miércoles, 23 de diciembre de 2009

Eroica




La película Eroica: the day that changad music forever de Simon Cellan Jones (a la que puede accederse en nueve videos de Youtube) recrea la primera interpretación de la sinfonía del mismo nombre, tercera, opus 55, de Ludwig van Beethoven, en el palacio de príncipe Lobkowitz (interpretado por Jack Davemport), el 9 de junio de 1804.
Sin rupturas en el tiempo, con algunos exteriores – los bosques de Viena por los que solía caminar el compositor- pero la mayor parte del tiempo en un salón del palacio, y la Orquesta Revolucionaria y Romántica, con instrumentos de época, dirigida por Sir John Eliot Gardiner, es posible pensar una época, sentir la perplejidad ante una obra nueva, desafiante, y con una enorme potencia, formal e interior.
“Hombres como nosotros”
Ian Hart compone a Beethoven en una acción que condensa varios hechos de su vida: su amor por Josephine Deym nee Brunswik (Claire Skinner) que es definido, en la ficción, durante el concierto, la actitud del compositor ante Napoleón, y su relación con la nobleza.
En la película, la princesa Lobkowitz (Fenella Woolgar) se sorprende cuando Ferdinand Reis (Leo Hill) alumno de Beethoven, le dice que la sinfonía estaba dedicada a Bonaparte, quien había invadido y derrotado a Austria sólo dos años antes. Napoleón, era una figura ambivalente para Beethoven: en 1796 se había negado a la propuesta de dedicarle una sonata, pero, como para un sector de la intelectualidad, simbolizaba para él a un hombre hecho a sí mismo y un desafío para la nobleza de la que dependía Beethoven, y a la cual, alternativamente, buscaba y rechazaba.
Sin embargo, la razón de más peso para la dedicatoria era su propósito de radicarse en París y entrar en los círculos intelectuales franceses. Al tomar como modelo a Napoleón, provocadoramente, indicaba su desprecio ante esa nobleza para la cual era el enemigo por antonomasia. Sobre el final, la película recoge el gesto de Beethoven al saber, por Reis, que se había coronado emperador: rompió en dos la primera hoja de la partitura. Finalmente dio a su sinfonía el título con el que hoy la conocemos. Comprendió que no había ningún deseo de libertad al coronarse emperador, y al enterarse de una de sus victorias afirmó: “Es una lástima que no comprenda el arte de la guerra tan bien como el de la música, en ese caso, yo le habría conquistado a él”. Cuando Napoleón murió en 1821, dijo “Yo he escrito la música adecuada para esta catástrofe.”
La ulterior invasión de Napoleón a Viena significó la quiebra del príncipe Lobkowitz, a quien Beethoven había dedicado finalmente la obra, y que adquirió sus derechos por seis meses.
Al comienzo de la película, Beethoven es presentado al Conde Dietrichstein (Tim Pigott Smith, gran actor que interpretó el personaje de Thomas Benn, en Lo que queda del día), quien alude al van de su apellido, y le pregunta por su rango. El compositor responde con un irónico juego de palabras y la princesa Lobkowitz alude a que es un gran artista: el artista es una suerte de noble por su propio mérito, como lo indica el gesto de Beethoven de subir por la escalera principal en lugar de por la de servicio, coincidente con aquella anécdota en la localidad termal de Teplitz, en Bohemia: allí se encuentra junto con Goethe y el gran duque de Weimar, Karl August, el arquiduque Rodolfo y la Emperatriz, con quienes se cruzan. Goethe se descubre y se hace a un lado, y Beethoven, sin sacarse el sombrero, sigue su camino, y los nobles son quienes lo saludan y le presentan sus respetos. Escribe a Bettina Brentano: “Reyes y príncipes pueden designar profesores, crear consejeros privados, asignar títulos y conceder condecoraciones, pero grandes hombres, espíritus que se elevan sobre la vulgaridad humana, no los pueden crear…cuando dos personas como Goethe y como yo se encuentran, entonces los nobles señores están obligados a advertir lo que hay de realmente grande en dos hombres como nosotros”.
El heroísmo de la sinfonía no es la poderosa pero pasajera figura de Napoleón, sino el propio heroísmo beethoveniano, su permanente adversidad y su permanente fuerza.
Una estética
La mirada de Simon Cellan Jones no sólo resuelve los múltiples problemas de desarrollo visual de su obra (no detenerse simplemente en la música, sino valerse de ella, mostrar, paralelamente a la orquesta, lo que sucede en los personajes, y explotar las posibilidades del escenario), sino que sabe extraer algo diferente de los rostros, del espacio, de la orquesta y de los desplazamientos de la cámara y confiere a ese momento una atmósfera especial. En parte viene de la mirada femenina: son la princesa Lobkowitz, Josephine y Therese Brunswik y Kirsten, una doncella (Victoria Shalet), quienes primero perciben el valor de esa música tan extraña, cuyas impresiones se reflejan en sus rostros y en el modo en que reaccionan. Con excepción del príncipe, la comprensión de los hombres es menor hacia la obra, registrada por una cámara siempre dispuesta a incorporar la belleza y lo enigmático de la presencia femenina a su refinado discurso visual.
Sin embargo, es antológica la escena en que, en el transcurso de la marcha fúnebre (el segundo movimiento) la cámara se posa sobre el rostro del Conde Dietrichstein, quien, pese a su abierto rechazo a una sinfonía tan extensa y violenta como profunda, se conmueve sinceramente: de pronto es como si una irreprimible tristeza se hubiera apoderado de él, traída por la música. Una tristeza nueva y honda ante esa Europa de violencia, ante un mundo que desaparece. Progresivamente su rostro se hace sombrío y llora en silencio.
Cada movimiento tiene un punto de vista diferente: en el scherzo, Beethoven y Josephine discuten en un pequeño salón, mientras la música se escucha a lo lejos. Intenta convencerla de que se case con él, le dice las sumas que ha ganado el último año, pero hay una distancia insalvable. En el último, el punto de vista se fragmenta, mientras transcurre el tema con variaciones, la cámara se anticipa, cuenta lo que sucederá después y en un momento, en el finale, cambia de objeto casi a cada compás.
Sforzando
Vamos a detenernos sólo en la exposición del primer movimiento, hasta la reexposición, para decir que generalmente las versiones de la discografía enfatizan en la energía y el elemento rítmico, con una cuerda que suele escucharse en bloque. El enfoque de Sir John Elliot Gardiner es muy diferente: la obra revela una serie de relieves y sutilezas.
Beethoven aguarda la llegada de las partichelas para la orquesta. Una vez que son repartidas –por el editor que dice “esto no es música en absoluto”- y leídas sobreviene el desconcierto entre los músicos. Al inicio, abordan el primer acorde suavemente. Beethoven hace detener con brusquedad la ejecución e indica sforzando. En otro intento pide más fuerza, “no quiero un sonido maravilloso, quiero un sonido imperativo” y hace un gesto con la mano y el brazo, “no tocamos fuerte”, le contestan los músicos. En el cuarto intento, cuando les dice que “el humor cambia todo el tiempo” comienza el verdadero tour de force: en un ataque corto y tajante de la célula del acorde inicial que permite construir un tema abierto, sin resolución, que va desplegando ese acorde inicial y forma un primer tema, enunciado por los graves de la cuerda, con muchas posibilidades, dinámicas y rítmicas, enriquecido por los metales –en el caso, las trompetas más largas y sin válvulas, así como tampoco las tenían las trompas que se usaban- hasta un tutti, después del cual surge la novedad para la época de un tema nuevo, enunciado sucesivamente en el oboe, clarinete, flauta y cuerdas (son el oboe de la época, un clarinete casi sin llaves, una flauta de madera, y cuerdas tocadas sin vibrato: Gardiner cuida mucho el ataque de cada primera nota en la cuerda). Este tema nuevo es recurrente, se contrapone a los desarrollos y tensiones del primero como si fuera un refugio para esa tensión, no obstante, es expuesto en diferentes maneras. Luego aparece un desarrollo tomado del primer tema, que (como me señalara el maestro Guillermo Becerra) irradia, con una enorme potencia, varios motivos: en esta primera oportunidad es una intrincada estructura en las cuerdas. Luego es como si fuera variando hasta un elemento rítmico, marcado por el timbal, más pequeño, de sonido muy diferente a los actuales, para sobrevenir un acorde disonante en los metales. Uso de timbales, metales tocando fuerte y en forma disonante algo que no fuera una melodía, como se revela en las actitudes varios oyentes (entre ellos el propio príncipe), era impensable para entonces, pese a que la sinfonía Júpiter, de Mozart, había planteado el género como una forma seria, compleja y de largo aliento, pero sin introducir estos timbres.
En otro lugar, dos grupos instrumentales, maderas y cuerdas, repiten dos motivos diferentes del primer tema, acentuando su intensidad, hasta resolver el pasaje en las cuerdas. Más tarde, mientras éstas van concluyendo suavemente un acorde, en dominante –reiteración de un elemento anterior-, se introduce una trompa, en tónica, cuya irrupción hace gritar a Reis: “¡tonto!” al instrumentista, pues ha interpretado que entraba a destiempo, antes que se resolviera el pasaje, a lo cual Beethoven reacciona contra Reis. Ello marca la reexposición, en que los timbres en gran medida son confiados a las maderas. Es la intensidad y la forma los que cambian permanentemente, sobre ese elemento en expansión, pero que siempre mantiene su forma primordial, en una dialéctica de oposición.
En la marcha fúnebre, la princesa dice a alguien que ella imagina un carruaje fúnebre, con caballos con penachos, “pero quién es el muerto”, se pregunta, “es el héroe”, pero el tema renace luego. Si el tema es el heroísmo, ¿puede entonces el héroe morir, o es que muere y renace, o es otra cosa lo que muere, en ese caso, qué es: un ideal, un mundo?
En la ficción, Hydn (Frank Finlay) que ha sido profesor de Beethoven, llega hasta el palacio de Lobkowitz y al final, cuando se retira y alguien le pregunta que le había parecido la obra responde algo como “demasiado larga, demasiado cansadora, demasiado violenta, pero obedece a una voz muy firme y muy interior, y lo cierto es que desde hoy, algo ha cambiado para siempre en la música”.
Lo nuevo y original
“Lo nuevo y original se genera por sí mismo sin que se piense en ello” dijo, según Schindler, su secretario, una vez. Beethoven trabajaba en esbozos de lo que serían varias obras. Lo hacía simultáneamente y a ello sucedía un largo trabajo preparatorio que despojaba a esas construcciones, complejas, sombrías, de todo lo que no fuera esencial, extrayendo un núcleo, como una joya brillante; una idea que parece lineal y que lo es en su materia primigenia, pero capaz de abrirse en posibilidades, una estructura ruda en apariencia, pero esencial, bajo la cual y alrededor de la cual, existen grandes sutilezas, como por ejemplo la división en las cuerdas en el primer movimiento, y la diferencia de sus intensidades.
Horacio Lanci citó, en el programa de Un viaje al interior de la música, dedicado a esta obra, las palabras con que Romain Rolland conmemoró, en 1927, el centenario de la muerte del músico a quien consideró representativo de una edad de Europa “no porque esta edad le haya tomado por modelo. Si nos parecemos es porque él y nosotros estamos hechos de la misma carne. No es pastor que conduce a su rebaño, es el toro padre que marcha a la cabeza de su raza. Al describirle, describo su raza, nuestro siglo, nosotros mismos. Nosotros y nuestra compañera de ensangrentados pies, la alegría; no la tosca alegría del alma repleta a dos carrillos, la alegría del sinsabor, la alegría del dolor, del combate, del sufrimiento superado, de la victoria sobre sí mismo, del destino conquistado y fecundo. Y el gran toro, de feroz mirada, alta la testuz, hincadas las cuatro patas en la cumbre, al borde abismal, lanza su mugido por encima de los tiempos.”

Para ver la película haga click aquí.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

lunes, 7 de diciembre de 2009


Música para fin de los tiempos
Este año el Campus Musical de la Estancia Santa María de la Armonía, dictado por Jordi Mora, articuló con un taller de técnica violinística, a cargo de David Bellisomi (ambos del 2 al 8 de febrero), y fue sucedido por un seminario sobre la obra del compositor Olivier Messiaen, impartido (desde el 13 al 15 de febrero) por María Teresa Criscuolo, docente, compositora, y pianista.
Afirmación, mística y símbolos
Corría el año 1940 y Olivier Messiaen, prisionero de los nazis en un campo de concentración, en Polonia, consiguió papel, lápiz y una goma. Así escribió el Cuarteto para el fin de los tiempos, que pudo estrenarse durante su cautiverio, ante otros prisioneros, el 15 de enero de 1941. Pensaba que la música no era agradable, que la belleza, como la alegría, estaba más allá de lo visible, que lo invisible es siempre más vasto, y que hay que encontrarlo en las resonancias del universo.
Fue en los programas de Napoleón Cabrera, en la vieja Radio Municipal, donde escuché por primera vez sobre este compositor, nacido en Avignon, Francia, el 10 de diciembre de 1908, y fallecido en Clichy el 27 de abril de 1992, organista, de un profundo credo religioso, influido por el hinduismo, la cultura oriental, el canto de los pájaros y la búsqueda de un universo musical hondo, misterioso y significativo.
Su obra es muy extensa, pero no resulta demasiado conocida. Hay en ella una armonía propia, un discurso moderno, y a la vez citas de modos antiguos y del canto gregoriano. Leonard Bernstein estrenó, en Boston, en 1949 su Sinfonía Turungalila, haciendo que su poética musical pudiese ser más difundida.
Una visión holística
María Teresa Criscuolo es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, ha hecho estudios religiosos, en la Facultad de Ciencias Sagradas del Instituto Regina Apostolorum, y musicales en el Conservatorio Nacional de Música Carlos López Buchardo, es pianista, directora de orquesta (alumna, entre otros, de Sergiu Celibidache), ha estudiado en Italia y Alemania, y llevado a cabo versiones integrales de las obras para piano de Schumann, Brahms, Fauré, Rachmaninoff y López de la Rosa. Ha interpretado los Estudios Trascendentales de Liszt, Debussy, Strawinsky y Szymanowsky, realizado investigaciones sobre canto bizantino, siro-antioqueno y gregoriano, e intervenido en numerosos conjuntos, e investigaciones, en Grecia, Turquía, Siria y Líbano. En su tarea docente formó alumnos que obtuvieron dieciséis primeros premios internacionales (en Barcelona, España y Suiza), dieciséis segundos (en Cincinatti, Estados Unidos e Italia) y numerosos terceros; y acumula muchos más antecedentes, como sus estudios en distintas abadías benedictinas, y el dictado de numerosos cursos y seminarios, en el país y en el exterior.
No obstante sus antecedentes, o quizás debido a ellos, la experiencia docente con ella es informal y divertida. Son sus caminos para llegar a lo musicalmente profundo.
Las miradas
Llego al campus el sábado 14. Es una tarde calurosa. Me sorprenden varias cosas, la cantidad de alumnos para una actividad así, su juventud, y su grado de conocimiento y apreciación de una música tan diferente. Pronto entiendo que no puede ser un docente convencional quien nos haga entenderla y apreciarla.
La obra a trabajar es Vingt Regars sur L´enfant –Jesus, de 1944. Cada alumno ha tenido a su cargo preparar una, o varias, de las miradas que integran la obra. Los estudiantes han venido de Ramos Mejía, Haedo, Morón, Ituzaingó, Olavarria y Buenos Aires, y entre ellos hay jóvenes coreanas. Impera un clima de distensión, fluido, atento a la obra.
Messiean no usaba la escala por tonos, porque después de Debussy había que buscar otra estética. En las miradas alternan modos propios. Aunque sea una obra para piano solo, despojada, y minimalista, hay mucha diversidad en las veinte contemplaciones. La fuente de la inspiración son formas del arte visual. Las miradas responden a una distribución teológica.
Es una obra de programa: en cada una de las miradas hay un texto que establece el significado. La música late, establece elementos inmóviles y otros que se aproximan a lo inmóvil.
Para los creyentes responde a un claro simbolismo; para los que no somos creyentes, a una necesidad de explorar la música, despojándola de todos los efectos, escribiéndola en resonancias esenciales, y dejando un estado alternativo de calma, inquietud, en sus acentos por momentos dulces y por momentos ásperos, pero nunca iguales a sí mismos.
María Teresa Criscuolo repara en la precisión de los movimientos físicos en la producción de los sonidos, cualquier fuerza excesiva reflejaría un falso acento, un falso color. Hace una apreciación y una vivisección, en los sentidos y en los movimientos. En efecto, es una obra muy compleja, así analizada, en cada acción, en el ataque a cada nota. No sólo alterna en lo forte (ff) con lo piano (pp), que dificulta el ataque, sino la superposición de las manos que deben tocar teclas una al lado de la otra, con muy poco espacio para los dedos, lo que requiere una técnica específica.
La técnica fue una de las manifestaciones de esta música, la otra estuvo en cómo resonó en los alumnos, cómo llegaron a ella, y con que otras la vinculan. Ellos aportaron ese punto de vista propio.
Messiaen
El seminario se completo con el concierto del 15, en que fueron interpretados: La traquel stapazin (2do. Libro del catálogo de los pájaros), 1956-1958; Cuatro estudios de ritmo (1949-50), y las Miradas.
La exploración de un autor implica la ruptura de un hábito y la búsqueda de un espacio de descubrimiento. Pero el descubrimiento es múltiple: nos hace conocer sensibilidades diferentes, en un ámbito, como el campus, sencillo, profundo e impensado, que de por sí establece una ruptura con el fragor cotidiano.
Es importante que se haya abordado a un músico como Olivier Messiaen, que se lo haya hecho en Mar del Plata, con profundidad, en un período cultural que no está hecho en la profundidad.
Son estas guaridas de descubrimiento las que nos enseñan algo renovado, sobre la música y sobre la condición humana.

(la página http://www.campusmusical.org.ar/ permite acceder a la información sobre las actividades del campus y a su galería de fotos)

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar



Variaciones
La Orquesta Sinfónica Municipal, fue dirigida, en su concierto del 8 de septiembre, por el maestro Emir Saúl. Distintas dificultades –en un caso evitables- hicieron que no pudieran interpretarse ni la obra de Washington Castro, que el maestro invitado se proponía dirigir, ni contarse con la pianista ucraniana invitada.
El programa comenzó con la Obertura de los Maestros Cantores, de Richard Wagner (1813-1883), obra colorida, algo grandielocuente, distinta al lenguaje ulterior del autor de la tetralogía.
Continuó con las Variaciones sobre un tema del coral de San Antonio, opus 56 a, de Johannes Brahms. Pese a ser obras tan distintas, guardan semejanzas con la de Elgar, en el comienzo delicado, en los cambios rítmicos, en la importancia de los aspectos dinámicos, y en la belleza melódica. Escrita en 1873, se trata de la primera gran obra orquestal difícil y compleja de Brahms (1833-1897), que trabajó muy intensamente en ella, y a partir de la cual se asumió como un clásico tardío –en esta formulación, difiere de las de Elgar, que constituyen una suerte de programa. Existe una versión previa para dos pianos, de la cual, ésta no es una orquestación.
Parte del tema de un divertimento, a esa fecha, atribuido a Hydn. Está dividido en dos frases, cada una de cinco compases de extensión, en lugar de los cuatro habituales. Las dos se repiten. Cada variación mantiene esta estructura irregular, así como esquemas armónicos y melódicos iniciales. A diferencia de las de Elgar, la enunciación del tema es en sí simple: aparece en el oboe –en solo de Andrea Porcel-, sobre las cuerdas en pizzicato y rápidamente se produce una cálida polifonía en las maderas, con una sección de repuesta del segundo oboe, al motivo inicial. Los cornos subrayan armónicamente el enunciado.
Las ocho variaciones que se suceden, implican cambios de tempo sucesivos. Ni las de Brahms ni las de Elgar tienen elementos superfluos, o puro efecto: esto supone que cada uno tiene una función precisa, y que la obra demanda, a cada momento, no sólo la adaptación a los cambios de tempo, sino a la necesidad expresiva. El final, andante, es una chacona, en la cual los bajos repiten el primer motivo de la variación, y preanuncia la técnica del cuarto movimiento de la 4ta. Sinfonía, y conduce a la reexposición del tema inicial. Nobleza, fue la palabra en la que enfatizó el maestro para calificar esta obra.
La orquesta tuvo –para esta versión, más liviana, rápida y marcada que por ejemplo la de Karajan -, sólo un par de ensayos con esta intrincada obra, que se interpretó por última vez hace 4 años y que reemplazó a la del programa original.
Variaciones sobre un tema original para orquesta, opus. 36, “Enigma”, de Edward Elgar.
Más allá de los acertijos planteados para la posteridad por Elgar (1857-1934), sobre el origen del tema, y de las circunstancias en que gestó, casi de un modo casual, la que sería la primera obra orquestal inglesa moderna importante, estrenada en 19 de junio de 1899, las variaciones son de un enorme interés y valor musical.
El programa, que consiste en la exposición de retratos musicales, a veces con mucha gracia, de amigos, su esposa y de él mismo, es atractivo en esta formulación, pero lo hace fascinante el tratamiento orquestal, que discurre en un permanente diálogo, en su concepción de solistas y líneas: interviene el solista, pero es importante toda la línea donde su motivo se expande y el efecto, más que el solo, es el propio discurso orquestal, y la división entre las cuerdas. También la permanente dinámica, el juego de crescendos y decrescendos: hay momentos muy vivos, pero nunca hay efectos bruscos, ni estallidos: los clímax van gestándose y en un momento se presentan, educadamente, en toda la inmensa grandeza de su belleza melódica, de su timbre, y de sus formas. Los tutti nunca tienen tensión, de ahí el tono de gracia.
Vayamos a algunos lugares: El tema enigma, sencillo en sí mismo, que aparece delicadamente en las cuerdas, hasta el planteo de una armonía en los dos clarinetes en si bemol, en una especie de respuesta, y luego es elaborado en lo que parece una variación, y que lleva al primer crescendo: se plantea una gran diferencia dinámica en un escaso minuto y cuarenta segundos. Lo mismo sucede por ejemplo, en la nro.4 (William Neat Baker). En la 8 (Winifred Norbury), se pasa, sin solución de continuidad, en una nota larga del violín, en la que parece resolverse un cambio tonal, a la 9 (Nimrod, a August Jaeguer, crónica de una charla sobre Beethoven) para mí la más bella, y que es un largo, sutil y trabajado crescendo. En el finale, variación 14 (Edoo, nombre que le daba su esposa Alice, retratada en la variación 1) se entrelazan elementos de las anteriores (la primera respuesta de los clarinetes, por ejemplo, ahora en los oboes). También, en la experiencia auditiva, el concepto de variación parece residir no sólo en el distinto tratamiento de temas, sino, como sucede en las Variaciones Goldberg de Bach, de esquemas de intervalos y armonías.
Emir Saúl tiene un paradigma sonoro muy firme y claro, y trabajó mucho para plasmarlo, sin pausas, enérgicamente, con claridad. Aporta mucho el verlo ensayar, porque uno concibe ambas obras como lo que son: relieve (que no se capta en las versiones discográficas), sutileza, y genialidad donde nada está puesto porque sí. Sin el trabajo de la orquesta de nada habría valido esta claridad de su director ni hubiera habido el resultado que hubo.
Destacaron la línea de metales: Pedro Escanes (trombón solista), Daniel Rivara, José Bondi (trompeta solista) y Oscar Romairone; José Garrefa (corno solista), Jorge Gramajo y Carlos Bortolotto (no figuraba en el programa de mano el nombre del cuarto cornista); las maderas: Andrea Porcel (oboe) y Guillemo Devoto; Mario Romano (clarinete solista), Gustavo Asaro; Federico Gidoni (flauta solista), Alexis Nicolet y Julieta Blanco; Jorge Ravello (cello solista), Baldomero Sánchez, (viola solista) ; la línea de contrabajos: Sergio Gugliotta (solista), Sebastián Sartal, Patricio Quinteros y German Cornejo; la percusión: Marcelo Gugliotta (timbal solista) Daniel Izarraga, Leticia Pucci y Olga Romero; fagotes: Gerardo Gautín (solista) y la suplente solista cuyo nombre no figuraba en el programa de mano.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

Academia
En su presentación del 22 de septiembre la Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el maestro José Ulla, contó con la actuación de Leandro Rodríguez Jáuregui y Javier Albornoz en piano, y del Coral Carmina, dirigido por el maestro Marcelo Perticone.
El programa abrió con la Sinfonía II, del músico checo Jiri Antonin Benda (1722-1795), bellísima obra del período clásico temprano.
Leandro Rodríguez Jáuregui abordó el Concierto nro. 24, K 491, en do menor, de Mozart. Lo hizo sin tener la oportunidad de una interpretación íntegra en el ensayo general, lo cual no mermó en nada su desempeño ante las dificultades de una obra ya de madurez de Mozart, escrita en 1786, y de las más admiradas por Beethoven. Exige mucha precisión, particularmente en el intrincado y marcial allegretto, una gran expresividad en el adagio, y también al plasmar su carácter que fluctúa entre lo melancólico, el brillo mozartiano, y el espíritu siempre refinado de su música, su toque destacado, claro y a la vez delicado. Ello se aprecia en un primer movimiento, complejo, en el sentido de plantear un tema en la orquesta, que lo trabajará durante el resto del movimiento, e introducir uno de distinto carácter, por su suavidad, en el piano.
Javier Albornoz interpretó la parte solista del Concierto para piano en la menor, op. 16 de Edvard Grieg, escrito en 1868, sometido a permanentes revisiones, en la parte de la orquesta, durante toda la vida de Grieg, alterna un pianismo vivo y percusivo, con momentos de gran dulzura. Este sello contrastante trae aparejadas distintas dificultades, como el propio comienzo, la cadencia del primer movimiento, la tristeza nórdica, hondamente expresiva del adagio, y un allegro moderato donde alternan un ritmo binario de danza (halling), con un quasi presto que se traduce en una danza ternaria (springer). Javier Albornoz combinó ataques claros, vivos y decididos, como el de la introducción, o la cadencia, con los momentos sutiles del adagio.
Dos pianistas muy jóvenes que interpretaron obras muy diferentes, y que hubiesen debido contar con la posibilidad de brillar individualmente.
En la segunda parte, el Coral Carmina interpretó las Danzas polovstianas de El Príncipe Igor, de Aleksandr Borodin (1833-1883). Químico y docente de profesión, formó parte del grupo de los cinco, la escuela nacionalista rusa liderada por Mily Valakirev.
Cuenta el diccionario Espasa de la música, que las partes orquestales de las danzas no estaban escritas en la víspera del estreno, en 1879, de la ópera “El principe Igor”, y que Rimsky Korsacov y Liadoff ayudaron a escribirlas a lápiz durante toda la noche. No obstante, en el capítulo dedicado a la ópera, señala que ésta se estrenó en 1890, es decir luego de la muerte del compositor, y que las numerosas partes inconclusas fueron completadas por Rimsky Korsacov y Glazunov. Cualquiera sea verdadera historia, queda claro la filiación de las danzas: al nacionalismo romántico, al color, al brillo.
Corresponden al segundo acto de la Ópera, en el cual el héroe cae en mano de la tribu polovtzi, en la guerra ruso tártara del siglo XI. Poco después de su captura, los tártaros descubren su rango y le rinden homenajes, a los cuales corresponden las danzas.
No debe haber sido tarea fácil escribir o completar estas obras, a juzgar por el color, la intensidad y recurrencia de algunos pasajes, como los de las flautas y el flautín, la percusión y los metales. Son cinco danzas que se ejecutan sin solución de continuidad. El Coral Carmina las ha interpretado en distintas ocasiones con la Banda Municipal de música. Quizás por esa razón el coro haya podido abordarlas con seguridad pese a haber tenido un solo ensayo previo con la orquesta. Van desde la dulzura del tema inicial, al fragor de los tutti de las últimas danzas, en las que el coro debe abrirse paso entre la masa orquestal.
Se trata de una obra cuyo efecto reside en el lirismo, el brillo y la belleza melódica, que se imponen sobre todo otro aspecto musical, en esta textura del nacionalismo romántico. Es una suerte que ambos organismos municipales se hayan reunido para hacerlas.
La propuesta de este extenso concierto –que recuerda a aquellas academias donde los compositores presentaban, en prolongadas sesiones, sus obras- permite inferir que no son la extensión ni el apuro, sino la sutileza y profundidad lo que debe ocupar el primer plano. Que no porque las obras sean conocidas y hayan sido trabajadas muchas veces, el resultado debe depositarse en esta variable.
Esperemos la posibilidad de contar nuevamente con estos pianistas y con el Coral Carmina.




Eduardo Balestena

Preguntas y exploraciones
El concierto de la Orquesta Sinfónica Municipal del 16 de junio, fue una experiencia musical diferente, ya que, bajo la dirección del maestro Marcelo Perticone, con la actuación solista de Beatriz Pedrini, se abordó un programa en el cual la mitad de las obras, eran brindadas como estreno.
Charles Ives
Nacido en Connecticut, en 1874, y fallecido en Nueva York en 1954, Charles Ives, uno de los compositores más importantes de Estados Unidos, dueño de una compañía de seguros, se dedicó a escribir con libertad, sólo fiel a sus ideas. A menudo sus obras permanecieron décadas sin ser interpretadas
“The unanswered question” data de 1906, fue inicialmente concebida para conjunto de cámara. Ives pulió la partitura en 1908, y produjo una versión para orquesta entre 1930 y 1935. Tuvimos dos interesantes versiones, en las cuales, alternativamente, la sección de la pregunta correspondió al corno inglés (Andrea Porcel), y a la trompeta (José Bondi), situados en distintos palcos de la sala, así como las maderas.
La formulación de la obra, ese paisaje cósmico, confiere a las cuerdas, en un bellísimo pasaje lento, el sentido de eternidad. Sobre esta eternidad surge la pregunta, reiterada seis veces, a las que se corresponden respuestas, pero no desde la eternidad. Son las maderas (acaso la voz humana) quienes responden, en secciones, primero lentas, y luego, cada vez más crispadas e indiscernibles, mientras que, inmutables, las cuerdas siguen el lentísimo, que cada vez se hace más contrastante con las intervenciones de las maderas, hasta el final, en el que la pregunta eterna, queda sin responder.
La ubicación de los solistas y grupo de maderas, en lugares diferentes, permitió que esta obra, tan sutil y enigmática, discurriese en un tempo acaso algo rápido, respecto a una versión como la de The Gulberkian Orchestra, con la dirección de Michel Swierczewsky, que ha interpretado distintas obras Ives.
Fermina Casanova
El Concertino para piano y orquesta, de Fermina Casanova, estrenado esa noche, por Beatriz Pedrini como solista, como muchas obras en la historia de la música, debió salvar, hasta último momento, una serie de adversidades.
Antes, bajo la batuta de los Maestros Carlos Vieu, Guillermo Becerra, y Diego Sánchez Hasse, fueron interpretadas obras de Fermina Casanova, como el Concierto para cello, y para contrabajo.
Este concertino no parece una obra menor, como su denominación podría sugerirlo, sino un trabajo compacto y con muchos aspectos de interés. Asume una estética diferente a la del concierto para contrabajo. En esta oportunidad es un pianismo enérgico, percusivo, que recuerda en mucho a los conciertos de Bela Bartók. El primer movimiento, que expone un tema hasta el solo de fagot, para introducir un episodio más lento, y retomar luego el primer tema, dialéctica que produce un sensible contraste.
En el tiempo lento, como en los conciertos de Bartók, se presenta el problema de sostenerlo en una melodía fácil, o renunciar a ella y generar otros efectos. El resultado, fue una muy bella sonoridad, contrastante con el del allegro giocoso final, un movimiento trabajado y denso como el primero, donde el diálogo se establece, cerradamente, con la percusión. También, como en las obras de Bartók, ya sea sus conciertos o la sonata para dos pianos y percusión, el efecto radica, en gran medida, en la exactitud que hace a la obra compacta. En este caso, a esa concepción, agrega elementos folclóricos que enriquecen este lenguaje sin efectismos ni agregados, hecha de pura sustancia musical.
Exploraciones
En la segunda parte se abordaron: Transparent voices, de Alicia Grant; Onírica, de Rafael de Moro, y Camimo a la luz, de Daniel Virzi.
Es radicalmente distinto el tratamiento de la orquesta en estéticas tan nuevas. No hay secciones morfológicas claras, ni intervenciones solistas: la orquesta es una sola y múltiple voz que discurre, generando climas, la mayoría de las veces, tensos, como si el sentido de la individualidad de cada timbre, estuviera destinado a brindar algo y a la vez a perderse. Es como si el espacio sonoro fuese algo que puede seguir siendo explorado.
El problema es que el gusto musical y el repertorio, no nos dan muchas veces la clave que permita descifrar elementos estéticos tan nuevos, que instalan, además, un campo intelectual en la experiencia artística. Bastaría, como dice Copland, que se los escuchara con más frecuencia, y así, formarían parte de nuestra experiencia.
Lamentablemente, no hubo la menor mención ni de los compositores, y sus trayectorias, ni de sus estéticas en el programa de mano (una imperdonable omisión). Tampoco se hicieron referencias explicativas que, como en el ciclo de Bach a Piazzolla, pudieran guiar la escucha.
Quedémonos con este sentido de exploración y esta idea de Copland, que nos dicen que sería suficiente acceder a estas obras más frecuentemente, para asumir que sigue habiendo compositores y sigue escribiéndose música, con muchas ideas, y muchos esfuerzos, y que vale la pena acompañar a unas y otros.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

jueves, 19 de noviembre de 2009


Lenguajes
En su concierto del 21 de abril, la Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el maestro José María Ulla, contó con la actuación como solista de la pianista chilena Edith Fischer.
Mozart
La obertura de “El rapto en el serrallo” fue la obra inicial del programa. El primer tema va siendo desarrollado hasta abarcar toda la orquesta, que requiere intervenciones de la percusión, ausentes de otras obras de Mozart. Un rico motivo en las maderas conduce luego a la reiteración del tema inicial, dando a la obra una forma ternaria a, b, a.
Schumann
El concierto para piano y orquesta en la menor, opus 54 parece tener dos clases de dificultades, las inherentes a las obras de Schumann en sí mismas, y las propias de un discurso pianístico enfrentado a dos exigencias: la expresividad romántica, y los arduos aspectos técnicos.
Gran lector, Schumann llegó a la música bajo el influjo de los lieder de Schubert, pero lo hizo a partir de la influencia del poeta Jean Paul Richter. Encontró en la música el modo de plasmar un lirismo indescifrable, y su obra tiene ese carácter desbordante e innovador. Particularmente este concierto, concebido como fantasía. Es invención pura que irrumpe. Fue concebido en 1841, año en el cual escribió íntegro el primer movimiento. Lo completó en 1845, poco después fue estrenado por Clara Wieck.
Es una obra de muchas dificultades, cuya textura entre el instrumento solista y la orquesta es estrecha y en permanente diálogo. Comienza, luego de una introducción, por el primer tema en el oboe (un solo a cargo de Andrea Porcel). El piano lo toma y comienza el desarrollo que se verifica en la dialéctica de Schumann: momentos de calma y súbitos estallidos (el espíritu de Eusebius y Florestán que preside toda su obra: la delicadeza y el empuje súbito). El diálogo con el oboe atraviesa el Allegro inicial.
Fueron muy bien definidos momentos cruciales, como el arranque y la entrada en el tercer movimiento (Allegro vivace), que se sucede sin interrupción al Intermezzo; a partir de allí, surgen los distintos episodios, siempre acentuando los ritmos fuertes (arsis) lo que genera cierta tensión.

Edith Fischer optó no por el acento brusco sino por un fraseo más delicado, lo que pudo quitarle definición y fluidez en algunos pasajes, en una obra que en el ensayo general sonó más vehemente. Su técnica pudo mostrar con claridad ese pasaje permanente de la calma a la fantasía, en momentos tan distintos como el tiempo lento y la densa cadencia del primer movimiento, una escritura compleja que mucho influiría en Brahms.
Franck
En la segunda parte se interpretó la Sinfonía en re menor, de César Franck, una obra siempre sorprendente, tanto por su genialidad constructiva como por su imaginación melódica. Es una cumbre por muchos motivos: la unidad, la idea de vertebrarla con una célula temática, en sí sencilla, que la atraviesa y conduce, por el contraste entre la enorme dulzura y la tensión, a veces sombría, que le da ese pasaje de segunda ascendente, por el modo magistral en que se producen ricas polifonías en las maderas, por los pasajes en contrapunto, entre los primeros y segundos violines, y una imaginación medida y contenida, pero no por eso menos rica.
No es una obra simple de interpretar, lo cual habla ya de la eficacia de la cuerda como del nivel de solistas, porque a la vez que alternarse, los instrumentos solistas a veces se funden y producen un resultado distinto a cada timbre en particular. Trabaja las formas y la unidad, pero también el timbre en sí mismo. Sucede con las intervenciones del clarinete bajo, por ejemplo (Ernesto Nucíforo). En el segundo movimiento, un andante y un scherzo que se suceden, sobre las cuerdas en pizzicato, el corno inglés aborda un motivo derivado de la célula temática, en un bellísimo solo (a cargo de Andrea Porcel), al cual sucede el corno (José Garreffa) que luego sostiene las frases de las cuerdas. El corno subraya los climas de dulzura y distensión, y los crescendos. Hay elementos de los anteriores en estos temas, tan ricamente trabajados por las maderas y el corno, asumido no en su potencia sino en su dulzura. Exige la precisión y la amalgama de los timbres solistas. Destacaron, además de los solistas mencionados, Federico Gidoni (flauta), y Mario Romano (Clarinete).
Este clima contrasta con la potencia y justeza de la línea de metales en el Allegro non troppo (José Bondi, trompeta solista, Pedro Escanes y Daniel Rivara, trombones, y Eduardo Lamas, tuba), un movimiento complejo, que toma elementos de la forma sonata y de la forma rondó.
Ampliado su cuerpo orgánico, la Sinfónica mostró homogeneidad en la cuerda, en tres lenguajes muy diferentes. Es de esperar que esta etapa pueda depararnos nuevas obras de compositores, como Prokofiev, por ejemplo, sin hablar de los autores argentinos, tan poco presentes en las salas de concierto.


Eduardo Balestena

Obras referenciales de dos estéticas
En su concierto del 14 de octubre, la Orquesta Sinfónica Municipal fue conducida por el Maestro Diego A. Lurbe, como director invitado, y actuó como solista en piano Orlando Millá
Danza eslava nro. 8, en sol menor, opus 46
Las danzas eslavas abarcan los opus 46 y 72 de la obra de Dvorák y fueron inicialmente escritas para piano a cuatro manos. En la nro. 8 se advierte el difícil inicio en cuerdas y percusión a la vez, en un ritmo rápido que se hace íntimo a partir del solo de oboe (Guillermo Devoto). La percusión (Daniel Lizarraga, Leticia Pucci y Olga Romero) le aporta un carácter vibrante y gran relieve
Concierto para piano y orquesta en mi bemol mayor, opus 73, “Emperador”
Orlando Millá, abordó esta obra gigantesca, que lo es en la complejidad pianística, ya que asistimos a la madurez de la escritura Beethoveniana, y en que, a diferencia de los anteriores, y de otras obras del género entraña un diálogo permanente y cerrado con la orquesta.
Fue escrito mientras las tropas de Bonaparte sitiaban Viena, y sobrevenían las penurias tan bien narradas en la biografía de Schubert, por Georg Marek. Se inicia con una cadencia, un ataque sobre el acorde en mi bemol mayor que supuso una verdadera revolución. El material temático, dos temas en el primer movimiento, es como suele serlo en Beethoven, sencillo en su formulación, pero con muchas posibilidades de desarrollo ulterior, que en el piano se manifiestan como una exploración en las sonoridades percusivas, en los agudos, y en el diálogo con la orquesta, entre otras particularidades del lenguaje, en la unión del desarrollo del segundo tema con la coda. Todos los pasajes pianísticos de este movimiento entrañan dificultades distintas y muy específicas. Van tomando elementos ya expuestos y agregándole nuevas formulaciones, y por momentos abordan células rítmicas destinadas a expandirse.
Es famoso el adagio un pocco mosso, con su extraordinaria dulzura, que también es propia del discurso beethoveniano pero de otro modo: más que en una melodía dulce y flexible, se encuentra dado en una que no deja de ser tensa, pero formulada desde una melancolía bajo la cual hay una sensación de paz interior. Dulzura contenida, que basa su expresión no en lo que despliega sino precisamente en lo que contiene, perfecto contraste con la energía del movimiento anterior.
Es de lamentar que el programa de mano no haya incluido las referencias biográficas de Orlando Millá, quien en un concierto cuyo resultado estuvo más logrado que en el ensayo general, confirió particularmente la dulzura de este adagio, la sensibilidad de los pasajes lentos, la justeza en los rápidos, y la exactitud de una obra que conoce a la perfección y que interpretó de memoria. Deparó un cuidado balance y exactitud en las riesgosas entradas y salidas, en los solos, en las alternancias con las maderas, del segundo movimiento, en el exigente pasaje del segundo al tercer movimiento, tras la intervención del fagot (Gerardo Gautín) aunque en el conjunto hubiese podido haber un mayor vigor. Destacaron los solos de Federico Gidoni (flauta), Mario Romano (clarinete) y las intervenciones de Jorge Gramajo (corno) y Andrea Porcel (oboe).
Sinfonía nro. 7, en re menor, opus.70 de Dvorák
Diego Lurbe, es director suplente y solista de fagot de la Orquesta Sinfónica de Olavarría, y conoce muy bien a la orquesta desde este doble lugar: el podio y el atril. Preparó esta sinfonía, que también ha sido llamada “Trágica”, que no es la más ejecutada de las del autor checo, que la compuso en 1884, para el Concurso Internacional Simón Blech en Bahía Blanca, donde obtuvo el segundo premio. La dirigió, como a la novena de Beethoven que condujo en Olavaria, de memoria. Señaló aspectos que se hicieron evidentes: la dificultad, particularmente en la cuerda, la inclusión de temas eslavos, y la hondura estética de una obra muy exigente. Lo de los temas eslavos es una cuestión relevante porque se funden con elementos más abstractos, lo cual supone una exigencia en el intérprete, que debe abordarlos dentro de la unidad de la obra y a su vez hacer que no todo se oiga igual porque no todo lo es. La sinfonía, escrita por Dvorák en una etapa amarga de su vida, signada por la muerte de su madre, implica requerimientos diferentes a la octava y la novena. Tiene mayor gravedad que éstas, y esta gravedad contrasta con la dulzura de muchos pasajes.
La exigencia está en varias cuestiones: La expresiva, la dinámica, y el permanente cambio de las sonoridades sombrías, o tajantes pasajes de las cuerdas, a las danzantes y diáfanas, en lo que parecería también un cambio de ritmo. También está en los motivos que se desarrollan en las distintas secciones de las cuerdas, y que deben pasar por ellas con una precisión extrema, y en la fuerza sin la cual estos elementos carecerían de sentido en el todo.
A la manera de Schubert, un tema concluye y es sucedido por otro diferente, separado por un solo, en el tercer movimiento es del oboe, y comienzan a aparecer elementos del anterior, que conducen nuevamente a él, en el cual se resuelven. Es una sinfonía de solistas, en particular en el segundo movimiento, que discurre inicialmente en forma camarística, fagot, flauta, oboe, y los dos clarinetes. En el tercero y el cuarto, los pasajes se alternan con solos de corno, que tiene bellísimos solos además en el primer movimiento, y oboe y el permanente clímax que aportan los metales: tres trombones y dos trompetas, principalmente en el cuarto movimiento, con sus fragorosos pasajes de cuerdas. En este sentido se destacaron: Andrea Porcel (oboe), Federico Gidoni (flauta), José Garreffa (corno), Daniel Sergio (cello), Mario Romano (clarinete), Ernesto Nucíforo (clarinete segundo) y Gerardo Gautín (fagot).





Eduardo Balestena

Del sereno encantamiento, al romanticismo
La Orquesta Sinfónica Municipal se presentó el 30 de septiembre, con la actuación solista de Frances Staciuk al piano, y la dirección de su titular, Maestro José María Ulla
Ravel
La Pavana para una infanta difunta, abrió el programa. Es una obra de 1899, escrita por un Ravel de 24 años, poco estimada por su autor y concebida bajo la influencia de Chabrier. Tiene su gusto por las melodías nítidas, de cuño clásico, con el bello e inicial solo de corno (José Garreffa) y no toma elementos musicales de la pavana, danza cortesana española del siglo XVI, denominación empleada por Ravel sólo por el sonido de la palabra, sino del “aria col da capo”, que depara bellísimas alternancias en las maderas y las cuerdas.
Ma mère l `oye (Mi madre la Oca), de 1912, que siguió en el orden del programa, fue dedicada a Jean y Mimí, dos alumnos de piano con quienes Ravel pasaba horas. Recrea diferentes historias de distintos autores que plasman la coherencia de su mundo fantástico, donde todo aparece bordeado de irrealidad. Lo hace por medio de una escritura refinada, con gusto por los climas sonoros y la exploración de los timbres. Ya desde el número inicial, “Pavana de la bella durmiente del bosque”, entramos, en los diálogos de las maderas, en ese clima crepuscular, ingrávido, donde este lenguaje nuevo establece un diálogo sereno con el clacisismo musical y su claridad. Es descriptiva en el segundo número (“Pulgarcito”). El mundo sonoro de los pagodas en “Leideronette, emperatriz de los pagodas”, recrea la visión de estos diminutos seres de cristal y sus instrumentos, plasma un hechizante ambiente de exotismo, en la percusión, las frases de los metales, el clarinete, las flautas. Es un diálogo, como el propio Ravel, hechizante y misterioso. También descriptivo es el ámbito de “Conversaciones entre la bella y el monstruo”, con su solo de contrafagot (Gerardo Gautin) que simboliza a la bestia, que luego toma el violín (Arón Kemelmajer) al convertirse en el príncipe tras la ruptura del hechizo reflejada en el arpa (Aída Delfino). Pero es en “El jardín feérico” donde el refinamiento sonoro mejor se funde con la sensación de transparente misterio de la escritura raveliana. Ese despertar de la bella durmiente, en el solo de violín, es el de una mirada que abre los ojos a otro universo. Sutileza, brillo, un trabajado crescendo, plantean, ya desde el pasaje de las cuerdas en el inicio, un requerimiento en la orquesta, el de ese sonido etéreo y a la vez preciso, en un diálogo permanente donde los timbres no se funden sino que se alternan. Destacaron, además de los mencionados, los solos de Andrea Porcel (corno inglés), Guillermo Devoto (oboe), Mario Romano (clarinete).
Este “relojero suizo”, como lo llamaba Stravinsky, aquejado de una dolencia progresiva que le impedía expresarse, dejó una música tan refinada e introvertida como él, que ha sabido fundir melancolía y brillo, humildad y absoluto dominio de la forma.
Concierto nro, 1, en mi menor, opus 11 de Chopin
Lirismo, el carácter de una permanente improvisación y la exploración sonora sobre el piano, son rasgos que caracterizan a Chopin, un músico esencialmente romántico, en todo lo que de aluvional, crepuscular y subjetivo tiene el sonido. La música es un territorio propio y ya no puede traducirse en palabras, sino que debe abandonarse a su propia intuición. El piano pasa a ser, dice Pola Suárez Urtubey, el gran vehículo y confidente, por él se accede a la intimidad.
Tal declaración de principios permite postular, yendo un poco más lejos, que el intérprete tiene la misma libertad al transitar la obra, que el autor al romper los esquemas clásicos que lo coartaban en su formulación.
Rescatar no sus rasgos codificados sino su espíritu. Esta idea parece haber guiado a Frances Stanciuk en la versión muy personal de una obra que discurrió en tiempos sensiblemente más rápidos de lo habitual, pero que supo deparar la dulzura necesaria en ciertos momentos del primer movimiento, a la par que motivó un trabajo más exigente en el aparato orquestal, al que se le reserva un papel secundario. Esta idea acaso haya ido en desmedro de la caridad en algunos pasajes del tercer movimiento, pero dejó muy claro el dominio sobre los aspectos técnicos en la obra, y la sensibilidad por sus necesidades expresivas. El segundo movimiento, en cambio, entregó un sonido de gran dulzura y detenimiento. Era ya no un Chopin al estilo Lizst, sino más próximo al de las baladas y los preludios.
El diálogo con el corno, en el primer movimiento, los tiempos que parecían apresurarse o ralentizarse, depararon una exigencia mayor pero también un mayor relieve, y la idea de que la fidelidad a la obra lo es no a como se acostumbra a tocarla, sino a lo que el propio interprete puede darle, y que ese este camino, es secundario como resuene en el oyente, porque de lo que se trata es de generar esa sensación de primera vez, y desde este punto de vista fue una propuesta muy válida.
Frances Staciuk aparece como dueña no sólo de un dominio, sino de una idea de la obra y entrega un virtuosismo para nada vacío.




Eduardo Balestena

En el aniversario del nacimiento de Mozart
El maestro Leonardo Rubín dirigió a la Orquesta Sinfónica Municipal en su concierto del 27 de enero, aniversario del nacimiento de Mozart, en un concierto homenaje, en nuestro Teatro Colón.

Obertura de Russlan y Ludmila, de Glinka: el programa se inició con esta vibrante obertura de Mikhail Glinka (1804-1857) que abrió el rumbo de la música nacional rusa. Es de dificultad en las cuerdas, con sus rápidos y brillantes pasajes.

Concierto para piano K 488 en la Mayor: La pianista Lucy Fava abordo esta obra de una gran musicalidad, que exige, en el primer movimiento, ese toque destacado y seguro de la escritura mozartiana. Obtuvo, en el largo, un sonido dulce y sentido en un abordaje muy íntimo del concierto. El allegro se presenta con pasajes en los cuales, bajo la melodía, se advierte el grado de dificultad. Fue un Mozart muy a tono, precisamente en el aniversario de su natalicio
Suites nros 1 y 2 de La Arlesiana, de Bizet
Las invitaciones del maestro Rubin nos han deparado trabajos, como Haroldo en Italia, o las Suites de la Arlesiana, no siempre frecuentes en el repertorio sinfónico ni discográfico, no obstante ser en sí mismos de gran belleza e interés musical.
El que entrañan estas suites, con sus números tomados de la música de escena en cinco actos (opus 23, de 1872, de la cual hay un imperdible registro de la Orquesta del Capitolio de Tolouse y el Orféon Donostiarra)) para la obra de Alphonse Daudet, es múltiple. Lleva los temas al realismo, distanciándose así del culto romántico al pasado, obtiene un colorido orquestal sensible y refinado, utiliza melodías provenzales, enviadas por el propio Daudet a Bizet y es capaz de significar musicalmente, el desdichado amor que narra. Es difícil encontrar referencias a la pieza de Daudet, más allá del libreto de la ópera homónima de Cilea, sobre la misma historia. Pero la música de Bizet es inolvidable.
La muchacha de Arles nunca aparece en la obra, que narra los avatares de Federico, prendado de ella, que tiene como amante a Metifio, otro personaje. La historia termina con la muerte de Federico, que se arroja desde el techo del granero.
La segunda suite fue arreglada por Guiraud, que incluyó el minuetto de La bella muchacha de Perth, obra anterior, luego de la muerte de Bizet. El Agnus dei (que supo cantar Bienamino Gigli), es el material que reelaborado se presenta cono Melodrama en la obra e intermezzo en la suite nro.2. En el original, es presentado también al cierre del acto 4, en un muy hermoso y estremecedor pasaje de clarinete y un lentísimo en las cuerdas. La elaboración del material tiene también diferencias respecto a las suites, además de los pasajes cantados.
Realismo, intimismo
Al ver interpretar las suites se entiende el color preciso que el maestro Rubin y la orquesta lograron imprimirle, y la alternancia entre una concepción que articula entre lo sinfónico y lo camarístico, en bellos diálogos. Ejemplo claro es la intervención de las maderas a poco se iniciada la obertura. Hay particularidades constructivas muy bellas, como el Carillon (de la primera suite y del acto IV de la música de escena), atravesado por el tema de los cornos que, tras la intervención de las cuerdas, vuelve progresivamente hasta imponerse de nuevo.
Juan Carlos D´orso, como solista en saxo, ocupó en el Intermezzo, el lugar de la voz del Agnus Dei original y acompañó el extenso solo de flauta –más breve en la música de escena- en el menuet, pasaje para el cual graduó el volumen de un modo que el diálogo fue absolutamente claro. El solo de flauta (del melodrama del final del acto IV en la música original) recuerda la melodía de último entreacto de Carmen y fue abordado por Federico Gidoni, con la sonoridad interior, detallista y precisa que le es habitual y que ha llevado desde Bach a la Music Hall. La experiencia camarística, tanto del solista en corno (José Garreffa) como de los intérpretes de las maderas (Mario Romano, Paula Zavadivker, Gerardo Gautin) ha aportado mucho al resultado final.
Otra particularidad es la escritura de la Farandole, que alterna en dos voces, sobre el final, el primero y el segundo tema, en una relación contrapuntística que lleva a la obra a concluir con el tema inicial. El pasaje es muy rápido, lo que supone un apreciable grado de dificultad.
Destacaron las intervenciones de Federico Gidoni, Laura Rus (flauta y picollo), Paula Zavadivker, Guillermo Devoto (oboes), Andra Porcel (corno inglés), Mario Romano y Ovidio Romairone (clarinetes), Gerardo Gautin y Elizabth Gautin (fagotes), José Garrafa, Jorge Gramajo, Carlos Bortolotto y Adrián Toyos (cornos), la línea de metales y la percusión.
El maestro Rubin ha sabido traer obras complejas, originales y no demasiado difundidas, rescatando en su trabajo un contexto musical e histórico, en una tarea clara y seria, con una orquesta que supo estar a la altura de estos requerimientos


Eduardo Balestena

viernes, 13 de noviembre de 2009


Un virtuoso y expresivo Beethoven
La Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el Maestro José María Ulla, contó, en su concierto del 22 de abril en el teatro Colón, con la actuación de la pianista rionegrina Marianela García Pérez
La italiana en Argel
El programa se abrió con la obertura de “La Italiana en Argel” de Rossini, que comienza en las cuerdas, se introduce luego un primer tema por uno de esos complejos solos de oboe, típicos del compositor belcantista, que se repite luego en la reexposición, y que abordó con seguridad Paula Zavadivker. En una de las intervenciones se articula con la flauta (Federico Gidoni) para finalizar en un bellísimo crescendo. Obra inspirada en la cual todo resulta visible.
Concierto nro, 1 en do mayor op.15 de Beethoven
Hace años, lamentablemente muchos, había en Radio Municipal (cuando era una verdadera radio) un programa llamado “Joyas de la literatura pianística”, que se anunciaba con el tema del tercer movimiento de este concierto, y del estudio nro, 5, alla marcia, de Rachmaninov.
Esta breve pintura alcanza para valorar a este concierto como lo que es: una verdadera joya. Se presenta con un esquema clásico, pero contiene ya la posterior escritura Beethoveniana y ello depara en el intérprete saber abordarlo dentro de un equilibrio: por un lado ese carácter marcial y extrovertido, esa justeza del toque clásico y por otro, el sentido de flexibilidad y espontaneidad, que rescate la original inventiva de un discurso con relieves (nada es estático ni debe sonar como tal) que constituye una articulación hacia un estilo futuro, de carácter, que rompe ese espíritu contenido del clasicismo anterior a él y que claramente pertenece a otro universo.
Esta es la vida que supo dar Marianela García Pérez (más cerca de Rudolf Serkin que de Mauricio Pollini) a la obra temprana (1798) de un Beethoven anticipatorio, cronológicamente compuesta luego del luego del concierto que lleva el número 2, que si bien no presenta esa dialéctica de creaciones posteriores, aparece con una escritura ya compleja e improvisatoria, con un discurso solista vehemente que no admite la sujeción.
Confirió al concierto precisión e ímpetu pero sin efectismos, con una expresiva flexibilidad en los pasajes lentos.
El primer tema del tercer movimiento (Rondó) por ejemplo, con sus rápidos pasajes en semicorcheas, tiene una peculiar acentuación y caracterización rítmica, que hay que saber marcar muy bien. Lo abordó más rápido en el concierto que en el ensayo general, en pasajes además de virtuosos, incómodos de tocar; el haberlo llevado de un rondó a casi un presto supuso un desafío aun mayor en sus pasajes más intrincados, que le depararon dificultades que pudo superar con enorme seguridad; las velocidades altas suelen beneficiar al discurso beethoveniano en orquestas no grandes y ahí están las versiones historicistas para probarlo. Otra particularidad es que, pese a lo temprano de la obra, el diálogo con la orquesta (el cual, según la intérprete, resulta menos difícil que la propia dinámica del discurso pianístico) es cerrado y permanente y no por bloques. La orquesta toma este tema introducido por el piano. Luego de reapariciones, aparece otro motivo, una canción austriaca.
Verlo interpretar es además, advertir la dificultad de la cadencia del primer movimiento, de la expresividad que exige particularmente uno de los pasajes previos a ella, de la dulzura sutil que requiere el adagio, con sus pasajes rápidos hacia el final, y la cadencia del tercer movimiento, que recapitula sobre el material temático anterior.
Una obra compleja por una pianista que supo plasmarla con madurez, espontaneidad y un gran dominio técnico y expresivo y a quien esperamos volver a tener con nosotros, ya que aborda un extenso repertorio para piano solo.
Sinfonía nro.3, en mi bemol mayor, ops 97, renana, de Schumann
La obra de Schumann puede singularizarse por haber transitado, en sucesivas fases de su vida creadora, distintos géneros (el piano, el lied, las obras de cámara, las orquestales, y las sinfónico corales), y en que este proceso creador se haya producido con libertad, en todo el sentido de la palabra. Schumann, no tenía compromisos por contrato, y no parecía dividir su vida de su arte.
Es con esta estética que aborda la sinfonía, forma que funde subjetividad y unidad temática. La “Renana”, estrenada el 6 de febrero de 1851, estaba originalmente titulada “Episodio de la vida sobre las costas del Rhin” muestra a un Schumann amante de la naturaleza y su hondo misterio. Cada movimiento toma un tema hasta casi agotarlo, no en el aspecto formal, sino en lo que subjetivamente puede suscitarle al oyente. Su quinto y último movimiento (Lebhalt) se inspira en la profunda resonancia que le suscita una ceremonia en la Catedral de Colonia.
Como todas sus sinfonías, no es fácil de abordar (así lo han señalaba distintos directores), y más allá de alguna pérdida de claridad en este quinto movimiento, tuvimos una Sinfonía renana lograda, donde destacaron especialmente los metales que supieron entrar con toda precisión ante los requerimientos de la obra: cornos: José Garreffa, Jorge Gramajo y Carlos Bortolotto); trombones: Pedro Escanes, Daniel Rivara y Alejandro Brown, y trompetas: José Bondi y Oscar Romairone.


Eduardo Balestena

Carmina Burana, un rico mundo cifrado (II)

“In taberna quando sumus,/non curamos quid sit humus/…Ibi nullus timet mortem,/ sed pro Baccho mittunt sortem (Cuando estamos en la taberna/no pensamos en cómo nos irá/…Aquí nadie teme a la muerte,/ todos por Baco echan suerte)” (In taberna quando sumus/ cuando estamos en la taberna)

En una primera parte de este breve ensayo, nos remontamos al origen del cancionero de Burana. La propuesta es ahora, pensar el uso que de estos materiales hizo Orff.
Este extraño viaje nos hace ir de la baja edad media, los siglos XI a XIII, a la Alemania nazi.
Carmina Burana fue encargada a Orff por Adolf Hitler, como apertura para los juegos olímpicos de 1936, mas su estreno, tuvo lugar en Frankfurt el 8 de junio de 1937.
El lenguaje
Una obra de arte es un universo, donde no valen los juicios de la vida ordinaria. Es algo que nos impone una legalidad, una presencia y un contenido propio. La obra se autogenera, incorpora sus orígenes y sus materiales, hace de ese proceso una unidad. Esta unidad es a veces a-moral, porque puede originarse e ignorar las particularidades de su época y sólo ser fiel a sí misma. La creación puede ser así ingenua, egoísta, o comprometida y generar, al margen del juicio artístico sobre ella misma, uno diferente, pero formulado al autor.
Canciones medievales, goliárdicas, transgresoras, con su filosofía, honda y popular, su sentido festivo, son puestas a trabajar en una creación concebida para una gran orquesta, solistas, dos coros, coro infantil y ballet, que a la vez es capaz de rescatar mucho de aquel espíritu medieval.
Orff se vale, para el tratamiento de estas fuentes, de recursos del lenguaje de Stravinsky: cambios de ritmo, dados básicamente en las diferencias en los valores de duración de los compases, de velocidad, bruscos acentos rítmicos, enfáticos y una contención de la melodía. La diferencia parece de algún modo estar en la funcionalidad de este lenguaje elegido: mientras en La Consagración de la primavera es la fuerza embrionaria, el descubrimiento, el discurso que se abre a algo absolutamente nuevo, a la revelación de aquello que el ritmo y el timbre pueden producir por sí solos, en Orff este lenguaje parece ser un material puesto al servicio de algo. Recurrencias y repeticiones invariables de ritmos y sonidos, van creando una suerte de fuerza envolvente. No es salvaje, como en “La consagración de la Primavera”, ni presenta esas aristas en los timbres, sino que genera una suerte de efecto acumulativo y de expectativa. La voz suaviza el lenguaje y, lo mismo que la orquesta, se entrega a una explotación y exploración de la magia de esos sonidos sencillos que se repiten. En la orquesta es un despliegue percusivo, insistente en ciertos acentos, y en la voz, una textura que parece rescatar el valor arcaico y a la vez maleable del latín vulgar.
El solo hecho de que la obra termine como empieza, cantando a la rueda de la fortuna, mudable y adversa, cierra ese sentido de recurrencia y nos produce la revelación de que nuestro destino gira sólo como algo más en la rueda.
Cómo puede este mensaje estar consustanciado con el culto a la fuerza, a lo grandielocuente y a la superioridad germana de la estética nazi: simplemente, y más allá de la voz Hei, evocativa del saludo nazi, que se oye al final del número 10, Were diu werlt alle min (Si todo el mundo fuera mío) es una creación cuyo origen accidental (en un tiempo y un lugar) es sólo un avatar de la rueda de la fortuna.
El creador
Carl Orff nació en Munich el 10 de julio de 1895, y murió en la misma ciudad el 29 de marzo de 1982.
Ayudaría a entender este proceso de creación, el asumirlo como lo que fue: un gran educador, y un experimentador, que concibió un sistema de educación musical que va desde lo más simple a lo más complejo, y en él, a la voz humana como generadora de células rítmicas. Este concepto “percusivo” de la voz, es el que llevará a Carmina Burana. Su sistema estaba basado, de este modo, en la percusión y la voz, con ritmos vigorosos y punzantes. Volcó muchas de estas teorías en su Schulwerk (música para niños) elaborada entre 1930/35. Tuvo un acercamiento innovador a la educación musical para los niños, con quienes siempre trabajó combinando movimiento, canto e improvisación.
Su familia estaba vinculada al Ejército, y él mismo sirvió en el arma, durante la Primera Guerra Mundial, luego de llevar a cabo estudios musicales. En 1925 cofundó el Guenther School, para gimnasia, música y danza.
Pese a que Carmina Burana fue seguida por otras dos obras de un tríptico: Catuli Carmina (1943) y El triunfo de Afrodita (1953), poco conocidas y frecuentadas, ella, por sí misma, ha resultado ser no sólo acaso la obra sinfónica coral más popular del siglo XX, sino la única de esas características producida durante el nazismo.
No está claramente establecida la vinculación de Orff con el régimen. Pese a haber escrito, en 1944, una oda para el cumpleaños de Hitler, fue amigo de Kart Huber, fusilado en 1943 por ser uno de los fundadores de un movimiento de resistencia. Orff mismo, alegó formar parte de tal movimiento, lo cual tampoco está probado. El éxito y la popularidad de Carmina Burana no lo libraron de ser etiquetado, en alguna oportunidad, como artista degenerado.
Había sido prohibida la música de Mendelssohn, y el régimen lanzó una convocatoria para escribir una versión alemana de “Sueño de una noche de verano”. Orff fue uno de los pocos artistas en responder a tal iniciativa, aunque concluyó su obra mucho después.
Fue compositor de óperas-cuentos de hadas o fantástico populares (La luna, 1939), La Astuta (1953) y de óperas trágicas: Edipo Rey (1960) y Prometeo (1966).
Las fuentes medievales fueron una constante inspiración para Orff.
La obra
No tomaremos la obra desde su riquísima vertiente literaria, sino sólo desde algunos aspectos de su lenguaje musical. Su concepción en este aspecto parece sencilla. Hay un muy buen comentario en la grabación de Eugene Ormandy y la Orquesta de Filadelfia, que nos dice que lo rítmico adquiere supremacía en el método compositivo. La armonía se encuentra reducida a un estado de “primitivismo”: las partes vocales están casi siempre tratadas al unísono, en octavas y terceras y ocasionalmente en quintas, y los instrumentos acuden a otros intervalos, moderadamente disonantes a veces. La percusión tiene tanta importancia como las cuerdas o vientos. Aquí parecen residir algunas de las particularidades de su lenguaje.
Nos dice Horacio Lanci, quien además ha dedicado dos de sus programas de “Un viaje al interior de la música”, para analizar una obra que tanto ha transitado, que tal supremacía rítmica y el tratamiento percusivo no es característica sólo de Orff, que en realidad a comienzos del Siglo XX hubo una fuerte tendencia a tratar "todo" de manera percusiva: el piano en los conciertos de Bartók, la orquesta en La Consagración de Stravinsky, las voces en las Bodas (del mismo Stravinsky.) todo de la mano de poner al ritmo en primer lugar como parámetro musical a expensas de la melodía y la armonía (cosa que no se daba desde al Ars Nova del Siglo XIV). De paso era un rechazo frontal a toda la estética romántica y expresionista.
Pero es en el plano de la ejecución donde esta sencillez aparece en su real complejidad.
La percusión y el ritmo están dados en permanentes cambios en la velocidad y duración de los compases, sin cuya adecuada graduación, la obra perdería una fuerza y expresión vinculada esencialmente a esos elementos.
Si partiendo de la línea del coro, o de las de los solistas, seguimos la música con la partitura (la versión más lenta de Krysztof Penderecky, con la Orquesta del Estado de Cracovia permite este ejercicio con cierta comodidad) entendemos estas dos cuestiones: la sencillez de largas notas reiteradas o pasajes enteros que se repiten y el permanente cambio de velocidad y duración de los compases.
Por ejemplo el número 7, Floret Silva (La floresta se cubre), cambia a la manera que el “Círculo mágico de las adolescentes” de la Consagración: empieza con un compás de tres negras, pero el cuarto es de dos blancas, para volver, el quinto, a tres negras, el octavo es nuevamente de dos negras, así como el undécimo, los anteriores son de tres negras, y así sigue en esta alternancia, con una irregularidad que genera un efecto sugestivo. Este cambio altera la acentuación natural de los compases que en la escritura regular, están acentuados en el primer tiempo. Aquí, hay indicaciones de acentuación (en éste y en otros números) a veces en medio de un compás. También la velocidad varía en el tiempo de metrónomo, de 176 negras a 60 blancas y luego, a 84 blancas. Nada es estable y perder este ritmo es perder la obra.
Esto produce un contraste con la dulzura de otros pasajes como el número 17, “Stetit Puella” (Estaba una niña), el 21 “In trutina”(En la balanza), o en otros, como el 22 “Tempus est jocundus” (Gozosa es la estación), a la vez bellos y virtuosos. Algunos, como el “Chume chum giselle´min”(Ven, ven mi amor), son esencialmente melódicos. Hay aquí una honda diferencia con Stravinsky. Hay pasajes de gran compromiso vocal, por los agudos, en solistas y coro, como el 23 “Dulcissime” (Dulcísimo).
En “Veni, veni venias” (Ven, ven y ven), número 20 hay un ejemplo de lo comprometido de la obra en el coro, que a las variaciones rítmicas, de los acentos, y del stacatto en rápidas corcheas, debe sumarse que la línea de canto va pasando permanentemente de sopranos a tenores, que terminan cantando juntos en una altura en que cambia el tiempo, cambio al cual, sucede otro al compás siguiente, junto con un accelerando, a la vez que todo debe ser acentuado y separado: claridad, precisión, homogeneidad en tantas variaciones que deben sonar igual en orquesta y coro y encastrar perfectamente.
Los ejemplos podrían seguir en una obra que siempre habrá de parecernos extraña, porque no se reduce ni a las circunstancias de su gestación, ni a sus materiales ni a su lenguaje, sino que es capaz de provocar, a partir de elementos diferentes, y gracias a su combinación, un envolvente calor que viene en mucho del idioma arcaico en que están escritas las letras.
Es la presencia del tiempo y de lo que el hombre puede hacer con ella cuando es consciente de su propia precariedad, lo que viene a sernos revelado.
Este dulce mensaje es inseparable de las letras: la experiencia humana, por más única, por más eterna que parezca, por más jalonada de prodigios tecnológicos, se desvanece, se reduce al instante, a aquello que tenemos, a lo más inmediato y a la vez, a lo más lejano y profundo.
Es esa paradoja: cuánto más nos sepamos precarios y cuánto más humildemente pensemos nuestra condición, más cerca estaremos de otros semejantes que han transitado la historia antes que nosotros, y más formaremos parte de un todo. Ese todo es la rueda que eternamente gira.
Celebrémosla.

Eduardo Balestena

Carmina Burana, un rico mundo cifrado (I)

“Oh fortuna,/como la luna,/eres cambiante,/siempre creces y decreces;/ detestable vida,/primero presionas/ y luego te calmas” (Fortuna, emperatriz del mundo)

Es una rara fascinación la que despierta Camina Burana, de Carl Orff, tan vilipendiada a veces como música de la pantalla para escenas espectaculares, pero que guarda en su interior todo un rico mundo cifrado, tan remoto como presente en sus letras. Lejano y cercano a la vez. Lejano en el tiempo y cercano muchas veces en lo que nos dice, y capaz de iluminar nuestra condición humana en un mundo que, a primera vista, parece muy diferente.
Es una paradoja que una obra que parece moderna, en realidad no lo sea, y que su espectacularidad tenga su origen en canciones que nunca fueron concebidas pensando en lo espectacular.
Trataremos de indagar algo de su magia, primero en sus orígenes y versiones ajustadas a la estética de su época y en otra entrega, específicamente refiriéndonos a la obra de Orff.
Cantos y versos de Burana
La revista Allegro publicó, tiempo atrás un dossier de artículos (El mundo de Carmina Burana) que ilustraron una edición de la obra, en el cual se tomaron comentarios originales de Thomas Binkley, director del Studio der Frühem musik, que hemos de incluir, junto con otras fuentes, en nuestro breve recorrido.
Al producirse en 1803 la secularización de las bibliotecas monacales de Baviera, se conoció el conjunto original. El título le fue dado por el primer editor, el bibliotecario Schmeller, que los subtituló Poemas de Benedikbeuren, o en su forma latina, Carmina Burana (carmina es aplicable a canción y verso), es decir, Cantos o versos de Burana, aunque no es seguro que haya sido en ese lugar donde la colección fue reunida, sino en alguna parte del Tirol.
Los manuscritos –más de doscientas canciones- van desde el siglo XI tardío hasta el XIII. Sus lugares de origen son Occitania (sur de Francia), Francia, Inglaterra, Escocia (Saint Andrew), Suiza (Cartuja de Bale), Cataluña (Barcelona, las Huelgas), Castilla (Toledo), y Alemania. Muchas están escritas en sus leguas de origen. La mayoría lo están en latín, el idioma universal de la cultura por entonces.
De muchas, se conocen los autores, algunos eran goliardos: vagabundos o, mejor dicho, itinerantes, clérigos amonestados, monjes y estudiantes que viajaban de ciudad en ciudad. Deben su nombre a Golias, tomado como arquetipo del vicio, o quizás a la palabra latina guía. Sin embargo, el concepto de errabundo o itinerante era más fluido en la baja edad media, y no necesariamente se encontraba vinculado a fracaso y vicio, en una época en que era mucho más importante el medio oral que la palabra escrita, con lo cual se marca el predominio de lo popular y espontáneo como formas de arte y de la escritura como forma de fijación. La Edad media, época colorida y de gran fermento musical, en la cual el hombre se concebía comunitariamente, está muy lejos de ser una época oscura. Podríamos pensar que la nuestra, epidérmica, tecnocratizada, global y que soterra tanto la espontaneidad como lo popular, regida sólo por las leyes salvajes del mercado, acaso sí lo sea.
En el intento de recabar la opinión de intérpretes que hayan transitado las versiones primitivas y la de Orff, Marcelo Morillo, del grupo Languedoc, de El Bolsón, que ha editado una selección de 16 piezas de canciones de Carmina Burana (El Bolsón, junio de 2000), nos dice que sólo una parte del cancionero es goliárdico, precisamente lo fueron las obras que más interesaron a Orff. Muchas otras son de clérigos y apuntan a cuestiones filosóficas, o de denuncia social.
En la época en que Orff tomó contacto con este material (su obra fue gestada en 1935/36), no se encontraba descifrada su notación musical, una compleja escritura neumática. Los neumas (de espíritu, soplo), dice Pola Suárez Urtubey en su Historia de la Música (edit. Claridad, 2004) consisten en una serie de signos derivados de los acentos de recitación, e incluyen dos o más notas para cada sílaba. Luego del siglo XI, estas grafías adquirieron una altura determinada dentro de un esquema de líneas, así como una relación interválica. La escritura musical era, en esa época, una especie de ayuda memoria y los textos pasaban por varios copistas, de allí que puedan existir muchas variaciones con respecto a lo que realmente fue el original.
Las primeras versiones inspiradas en la notación neumática (dice Marcelo Morillo) fueron, en 1967 la de Studio der Frühe musik de Munich, y las de René Clemencic y Philip Phicket.
Un contexto intercultural
La poesía de Carmina Burana fue concebida para ser cantada. Muchas de las melodías se han perdido, otras se conservaron gracias a la práctica de emplear las viejas melodías con palabras nuevas.
El resultado es un cancionero que alterna textos concebidos desde la más pura búsqueda del lenguaje poético, a otros de variada índole pero que tienen de común con los primeros, la subyugante fuerza vital.
Una cuestión interesante (en esta época global) es la internacionalidad de las canciones. Ivonne Bordelois (“La palabra amenazada”, Capítulo 10 “Políticas de lenguaje”) critica la palabra globalización. Señala que “es una metáfora fundamentalmente falsa…el globo es un artefacto plástico, vacío. Hinchado, resbaladizo, frágil”. No hay compromiso, densidad ni conciencia, sólo tecnología. La verdadera multiculturalidad es el diálogo, la aceptación de las diferencias, la incorporación (en este caso expresiva) de otro a nosotros y de nosotros a él.
Veamos cómo se refleja esto en el cancionero de Benedikbeuren.
Thomas Binkley señala que existió una gran influencia árabe que “provino de contactos primitivos directos con maestros persas, y también a través de las cruzadas y por intermedio de los moros de España. Se evidencia sobre todo en la adopción de instrumentos exóticos, algunos, como el laúd, siguieron usándose en Europa”.
Hay tradiciones por debajo de los textos. Ellas los alimentan, les confieren identidad. Otro intérprete, René Clemencic dice que “el instrumental medieval era de una plenitud y de una riqueza de timbres increíble. Numerosos instrumentos musicales llegaron a Europa desde Medio Oriente…muchos de ellos han vivido sin cambiar hasta nuestros días”.
El cancionero parece ser la convergencia de todo un mundo, en el lenguaje y los temas. Así, hay varias versiones posibles de cada letra, según la región, la influencia o el modo de ser ejecutada. Eso mismo vemos en las de Languedoc y Theatrum Instrumentorum (Boloña, 1997), al interpretar las canciones Ich was ein Chint so wolgetan (que buena chica soy), In taberna quando sumus (cuando estamos en la taberna), tempus est jocundum (gozosa es la estación) y Bache bene venis (bienvenido Baco), éstas últimas, tomadas por Orff (saco las traducciones de la versión en inglés de Theatrum Instrumentorum).
En esta última, el material está reunido temáticamente: Carmina veris et amoris (cantos de primavera y amor), Carmina moralia (cantos éticos) Carmina lusorum et potatorum (cantos de juego y bebida) y Carmina divina (cantos sagrados).
Aquí las canciones deparan muchas cosas distintas al mismo tiempo: es una textura delicada pero muy vital, plena de timbres remotos que sin embargo parecen conocidos o al menos, resuenan así en nosotros. Su musicalidad, hecha de melodías simples y pegadizas, y de ritmo percusivo, es de una extraña belleza que, contra lo que se podría pensar, no es arcaica. Producen la sensación de que en el tiempo habitan cosas que parecían olvidadas por una extraña memoria universal, pero que de pronto nos hablan, y lo que nos dicen, nos concierne. Es la dulzura de antiguas lenguas, son historias lejanas y, al mismo tiempo, vigentes, en timbres que no tienen nada de tosco, que en las partes solamente instrumentales son extremadamente dulces. Hay en ellas una sensibilidad hacia un sonido íntimo, pequeño, pero que sin embargo no se concibe fuera de lo grupal. Las canciones celebran a un nosotros, a sus anécdotas, sus vicisitudes en un mundo que pretenden hacer más tolerable.
Carmina Burana tiene no solamente la presencia enigmática de algo que vuelve a cobrar vida y que contiene un poderoso mensaje, sino también un sentido: el de que sin importar los siglos que transcurran, no obstante las culturas y los lugares, seguimos siendo los mismos, aquellos que tienen el poder y aquellos otros que nos consolamos de la manera más genuina posible, produciendo creaciones con los materiales que hay a la mano, del modo más sincero y espontáneo, y que buscamos en ese camino, entender algo de la naturaleza humana y dejar un testimonio de ello.



Eduardo Balestena

Dos momentos de un siempre vigente clasisismo
La Orquesta Sinfónica Municipal, en su concierto del 15 de julio, contó con la actuación solista de Guillermo Zaragoza y la dirección del maestro Christian Baldini.
Obertura de la Flauta Mágica
Un tema no frecuentado pero que no resulta menor, es el modo como efectivamente formaban las orquestas a partir de la de Mannheim, donde se constituye el aparato orquestal moderno. Al analizar, en su serie dedicada a las sinfonías, pasajes de la Patética, Andre Previn plantea esa cuestión, al hacernos advertir que pasajes de primeros y segundos violines, tienen un sentido que se arma a partir de la escucha frente a ellos, y carecen de una significación aislada. Sin llegar a este extremo, por las obras que se abordaron, la disposición que adoptó Christian Baldini al ubicar a los segundos violines donde habitualmente están los cellos, y las violas donde van los segundos violines, dio un inesperado fruto: un detalle mayor, una claridad diferente y sonido que discurre abarcando los bordes opuestos del escenario. Se llegó al ensayo general con las obras ya muy preparadas.
La obertura de La flauta Mágica parece una pequeña sinfonía, organizada matemáticamente en un tiempo de corcheas y que a partir de una dulce y misteriosa introducción, plantea un allegro del cual se pudo advertir el armado, en los pasajes en las cuerdas, en un sonido absolutamente homogéneo y que plantea un exigente crescendo al final.
Concierto nro, 4 en sol mayor, op.58 de Beethoven
Con gran acierto, el violinista José Daniel Robuschi dijo del concierto de Dvorak para el instrumento “hay conciertos que parecen más de lo que son, y otros que son más de lo que parecen”. Esto podría predicarse del cuarto de Beethoven, estrenado, con la cuarta sinfonía y la obertura Coriolano, en marzo de 1807. Su escritura es coetánea con la de la quinta sinfonía y Leonora.
Confrontado con el “Emperador”, parece una obra hecha de despojamiento, sin efecto alguno, y de una escritura “aforística” donde todo resulta esencial, y todo ello es cierto, pero no significa que tenga una complejidad menor. Es un pensamiento musical que parece austero, pero que está hecho en la exactitud.
Guillermo Zaragoza rescató en su interpretación la claridad de una obra donde las dificultades son muchas, y pudo darle el sentido de un discurso que siempre debe parecer fluir con naturalidad, sencillez y expresividad, pese a lo profundo y trabado que en realidad es, una profundidad que comienza a ser advertida a poco que se repare en ella, porque la propuesta de la obra es, en apariencia, más liviana.
Sinfonía nro.4, en si bemol mayor, opus 60 de Beethoven
Christian Baldini señalaba que Beethoven había interrumpido los esbozos de la quinta, para escribir esta cuarta sinfonía, donde se utiliza, en otra tonalidad, y trabajada de otro modo, la célula rítmica que vertebra a la quinta.
Ante ella, si bien no estamos ante esa dialéctica de oposición de las sinfonías impares, sí estamos ante la fuerza constructiva beethoveniana que pugna entre la precisión clásica y su desborde. Con excepción del enigmático inicio del primer movimiento, que contrasta con el vibrante tratamiento rítmico posterior, y del Adagio, exigente en otro sentido, el resto de los arranques son bravos y arriesgados. A diferenta de la quinta, no acumula tensión y parece, aun en su estética marcada y tajante, más flexible melódicamente, pero el criterio más clásico, no la hace menos vibrante y original, con esas exigencias dinámicas, esos pasajes camarísticos que se resuelven en un nuevo tutti orquestal. El discurso beethoveniano oscila entre vigor y dulzura. Es exigente en la orquesta, pensada como un todo y en una cuerda muy rápida en el último movimiento. Pide vehemencia, pero a la vez, como muchas obras del repertorio clásico, exige exactitud. Y allí está el desafío de hacerla por una orquesta que rescató ese espíritu.
La conversación con directores e intérpretes trae siempre la letra chica, la que no está en los libros de música y que pasa por una experiencia y una actitud, humilde e interior, ante la obra, que solo viene de amarla, respetarla y conocerla, de rendirse, una y otra vez, ante su misterio y renovarlo. Es el caso de Christian Baldini, marplatense, hoy residente en Estados Unidos y con quien la charla deviene espontánea, simple y enriquecedora.
La Sinfónica Municipal fue la primera orquesta que escuchó en vivo, con lo cual ha resultado significativa la experiencia de poder dirigirla y hacerlo desde la experiencia que, aun en su temprana edad, pudo formar, ya que es además compositor. Una de sus obras fue interpretada recientemente en Inglaterra.
Esperemos que nos sea dado alguna vez conocer a Chirstian Baldini como compositor, así como sería esperable que nos fuera dado el acceso a tantos compositores argentinos, ya que hay una eterna deuda impaga hacia ellos.



Eduardo Balestena

Antonin Dvorák.
En el centenario de la muerte de Antonin Dvorák, -acaecida en Praga el primero de mayo de 1904-, es necesario pensarlo, además de como un músico de permanente vigencia, en lo que significó, en la segunda mitad del siglo XIX, su inspiración a la vez subjetiva y nacional.
Concibió una muy extensa obra, en diferentes estéticas, y en distintos géneros. De este verdadero cosmos musical se transita mayormente la Sinfonía nro.9, opus 95, del nuevo mundo (1893), la Octava, opus 88 (1889), el Concierto para cello opus 104 (1895), las Danzas eslavas opus 46 y 72 (1878 y 1886) el Cuarteto Americano, opus 96 (1893) y algo menos, las Sinfonía nro.7, opus 70 (1884-85) y el Concierto para violín, opus 53 (1879).
Había nacido en el corazón de Bohemia el 8 de septiembre de 1841, en la localidad de Nelahozeves, a unos treinta kilómetros de Praga. Fue el mayor de ocho hermanos. Su padre, carnicero y posadero, era músico aficionado. En su niñez, oía fascinado a las bandas gitanas y tocaba el violín para los clientes de la posada. Su maestro Antonin Liehmann, fue el gran impulsor de sus estudios y quien convenció a su padre de que lo enviara a estudiar a Praga. El personaje de su ópera El jacobino, es un sentido homenaje a Liehmann.
Bohemia.
La concepción nacional de Dvorák –abierta por Bedrich Smetana, 1824-1884, con quien tuvo amistad, y que rescató valores medulares más que un color local - no era una posición estética fácil en la época en que gestó sus obras más significativas en esa concepción –posteriormente tuvo una etapa más universal-.
La historia de Bohemia, llamada “El Conservatorio de Europa”, no fue fácil.
Los eslavos llegaron a su plenitud con la fundación del Gran Imperio Moravo (830/906) invadido luego por los magiares y que cayó, a partir de 962, bajo la influencia del Sacro Imperio. Con el fin de contrarrestar la influencia eclesiástica de Roma, el Príncipe Rotislav solicitó del emperador de Bizancio, el envío de eclesiásticos eslavos. Así, Cirilo y Metodio de Tesalónica, predicaron en eslavo y tradujeron textos de la liturgia a ese idioma. Nació así el alfabeto glagolítico. Ello es importante en el nacionalismo musical checo ya que Leos Janacek (1854-1928) –junto a Smetana y Dvorák, uno de los músicos nacionales más importantes-escribiría su Misa Gragolítica precisamente en ese idioma (el Maestro Horacio Lanci, en su programa de la serie “Un viaje al Interior de la música” dedicado a los Kyries, difundió el de esta misa del autor de Taras Bulba).
Siglos después, los checos se levantarían contra el dominio teutón y serían derrotados en la batalla de la Montaña Blanca (1620), episodio que inspiró a Dvorák su cantata Hymnus, opus 30, de 1873, cuyo estreno causó gran impresión.
El pueblo fue obligado a hacerse católico y a hablar el alemán. El checo fue prohibido durante doscientos años, pero sobrevivió en las zonas rurales.
Los músicos y artistas de la generación de Dvorák, vivieron este desmedro de lengua y cultura como un estado normal, aprendieron alemán y se desarrollaron bajo la influencia germana. Algunos incluso se cambiaron el nombre. Dvorák, como una profunda cuestión de identidad, un modo de percibir y de sentir, desechó la influencia germana y luchó por el rescate del idioma checo–en misas y óperas-.
Un músico de la síntesis.
La escena musical estaba, hacia el romanticismo tardío, dominada por el germanismo wagneriano y la música programática –sujeta a programas literarios-. Artistas como Brahms, cultor de la música pura, eran la excepción. Precisamente de Brahms recibiría Dvorák un concreto apoyo y una gran influencia. El creador hamburgués, tras formar parte de un jurado que le otorgó una beca, se interesó en su trabajo y le recomendó a su editor Simrock que publicara los Dúos Moravos. Dvorák mantendría con Simrock –a cuya expresa solicitud escribió las danzas eslavas del opus 72- un vínculo no siempre fluido.
La popularidad tanto de las danzas húngaras de Brahms como de las eslavas de Dvorák se debió a que, a diferencia del siglo XVIII, en que se editaban obras ya conocidas, en el XIX, los editores buscaban promover composiciones para piano a cuatro manos, o para dos instrumentos, y popularizarlas. Estas piezas –que, en la consolidación de la música como una producción y del músico como un artista independiente, abrieron un mercado y un público- fueron orquestadas posteriormente, por los propios compositores y por otros. Simrock publicaba esta clase de obras de Dvorak, pero se resistía a hacerlo con sus sinfonías (el caso más notorio es el de la Octava, una de sus obras más acabadas). En esa primera etapa, el músico checo encontró un ámbito de expansión en las pequeñas formas, donde su espíritu de síntesis, inventiva y lirismo serían cruciales para su consagración.
Dvorák fue influido por Brahms, con quien comparte la sonoridad calma y depurada, mas no ciertos matices de oscuridad nórdica, y por Schubert, a quien admiraba y cuya música conoció muy profundamente. Su estética, en la etapa de madurez, utiliza las formas en función de su dominio y como soporte de una sensibilidad. No quiso ser un teórico ni un cultor de la forma por la forma.
El equilibrio formas-folclore, plantea un enorme problema: que las raíces populares no son fáciles de recrear desde el lenguaje formal, en el cual no encuentran un modo de expansión. Sin embargo, en su forma original, las posibilidades expresivas parecen sin embargo limitadas. Dvorák no usó propiamente melodías populares, lo que resulta nacional es su sensibilidad y su modo de concebir melodía y color.
Oficio musical y autobiografía.
Dvorák ejerció y conoció el oficio musical, primero acompañando a su padre en celebraciones campesinas, luego como violista de la Orquesta del Teatro Provisional de Praga (1862) y organista de la Iglesia de San Adalberto.
No toda su obra obedece a las mismas inquietudes estéticas ni a los mismos estímulos. El Stabat Mater opus 58, terminado en 1877, inspirado, como una larga serie entre la cual hay que destacar el Stabat Mater de Pergolesi (1735), por el poema del franciscano Jacopone Da Todi, es un testimonio personal y un hito. Dvorák perdió a tres hijos, Josepa, muerta a poco de nacer, el 21 de septiembre de 1875 –para quien escribió el Trío en Sol menor opus 26-, Ruzena, de un año de edad, desaparecida el 13 de agosto de 1877, y Otokar, su primogénito, fallecido a los tres años de edad, menos de un mes más tarde, el 8 de septiembre de 1877; luego de ello, concluyó el Stabat Mater en seis semanas. Su estreno causó una gran impresión. Fue ejecutado con gran éxito en Inglaterra, etapa a la cual pertenece la Séptima Sinfonía opus 70, en re menor.
Escribió una larga serie de óperas, y obras líricas –entre ellas Rusalka, Dimitri, el Oratorio Santa Ludmila, el Té Deum y las Canciones bíblicas-. La ópera es el género en el cual probablemente haya esperado dejar su gran legado nacional. Sin embargo ha trascendido más que nada como sinfonista -vena que opaca también a sus poemas sinfónicos como La Bruja del mediodía –que narra la muerte de un niño- y la Paloma del Bosque, opus 110.
En aquel género debemos distinguir entre experiencias como la Sinfonía del Nuevo mundo de otras. Se trata de una obra esencialmente eslava, pese a que su segundo movimiento, Largo se inspira en el poema de Hiawata, de Longfellow. El jefe indio Hiawata ha debido arrojar anualmente a una joven como ofrenda a los espíritus de la catarata. Su esposa Minnehaha se ofrece al sacrificio, y el llanto de su despedida es la voz del famoso solo de corno inglés.
La Octava,-en sol mayor- es en cambio más espontánea y honda desde el propio inicio, en las sonoridades medias de la cuerda, con una melodía clara y emotiva. En ella el impulso y la madurez de la invención son quienes llevan a las formas. Algo así puede decirse también del soberbio Concierto para cello, en si menor, que incluye fuentes folclóricas estadounidenses, por la exploración de las sonoridades del instrumento solista y el permanente despliegue de ricas melodías. El nacionalismo, incorporado en sonoridades y frases, ya no es una decisión sino un lenguaje en pos de la inventiva melódica, a partir de un dominio absoluto de la paleta orquestal. Este proceso se hace evidente en sus sinfonías, que van desde la evocación de la número 1 –Las campanas de Zlonice, la ciudad donde fue a vivir cuando tenía doce años- hasta la suerte de despegue que hace en la número 5, donde el melodismo se impone ante toda retórica.
Resultan significativas las palabras con las que se definió: “Soy lo que soy, un humilde músico bohemio”, fue humilde pero seguro de su genio, autoexigente, nutrido por su fe, su credo nacional y más que nada por su lirismo y dejó una obra que, como la de su admirado Schubert, tiene además del genio, ese definido sello amable, transparente e inagotable.
Quizás en esta profesión de fe sencilla, optimista, familiar y a veces ingenua de un hombre que sólo se encontraba plenamente gusto en el campo, podamos encontrar además de un genial músico, un ser inspirador.

Eduardo Balestena

(nota publicada en 2004, en el centenario de su muerte)