como La Bruja del mediodía –que narra la muerte de un niño- y la Paloma del Bosque, opus 110.
En aquel género debemos distinguir entre experiencias como la Sinfonía del Nuevo mundo de otras. Se trata de una obra esencialmente eslava, pese a que su segundo movimiento, Largo se inspira en el poema de Hiawata, de Longfellow. El jefe indio Hiawata ha debido arrojar anualmente a una joven como ofrenda a los espíritus de la catarata. Su esposa Minnehaha se ofrece al sacrificio, y el llanto de su despedida es la voz del famoso solo de corno inglés.
La Octava,-en sol mayor- es en cambio más espontánea y honda desde el propio inicio, en las sonoridades medias de la cuerda, con una melodía clara y emotiva. En ella el impulso y la madurez de la invención son quienes llevan a las formas. Algo así puede decirse también del soberbio Concierto para cello, en si menor, que incluye fuentes folclóricas estadounidenses, por la exploración de las sonoridades del instrumento solista y el permanente despliegue de ricas melodías. El nacionalismo, incorporado en sonoridades y frases, ya no es una decisión sino un lenguaje en pos de la inventiva melódica, a partir de un dominio absoluto de la paleta orquestal. Este proceso se hace evidente en sus sinfonías, que van desde la evocación de la número 1 –Las campanas de Zlonice, la ciudad donde fue a vivir cuando tenía doce años- hasta la suerte de despegue que hace en la número 5, donde el melodismo se impone ante toda retórica.
Resultan significativas las palabras con las que se definió: “Soy lo que soy, un humilde músico bohemio”, fue humilde pero seguro de su genio, autoexigente, nutrido por su fe, su credo nacional y más que nada por su lirismo y dejó una obra que, como la de su admirado Schubert, tiene además del genio, ese definido sello amable, transparente e inagotable.
Quizás en esta profesión de fe sencilla, optimista, familiar y a veces ingenua de un hombre que sólo se encontraba plenamente gusto en el campo, podamos encontrar además de un genial músico, un ser inspirador.

Eduardo Balestena

(nota publicada en 2004, en el centenario de su muerte)

Sustancia tan delgada como el aire
La Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el Maestro José María Ulla contó, en su concierto del 9 de octubre, con la actuación solista del violinista José Daniel Robuschi.
Mendelssohn
El 6 de agosto de 1826, Mendelssohn terminó la Obertura de Sueño de una noche de verano (opus 21). Tenía 17 años. Había leído, en su idioma original, obras de Shakespeare y viajado incansablemente. Hubo una adaptación de Sueño de una noche de verano, de Ludwig Tieck, donde un niño llegaba al mundo vedado de las hadas y era testigo de la boda entre Oberón y Titania. Mendelssohn pudo ser ese personaje asomado más allá del espejo en esta obra que se abre con dos flautas (Laura Rus y Federico Gidoni) en mi y sol sostenido, hasta que el acorde se amplía con dos clarinetes (Mario Romano y Gustavo Asaro), hacia un si mayor, hasta la llegada de los fagotes (Gerardo Gautín y Karina Morán), donde el acorde se ensancha en un la menor. Con dos oboes (Andrea Porcel y Guillermo Devoto) y los cornos (José Garrafa y Jorge Gramajo) llega el si mayor que es la tonalidad de la obra. Hay luego un intrincado trabajo de las cuerdas, que parecen venir del otro lado del espejo de ese mundo al que acabamos de acceder y luego la obra se cierra la como se abrió.
Dvorák
José Daniel Robuschi interpretó luego el concierto para violín y orquesta en la menor, opus 53 de Dvorák.
No podemos entender claramente la magnitud de su logro, sin pensar en la estética de Dvorák, quien de niño (en la posada de su padre) oyó fascinado a los violinistas itinerantes, y que luego fue violista de orquesta. Acertadamente, José Daniel Robuschi nos decía que hay conciertos que parecen más de lo que son y otros, que son más de lo que parecen, en referencia a los desafíos técnicos que plantea la obra, y al hecho de que poder llegar a su espíritu entraña hacer que esas dificultades no se vean. Ello sólo se logra a partir de un dominio absoluto de la dinámica y una estética.
Dvorák lo escribió (en 1879) para Joseph Joaquim, quien retendría la partitura dos años, introduciéndole arreglos y demorando su estreno. El hecho de que haya sido escrita por un violinista y revisada por un virtuoso, hablan a las claras de lo que significa abordarla. Tiempo atrás, el maestro Washington Castro decía que el violín puede ser un instrumento agresivo. Valga como idea para pensar que hay conciertos virtuosísticos y otros que se valen de estos elementos en función de otros, puramente musicales. Es el caso de esta obra. El material temático es tan rico que el intérprete debe poder alumbrarlo adecuadamente. El segundo movimiento está inspirado en la música popular y el furiant, del último movimiento, introduce el tema de esa danza checa: no es simplemente introducir material popular, sino que se hace luego con él, trabajándolo hasta sus últimas posibilidades a partir del diálogo con el resto de los instrumentos.
No es comprensible que esta obra no se encuentre entre las más conocidas y transitadas del género, pero sí es notable la versión que pudimos escuchar, por un músico sin fisuras, que supo transitar y explotar todas sus posibilidades, en un diálogo con la orquesta (que aunque quizás no sea musicalmente el del concierto para violoncello, una verdadera sinfonía con instrumento solista) es siempre fresco, inventivo y fluido y (por lo que se trabajó en el ensayo) nada fácil de lograr.
En la segunda parte se interpretó la Sinfonía nro. 8, en sol mayor, opus 88, una de las más hermosas y logradas de Dvorák. Escrita en 1889, utiliza en ella la de sol mayor, tonalidad no frecuente en sus contemporáneos románticos, con lo cual de algún modo vuelve a la luminosa tradición de Hydn. Corresponde también a otro período del autor, donde regresa a las fuentes checas pero desde una invención más libre, menos programática y con una atención menor a las formas, pensando musicalmente en términos de pura invención.
Se inicia en las tonalidades medias de la cuerda y en cornos en lo que es un movimiento anticonvencional. El solo de flauta preludia el desarrollo del movimiento. El lirismo ya no nos abandonará y habrá de sorprendernos a cada momento. Es muy diferente de su anterior, la séptima, con sus tonos algo sombríos, aquí, esa suerte de recurrencia en las figuraciones de la flauta, que rematará en el solo virtuoso del último movimiento (a cargo de Federico Gidoni) definen este carácter. Dvorák suscita un sentimiento especial entre los músicos. Sin esta magia (que quizás los griegos llamarían daimon), no es posible interpretarlo (el daimon estuvo con nosotros esa noche).
Como lo dice el propio Shakespeare en Romeo y Julieta, se trata de sueños. La música es un largo y ordenado sueño, lleno de inventiva y su sustancia es el aire, un aire donde todos los talentos convergen una y otra vez, hacia el renovado asombro con que Mendelssohn y Dvorák pudieron trabajar el sonido y hacerlo la más sólida de las esculturas

Eduardo Balestena

miércoles, 4 de noviembre de 2009


Anima eterna (sobre las versiones historicistas de la música)
La audición de la Fantasía para un Gentilhombre (1954), de Joaquín Rodrigo (1901-1999), viene a suscitar una serie de reflexiones sobre la música.
El título alude a Andrés Segovia (1893-1987), quien la encargó y estrenó. Rodrigo se basó en estudios (Instrucción de música para la guitarra española) y danzas de Gaspar Sanz (1640-1710), y, con un instrumental actual, hace sonar la obra como lo que es: la evocación de la sonoridad prebarroca, no solamente en las formas, sino también en los timbres (por ejemplo en esos acordes de la Caballería de Nápoles, del segundo movimiento, donde flauta, oboe y fagot evocan un sonido de danzas renacentistas).
Obra breve, tratada como una miniatura, sutil y compleja, escrita por un no vidente, que es absolutamente luminosa: en su tratamiento, en su resultado estético, en la pureza de su sonido, y en lo que puede pensarse a partir de ella, responde a un claro postulado: la libertad de una fantasía.
La guitarra para la que escribió Sanz –que había estudiado en Italia- era diferente a la moderna, y los ritmos de sus danzas, ricos y asimétricos, fueron siendo incluidos en otras formas: ¿Cómo sonaría en realidad su música en una guitarra de cinco cuerdas, con cuatro pares de cuerdas dobles, y otra afinación? Rodrigo, con recursos modernos consigue resonancias antiguas, pero no son enteramente antiguas: como La valse de Ravel, o el Vals Triste de Sibelius, tienen el sentido de una rica y fina evocación. Las sonoridades de Rodrigo son lo real para nosotros: permiten el puro placer de su música, espontánea, fluida, refinada e intelectual. La música de Gaspar Sanz es lo evocado, lo irreal.
La objetividad de la música
Escuchar obras como las de Rodrigo, versiones como las de Jordi Savall (Barcelona, 1941) de la música de Saint Colombe (muerto en 1700), o Marin Marais (1656-1728), o la discografía historicista, nos lleva a asumir que el instrumental y los criterios actuales, son un modo de acceder a la música, que no es objetivamente de una manera, sino que esa objetividad es un hábito cultural.
Pero también nos lleva a otros cuestionamientos, como el de si es válido un fundamentalismo que postule un criterio absolutamente histórico. Así, la interpretación de Tom Koopman, de las Variaciones Goldberg, con todos los adornos escritos originalmente en la sarabanda inicial, me parece inferior a la de Maggie Cole (la mejor, muy lejos, de las que he escuchado, las dos de Glenn Gould incluidas), que, como Wilhem Kempf en el piano, los suprimió. La fidelidad pura no hace a una obra ser mejor, podríamos, quizás falsamente, generalizar.
Pareciera que no son las especulaciones, sino los resultados lo único que tiene valor, de este modo, la objetividad del hecho musical se reduciría a sus posibilidades de romper hábitos de escuchar, plantear cuestiones, pero, más que nada, de generar posibilidades de belleza.
No es un afán objetivista el que tuvo Rodrigo, en quien se funden el puro placer sonoro con la orfebrería: es más bien un estilo, una sensibilidad, un lenguaje propio que revela cuánta belleza había en formas arcaicas.
Ramiro Andino, del grupo Mr Banister (en recuerdo de la primera persona que organizó un concierto público, llevando así a la música de las casas de los nobles a la burguesía) señalaba que no hay un sonido original posible, porque, al menos respecto a la edad media y el renacimiento, no existía entonces el concepto de público. Eran otros instrumentos, otra cultura y otro significado de la música.
Instrumentos
La orquesta actual hereda la conformación de la de Mannheim, que conoció Mozart, la diferencia reside en que las cuerdas eran originariamente de tripa, y se tocaban sin vibrato (la oscilación del sonido conseguida mediante la vibración de la mano izquierda). Los vientos tenían menor volumen. Ello se nota, particularmente en las versiones de John Eliott Gardiner (Dorset, 1943) de las Sinfonías de Beethoven (que conocí por primera vez en los programas de Un viaje al interior de la música, del maestro Horacio Lanci), donde instrumentos como el fagot parecen bastante irreconocibles a los oídos de hoy.
A los músicos, en general, no les gustan estas versiones y señalan que los instrumentos antiguos eran menos seguros, más estridentes, y menos precisos.
El resultado de Gardiner es muy superior a las versiones modernas de las mismas sinfonías, sin embargo uno se pregunta si no estaremos escuchando instrumentos y criterios históricos con un talento y una precisión que quizás no existieran en esa época, y recordamos las quejas de Mendelssohn sobre la ejecución de las orquestas italianas que pudo escuchar en su viaje por la península.
Las versiones de Gardiner con la Orquesta Revolucionaria y Romántica, y el Coro Monteverdi, nos hacen virtualmente oír a las sinfonías de Beethoven por primera vez, la octava, por ejemplo. La quinta o la novena, en los tiempos originales de metrónomo, son obras completamente diferentes, donde no es tan importante el volumen sonoro, y se vive un sonido más pequeño, rápido, tajante y a la vez más cálido y que sin embargo, en la mayor velocidad, es también de mayor claridad.
Un barroco de relieves
Pero la idea de las versiones historicistas, si bien parece haberse impuesto después de la grabación de Nicolaus Harnoncourt (Berlín, 1929) de las cuatro estaciones de Vivaldi, no es nueva, sino que comienza en el siglo XIX, cuando Francoise Joseph Fètis (1784-1871) aumentó el instrumentario del Conservatorio de Bruselas con hasta un total de 1500 instrumentos antiguos, y dio un concierto al que asistió el violinista Arnold Dometsch (1858-1940), quien reunió un consort de violas da gamba. Lo mismo (dice el músico Joan Vives en su artículo Criterios históricos o la revitalización de una estética de la interpretación (http://www.terra.es/) sucedió más tarde con el laúd y la flauta de pico. La literatura de viola da Gamba ha sido magníficamente recreada por Jordi Savall, y abordada por el conjunto Espectro de la rosa.
Luego de Hanoncourt, aparecieron otros solistas y grupos, como Reinhard Gobel (Música Antigua Köhl), Christopher Hogwood (Academy of Ancient Music), Trevor Pinnock (The English Concert), Tom Koopman (Ámsterdam Baroque Orquestra), John Elliot Gardiner (Coro Monteverdi y Solistas Barrocos Ingleses), William Christie (Les Arts Florissants), Phillipe Harrenweghe (Colegium Vocale), Jordi Savall (Hesperion XX). Son anteriores aportes como el de René Clemencic, a quien citamos en la serie de artículos sobre Carmina Burana
Las obras de Vivaldi y Bach en versiones como las de Academia Bizantina o Café Zimmermann, nos presentan a un barroco lleno de relieves, con velocidades más elevadas, un mayor virtuosismo, acentos motívicos más marcados, y un sonido que, aunque más rápido, resulta más cálido e íntimo. También la de Nigel Kennedy, de las estaciones, sin instrumentos de época, depara sorpresas similares.
El pasado surge así como algo que parecía conocido, pero que en realidad contenía posibilidades nuevas.
El músico Joan Vives, señala algo que podemos apreciar en grabaciones como la de Christian Zacarías y la Orquesta de Laussane, de los conciertos nros. 9 y 25 de Mozart, que no se trata sólo de usar instrumentos originales, o réplicas, sino de los criterios de interpretación. Puede tratarse de instrumentos actuales, pero ejecutados con otras ideas. No obstante, al escuchar los cuartetos con piano, por Paul Badura Skoda (Viena, 1927), en fortepiano, y el Cuarteto Festetics, o las sonatas de Mozart por Ronald Brautigam en el mismo instrumento, sentimos que esa música guardaba secretos, y que recién nos asomamos a ellos.
Como diría Horacio Lanci, puede que el romanticismo haya impuesto modos de sensibilidad, hábitos de pensar y de escuchar la música. Las dinámicas son un ejemplo (señala Joan Vives): en lugar de grandes crescendos, la estética barroca era más sutil, y las variaciones dinámicas se daban compás por compás, nota por nota. Un ejemplo es el recurso messa di voce, o son enflé, es decir las notas infladas, particularmente las largas, que comienzan suavemente, se intensifican y luego la intensidad vuelve a bajar. Quizás sea por eso que las interpretaciones historicistas del barroco parecen tener tantos relieves, a la vez vehementes y sutiles: se trata de pensar en distintas unidades, más pequeñas, no frases, sino sílabas, y aun, letras; resulta muy claro apreciarlo en las obras para Viola da Gamba, donde las notas, rara vez mantienen la misma intensidad a lo largo de su duración. También el vibrato es diferente hoy, ya que habitualmente es usado en toda la extensión de las obras, y en el barroco, si bien era un recurso conocido, era empleado más puntualmente.
Sin embargo, por ejemplo en la interpretación de la suite en la menor de Telemann, por Dan Laurin y el conjunto Arte dei Suonatori, choca un poco la ornamentación, como en las variaciones Goldberg, de Tom Koopman: sin embargo, la ornamentación era la norma entonces, e incluso, había adornos que, de tan habituales, no eran escritos en la partituras, con lo cual, no hay forma de saber cómo realmente eran interpretadas.
También la afinación varía. En el diapasón actual, el la, tiene entre 442 y 445 vibraciones por segundo. En el barroco tenía unas 415, e incluso menos, es decir, entre medio tono y un tono por debajo. De tal modo, la sonoridad era más grave y apagada y con ello, más íntima.
Anima Eterna
El ensamble Anima Eterna, dirigido por Jos Van Immerset (Amberes, 1945), ha interpretado desde las obras del barroco, a las de Tchaicovsky y Brahms con criterios historicistas e instrumental antiguo. Particularmente en Brahms, la versión de las Variaciones opus 56ª, sobre un tema del coral de San Antonio, es mucho más grácil y clara que la de Karajan con la Filarmónica de Berlín. Lo mismo sucede con las sinfonías, particularmente la cuarta, que en la discografía habitual suele ser más lenta y menos clara y que en las orquestas de cámara es más precisa y nítida: en este caso, el resultado no pasa simplemente por lo historicista de la versión.
Entonces ¿es posible pensar a la música en términos de evolución, si es que estamos postulando una suerte de involución?, o ¿será más bien que, como sostiene Horacio Lanci, la música no evoluciona, sino que cambia? ¿Cambia la música o cambiamos nosotros? Al redescubrirla, ¿no estaremos simplemente captando algo de su anima eterna, sintiéndonos ser más relativos? Al redescubrirla ¿no estaremos asumiendo que eso tan conocido podía ser tan diferente? ¿Es todo más relativo o somos nosotros más relativos, ante una música que tiene el enorme poder de cambiar y a vez ser la misma? La música, en efecto, tiene un alma, pero sus manifestaciones parecen sujetas a cambios, los que imponemos nosotros con nuestros hábitos.
Eso podemos pensarlo al confrontar las insuperables versiones de Jos van Immerset de las últimas sinfonías de Mozart (la 40 y la 41) en las que aparecen como obras profundas, ajustadas, algo oscuras y muy virtuosas, en suma, un mundo sonoro nuevo, a partir del cual las sinfonías finalizaron con una suerte de declaración, seria y compleja. Las mismas obras, en las versiones de Günther Wand (1912-2002) con la Orquesta Gürzenich de Colonia son más plácidas y dicen algo diferente: no revelan tanto el mecanismo ni recrean el sonido original, sino que producen sensaciones acaso más subjetivas; algo parecido sucede con la sinfonía Haffner por Sir Thomas Beecham (1879-1961) y la Filarmónica de Londres. Las obras, entonces, son algo inasible que se manifiesta, sin agotarse, por los caminos que la cultura de una época les brinda.
Simplemente sucede
La Maestra Susana Frangi dice que la música sólo se hace, con lo cual postula que pensarla es un ejercicio secundario a los de hacerla y vivirla. Algo parecido a lo que dijo Borges cuando afirmó que “la literatura, simplemente sucede”.
No podemos volver el reloj atrás y decir que tal sonido es el original de una época. Sí podemos, al hacerlo, acercarnos al espíritu de una época y al de una obra, y a la idea de una eterna búsqueda.
Algo siempre cambia y algo siempre queda. Las épocas que parecen lejanas se hacen cercanas, al mismo tiempo que el mundo más cercano se hace más hostil y superficial, más íntimamente lejano. También esto nos dice la música al reencontrarnos con un poder de ensimismamiento, de intimidad y calidez y con todas las preguntas que, por suerte, siempre nos deparará el camino del arte.


Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

martes, 3 de noviembre de 2009


Claridad, Fuerza y matices
Gracias al soporte de la embajada de Alemania el maestro Georg Mais volvió a dirigir nuestra Sinfónica Municipal en su segundo concierto del año, el 13 de enero, en el Teatro Colón.
Sinfonía nro.39, en mi bemol K.543 de Mozart
Abrió el programa esta sinfonía, acabada el 26 de junio de 1788, cuando el estreno de Don Giovanni, inmensa obra que tantas innovaciones incorpora, era un fracaso en Viena. Es de factura esencialmente clásica y formalmente perfecta. Forma parte del tríptico de las tres últimas de Mozart. Es una obra maestra de contrastes: por un lado, parece un tributo a Hydn mas tras la claridad, la felicidad y la armonía, observa una casi imperceptible oscilación entre luces y sombras. Sin embargo, fue escrita en uno de los períodos más oscuros de la vida de Mozart, cuando, viviendo en los suburbios de Viena pedía dinero a su amigo masón Johan Michael Puchberg, rico negociante (“¿Muy querido hermano! Su sincera amistad y su amor fraterno me animan a pedirle un gran favor…”). La obra fue concebida entre dos de sus más desgarradas cartas.
La claridad la atraviesa aun en los momentos de melancolía. Atraviesa su carácter danzante, más que nada en el minueto. Es desde esa claridad que debe llegarse a su sentido de matices, contrastes vivos y medidos arranques melódicos. Obra contenida e imaginativa a la vez. Para decirlo de algún modo, la claridad exige matices y eso se reflejó en una interpretación de relieves muy marcados.
Verla ejecutar es advertir, en primer grado, las dificultades en las cuerdas, principalmente en los violines, más que nada en el segundo movimiento, que salió mejor en el concierto que en el ensayo general, a la inversa que el cuarto. Las cuerdas, en la orquesta mozartiana, son una ventana y un cristal. Se ve a través de ellas pero no deben verse ellas. Los metales se destacan en el bello pasaje de los cornos en el primer movimiento, y las maderas, particularmente en el tercero, con el solo de clarinete en el minueto (Mario Romano) con alternancias del segundo clarinete y el fondo de los cornos, pasaje que conduce al arranque de las cuerdas. Una obra al parecer sencilla, pero que está muy lejos de serlo.
Sinfonía nro. 7, en la mayor, opus 92, de Beethoven
Cuando en 2003 el maestro Zaben Vardaian dirigió esta obra, recordamos la película “Donde mueren las palabras”, de 1946, dirigida por Hugo Fregonese, con un inolvidable Enrique Muiño, donde de algún modo se la define por lo que es: un espíritu danzante, dionisiaco, rítmico, de estallido y de una tensión, que a diferencia de la quinta, es gozosa. La película es además una antológica versión de ballet, por bailarines del teatro Colón.
Beethoven ha podido, a lo largo de su obra, utilizar elementos rítmicos y enriquecerlos, a través de sucesivas modificaciones, y dotar a cada obra, a partir de similares ideas constructivos, de una personalidad propia.
No obstante, no es todo impacto rítmico, el segundo movimiento discurre hacia una combinación entre el ritmo y sus posibilidades de establecer pasajes de dulzura en los cuales este elemento parece pugnar por transformarse en melodía.
El allegreto reelabora estos elementos y los intensifica en una muy cuidadosa construcción, con un dulce tema armónico en las maderas mientras que metales y primeros violines trabajan el elemento rítmico. Es una apoteosis donde el ritmo, de une enorme energía, se hace danzante.
El finale retoma, con una especial riqueza, el elemento rítmico contenido en el inicio que alcanza la posibilidad de sus límites expresivos.
No es una sinfonía más. Tiene una fuerza y un encanto propios y exigencias, también propias. No puede ser interpretada simplemente a partir de su dinámica, exige precisión, entrega y dar a ese paroxismo, el color propio sin el cual, sería simplemente una estructura musical.
Más allá de tres puntuales momentos de indefinición, en el comienzo y en el final del tercer movimiento, se obtuvo una séptima llena de fuerza y magia, lograda con solo cuatro ensayos, lo que es elocuente en más de un sentido: en cuanto al director y a la orquesta en trabajos de semejantes requerimientos.
El maestro Mais ha dejado esa sensación de solidez y brillo en las dos oportunidades en las que, felizmente, ha podido estar con nosotros.
Dio a la séptima ese balance entre la incipiente dulzura que requieren sus melodías y la enorme fuerza que genera su concepción rítmica. Trabajó particularmente este aspecto de definición y claridad en los ataques que abren sus movimientos, todos riesgosos, en una orquesta que supo plasmar dos lenguajes (Mozart y Beethoven) tan diferentes.
Destacaron como solistas Paula Zavadivker (oboe), Federico Gidoni (flauta), Mario Romano (clarinete), y la línea de metales.


Eduardo Balestena

Profundidad
La catedral fue el marco del concierto del 17 de diciembre de la Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida el Maestro Guillermo Becerra, y con la actuación solista de Laura Rus, Federico Gidoni y Aron Kemelmajer.
Reminiscencias
La primera obra fue Reminiscencias, del propio Guillermo Becerra, unas seis variaciones sobre un tema, originalmente concebidas para cuarteto de cuerdas. Aparece como una suerte de tributo a la textura musical germana, las primeras, con resonancias de Hydn y las últimas, de Schumann, en un trabajo de un delicado encanto sonoro, claro heredero de aquel que lo inspiró.
Concierto Brandeburgués nro.4
Johnas Ickert completó desde el clave, el ensamble que interpretó este concierto, muy exigente en los instrumentos solistas –flautas y violín- y en la cuerda, con resultados mejores en la Catedral respecto al ensayo general en este último aspecto –la cuerda es siempre muy expuesta en esta escritura. Federido Gidoni ya había intervenido en un rol solista en el Concierto Brandeburgués nro. 5, esta vez con la ganancia extra de que la Catedral aparece como un ámbito en el que el timbre de la flauta se hace más arcaico. Es una textura intrincada y cerrada en el grupo concertante, y brilló en toda esta escritura ajustada al milímetro. Bach parece exigir un equilibrio muy específico entre la expresión y el virtuosismo, de forma tal que ese propio virtuosismo es la expresión: no requiere calidez pero sí exige entrega y transparencia. Antes, como ahora, pudimos encontrar ambas.
Sinfonía nro. 3 en mi bemol mayor, opus 55, Heroica
Guillermo Becerra ha señalado que su amor a la música se origina en parte, en la devoción Beethoveniana de su padre, quien amaba particularmente esta sinfonía, que es un punto de inflexión en la música –cuya estética sinfónica estaba, hasta entonces, dada en la clásica de Hydn y Mozart. Es imposible representarse el impacto que debió producir en los escuchas de 1804 esta gigantesca obra que, como señala el maestro Becerra, es el heroísmo Beethoveniano, el “arrojarle un guante en la cara al destino”, y que rescata esa dialéctica de lucha: la alegría por el dolor y el triunfo por el esfuerzo.
Durante los días previos hubo un profundo trabajo sobre esta creación que presenta innovaciones y particularidades que la hacen única, como el hecho de enunciarse el tema inicial en los graves de la cuerda (fue un logro destacar este tema con sólo tres cellos), por un sencillísimo acorde mayor de enorme fuerza, la introducción de un tema nuevo en el desarrollo, o pasajes en los cornos que constituyen de las mejores páginas escritas para el instrumento. Cambia el minué por un scherzo, que rescata la forma danzante de tres por cuatro e introduce un cambio rítmico con un breve pasaje a cuatro por cuatro, y una marcha fúnebre –segundo movimiento- que es uno de los grandes hitos en la historia de la música, en la que destaca el solo de oboe al cual Andrea Porcel supo conferir la dulzura y a la vez el carácter de marcha que requiere. Beethoven, con muy pocos elementos, explota este tema en todas sus posibilidades. En este sentido, hay que rescatar la progresión que se dio en el crescendo que viene antes del fugato en fa menor, en las cuerdas, donde hay un solo de clarinete, pasaje que reformula fuertemente el material temático. En el tercer movimiento vuelven a destacar los cornos, -José Garreffa, Jorge Gramajo, Carlos Bortolotto y Adrian Toyos- que trabajan en canon- y que, tal como el oboe y el clarinete –Mario Romano- lucen a lo largo de toda la obra, confiriéndole unidad, brillo y la particularidad de cada timbre.
El último movimiento, es un tema con variaciones, que proviene las danzas y contradanzas, las variaciones opus 35 para piano, y las criaturas de Prometeo. El trabajo de variar un tema es de la más pura esencia Beethoveniana.
El ámbito de la catedral permitió estar cerca de la orquesta y ver el resultado de un trabajo capaz de unir lo que una obra significa para un director que ha podido transmitirla desde un paradigma sonoro muy definido, que se tradujo en el detalle de una dirección extremadamente precisa, llena de relieves en una obra muy cara a interpretes que disfrutaron el hecho de hacerla.
Toda esta profundidad generó algo que puede sintetizarse en el gesto del director, de alzar la partitura ante el aplauso del público, como diciendo que ese gesto de profundidad puede germinar en una conexión capaz de hacer que sea la obra quien, a través del amor y del trabajo, renueve el milagro de su escritura.
Como una nota extra, hay que señalar que muchos de estos solistas venían de presentarse la noche antes en la Orquesta Music Hall donde los requerimiento, en sus diferencia, son igualmente exigentes.
Eduardo Balestena

Prisma
En su concierto del 19 de noviembre en el Teatro Colón, la Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por su titular, Maestro José María Ulla, contó como solista invitado con Adrián Cesario, en guitarra.
Música Española
El programa –de requerimientos y escrituras musicales muy diferentes- fue dedicado a música española. España ha ejercido un poderoso atractivo musical. Las numerosas obras de compositores extranjeros captan su seducción, atmósfera y riqueza temática y sus ejemplos más habituales están dados en la exuberancia romántica. En contrapartida, la de autores nativos, suele ser refinada, despojada, nostálgica y rescatar una atmósfera de misterio y tradición.
Ejemplo de lo primero es la Rapsodia España, de Emmanuel Chabrier (1841-1894), escrita entre 1882 y 1883, cuyo color proviene de un profundo estudio de las fuentes, a partir de las cuales produjo este fresco de síntesis, con maestría en el uso de los timbres, ritmos e impresiones, con esos bellos pasajes de preguntas y respuestas en los metales, y su continuo desborde melódico.
Homenaje a la seguidilla
En la charla con Adrián Cesario, discípulo de Isidro Maiztegui, todo un hito en la historia musical, creador y testigo del siglo XX, surgió su descubrimiento de la obra, de la cual Irma Constanzo (que la estrenó en su versión definitiva en el teatro Colón de Buenos Aires, en 1975), le facilitó la partitura. El dato surge de la grabación dirigida por el propio Moreno Torroba, que la compuso en 1962. Escuchando ese registro, con Angel Romero en guitarra, se entiende mejor el aporte que Adrián Cesario ha sabido dar a esa creación, en la cual trabaja un continuo carácter de improvisación y arranques “flamencos”, valga el término, en un escritura que entremezcla los aires de seguiriya de la Mancha y la seguidilla andaluza y que va alternando los tiempos entre el 3/4 y el 6/8, y en la que, además de la dificultad en la alternancia de los compases, que se extiende a la orquesta, hay numerosos pasajes virtuosos, como la cadencia del primer movimiento, Andantino. En el tercero (alegreto sostenuto) hay efectos percusivos de taconeo en la guitarra, en una atmósfera que transcurre entre una claridad, desafiante y absoluta, donde todo se nota, esos arranques briosos y temperamentales, y los pasajes rápidos, de puro virtuosismo.
Fue una versión sumamente clara, definida, sin vacilaciones, de un trabajo adulto y de síntesis del compositor de Luisa Fernanda, por parte del solista y de una orquesta que supieron imbricarse sin fisuras y dialogar, particularmente en las alternancias del instrumento solista con las maderas, o en las intervenciones de la percusión. Ha sido un esfuerzo hacerla, protegidas como están las obras de esa altura del siglo XX en sus derechos, que en este caso, ascienden a cuatrocientos euros, lo cual veda prácticamente el acceso a estos repertorios o lo posibilitan a costa de otras concesiones.
Pese a estos resultados, no es la guitarra (en la cual ha hecho en Concierto de Aranjuez y Jeromita Linares, de Guastavino, entre otras) el único instrumento que Adrián Cesario (violinista de la orquesta) es solista, también lo es en el piano, con en el cual, entre distintas obras, abordó la versión para Jazz Band de la Rhapsody in blue, de Gerswin. No son muchos los intérpretes capaces de convertirse en ese prisma en el cual la música, en distintas caras, puede renovar un mismo milagro.
Capricho Español, op 34
Rimsky Korsakow hizo un viaje como cadete naval en 1864/65 y escribió su Capricho Español en 1887, en base a aquellas perdurables impresiones. Recrea libremente la atmósfera española, desde su concepción del color orquestal, típica del nacionalismo ruso del que fue exponente. El tema inicial, enunciado en la orquesta y en el solo verdaderamente virtuoso del clarinete (Mario Romano), con una muy larga cantidad de compases sin tomar respiro, le confiere unidad.
Sintetiza varios elementos: la orquestación, el brillo, y el concepto del material temático, ya que el efecto consiste en el modo en que el compositor lo valora y pone en música. Con esta particularidad, parece posible decir que su complejidad de ejecución es como la de Sherehezade, con sus variaciones rítmicas y su color, en un contexto donde los momentos de recogimiento y redescubrimiento del material, están marcados por distintos solos en los tiempos lentos.
En los pasajes rápidos, los solos, por ejemplo del violín, en el principio y el final (Pablo Albornoz) son de gran dificultad, como lo es mantener el armado de la obra, en su velocidad y su expresividad, ya que si el ensamble no es correcto, el efecto se atomiza en timbres dispersos. No es una textura que admita ser disimulada, lo que habla del resultado que se obtuvo.
Es otro prisma, el de distintos lenguajes, estilos y nacionalidades en busca de el poder de atracción de la música española.

Eduardo Balestena
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