miércoles, 23 de diciembre de 2009

Eroica




La película Eroica: the day that changad music forever de Simon Cellan Jones (a la que puede accederse en nueve videos de Youtube) recrea la primera interpretación de la sinfonía del mismo nombre, tercera, opus 55, de Ludwig van Beethoven, en el palacio de príncipe Lobkowitz (interpretado por Jack Davemport), el 9 de junio de 1804.
Sin rupturas en el tiempo, con algunos exteriores – los bosques de Viena por los que solía caminar el compositor- pero la mayor parte del tiempo en un salón del palacio, y la Orquesta Revolucionaria y Romántica, con instrumentos de época, dirigida por Sir John Eliot Gardiner, es posible pensar una época, sentir la perplejidad ante una obra nueva, desafiante, y con una enorme potencia, formal e interior.
“Hombres como nosotros”
Ian Hart compone a Beethoven en una acción que condensa varios hechos de su vida: su amor por Josephine Deym nee Brunswik (Claire Skinner) que es definido, en la ficción, durante el concierto, la actitud del compositor ante Napoleón, y su relación con la nobleza.
En la película, la princesa Lobkowitz (Fenella Woolgar) se sorprende cuando Ferdinand Reis (Leo Hill) alumno de Beethoven, le dice que la sinfonía estaba dedicada a Bonaparte, quien había invadido y derrotado a Austria sólo dos años antes. Napoleón, era una figura ambivalente para Beethoven: en 1796 se había negado a la propuesta de dedicarle una sonata, pero, como para un sector de la intelectualidad, simbolizaba para él a un hombre hecho a sí mismo y un desafío para la nobleza de la que dependía Beethoven, y a la cual, alternativamente, buscaba y rechazaba.
Sin embargo, la razón de más peso para la dedicatoria era su propósito de radicarse en París y entrar en los círculos intelectuales franceses. Al tomar como modelo a Napoleón, provocadoramente, indicaba su desprecio ante esa nobleza para la cual era el enemigo por antonomasia. Sobre el final, la película recoge el gesto de Beethoven al saber, por Reis, que se había coronado emperador: rompió en dos la primera hoja de la partitura. Finalmente dio a su sinfonía el título con el que hoy la conocemos. Comprendió que no había ningún deseo de libertad al coronarse emperador, y al enterarse de una de sus victorias afirmó: “Es una lástima que no comprenda el arte de la guerra tan bien como el de la música, en ese caso, yo le habría conquistado a él”. Cuando Napoleón murió en 1821, dijo “Yo he escrito la música adecuada para esta catástrofe.”
La ulterior invasión de Napoleón a Viena significó la quiebra del príncipe Lobkowitz, a quien Beethoven había dedicado finalmente la obra, y que adquirió sus derechos por seis meses.
Al comienzo de la película, Beethoven es presentado al Conde Dietrichstein (Tim Pigott Smith, gran actor que interpretó el personaje de Thomas Benn, en Lo que queda del día), quien alude al van de su apellido, y le pregunta por su rango. El compositor responde con un irónico juego de palabras y la princesa Lobkowitz alude a que es un gran artista: el artista es una suerte de noble por su propio mérito, como lo indica el gesto de Beethoven de subir por la escalera principal en lugar de por la de servicio, coincidente con aquella anécdota en la localidad termal de Teplitz, en Bohemia: allí se encuentra junto con Goethe y el gran duque de Weimar, Karl August, el arquiduque Rodolfo y la Emperatriz, con quienes se cruzan. Goethe se descubre y se hace a un lado, y Beethoven, sin sacarse el sombrero, sigue su camino, y los nobles son quienes lo saludan y le presentan sus respetos. Escribe a Bettina Brentano: “Reyes y príncipes pueden designar profesores, crear consejeros privados, asignar títulos y conceder condecoraciones, pero grandes hombres, espíritus que se elevan sobre la vulgaridad humana, no los pueden crear…cuando dos personas como Goethe y como yo se encuentran, entonces los nobles señores están obligados a advertir lo que hay de realmente grande en dos hombres como nosotros”.
El heroísmo de la sinfonía no es la poderosa pero pasajera figura de Napoleón, sino el propio heroísmo beethoveniano, su permanente adversidad y su permanente fuerza.
Una estética
La mirada de Simon Cellan Jones no sólo resuelve los múltiples problemas de desarrollo visual de su obra (no detenerse simplemente en la música, sino valerse de ella, mostrar, paralelamente a la orquesta, lo que sucede en los personajes, y explotar las posibilidades del escenario), sino que sabe extraer algo diferente de los rostros, del espacio, de la orquesta y de los desplazamientos de la cámara y confiere a ese momento una atmósfera especial. En parte viene de la mirada femenina: son la princesa Lobkowitz, Josephine y Therese Brunswik y Kirsten, una doncella (Victoria Shalet), quienes primero perciben el valor de esa música tan extraña, cuyas impresiones se reflejan en sus rostros y en el modo en que reaccionan. Con excepción del príncipe, la comprensión de los hombres es menor hacia la obra, registrada por una cámara siempre dispuesta a incorporar la belleza y lo enigmático de la presencia femenina a su refinado discurso visual.
Sin embargo, es antológica la escena en que, en el transcurso de la marcha fúnebre (el segundo movimiento) la cámara se posa sobre el rostro del Conde Dietrichstein, quien, pese a su abierto rechazo a una sinfonía tan extensa y violenta como profunda, se conmueve sinceramente: de pronto es como si una irreprimible tristeza se hubiera apoderado de él, traída por la música. Una tristeza nueva y honda ante esa Europa de violencia, ante un mundo que desaparece. Progresivamente su rostro se hace sombrío y llora en silencio.
Cada movimiento tiene un punto de vista diferente: en el scherzo, Beethoven y Josephine discuten en un pequeño salón, mientras la música se escucha a lo lejos. Intenta convencerla de que se case con él, le dice las sumas que ha ganado el último año, pero hay una distancia insalvable. En el último, el punto de vista se fragmenta, mientras transcurre el tema con variaciones, la cámara se anticipa, cuenta lo que sucederá después y en un momento, en el finale, cambia de objeto casi a cada compás.
Sforzando
Vamos a detenernos sólo en la exposición del primer movimiento, hasta la reexposición, para decir que generalmente las versiones de la discografía enfatizan en la energía y el elemento rítmico, con una cuerda que suele escucharse en bloque. El enfoque de Sir John Elliot Gardiner es muy diferente: la obra revela una serie de relieves y sutilezas.
Beethoven aguarda la llegada de las partichelas para la orquesta. Una vez que son repartidas –por el editor que dice “esto no es música en absoluto”- y leídas sobreviene el desconcierto entre los músicos. Al inicio, abordan el primer acorde suavemente. Beethoven hace detener con brusquedad la ejecución e indica sforzando. En otro intento pide más fuerza, “no quiero un sonido maravilloso, quiero un sonido imperativo” y hace un gesto con la mano y el brazo, “no tocamos fuerte”, le contestan los músicos. En el cuarto intento, cuando les dice que “el humor cambia todo el tiempo” comienza el verdadero tour de force: en un ataque corto y tajante de la célula del acorde inicial que permite construir un tema abierto, sin resolución, que va desplegando ese acorde inicial y forma un primer tema, enunciado por los graves de la cuerda, con muchas posibilidades, dinámicas y rítmicas, enriquecido por los metales –en el caso, las trompetas más largas y sin válvulas, así como tampoco las tenían las trompas que se usaban- hasta un tutti, después del cual surge la novedad para la época de un tema nuevo, enunciado sucesivamente en el oboe, clarinete, flauta y cuerdas (son el oboe de la época, un clarinete casi sin llaves, una flauta de madera, y cuerdas tocadas sin vibrato: Gardiner cuida mucho el ataque de cada primera nota en la cuerda). Este tema nuevo es recurrente, se contrapone a los desarrollos y tensiones del primero como si fuera un refugio para esa tensión, no obstante, es expuesto en diferentes maneras. Luego aparece un desarrollo tomado del primer tema, que (como me señalara el maestro Guillermo Becerra) irradia, con una enorme potencia, varios motivos: en esta primera oportunidad es una intrincada estructura en las cuerdas. Luego es como si fuera variando hasta un elemento rítmico, marcado por el timbal, más pequeño, de sonido muy diferente a los actuales, para sobrevenir un acorde disonante en los metales. Uso de timbales, metales tocando fuerte y en forma disonante algo que no fuera una melodía, como se revela en las actitudes varios oyentes (entre ellos el propio príncipe), era impensable para entonces, pese a que la sinfonía Júpiter, de Mozart, había planteado el género como una forma seria, compleja y de largo aliento, pero sin introducir estos timbres.
En otro lugar, dos grupos instrumentales, maderas y cuerdas, repiten dos motivos diferentes del primer tema, acentuando su intensidad, hasta resolver el pasaje en las cuerdas. Más tarde, mientras éstas van concluyendo suavemente un acorde, en dominante –reiteración de un elemento anterior-, se introduce una trompa, en tónica, cuya irrupción hace gritar a Reis: “¡tonto!” al instrumentista, pues ha interpretado que entraba a destiempo, antes que se resolviera el pasaje, a lo cual Beethoven reacciona contra Reis. Ello marca la reexposición, en que los timbres en gran medida son confiados a las maderas. Es la intensidad y la forma los que cambian permanentemente, sobre ese elemento en expansión, pero que siempre mantiene su forma primordial, en una dialéctica de oposición.
En la marcha fúnebre, la princesa dice a alguien que ella imagina un carruaje fúnebre, con caballos con penachos, “pero quién es el muerto”, se pregunta, “es el héroe”, pero el tema renace luego. Si el tema es el heroísmo, ¿puede entonces el héroe morir, o es que muere y renace, o es otra cosa lo que muere, en ese caso, qué es: un ideal, un mundo?
En la ficción, Hydn (Frank Finlay) que ha sido profesor de Beethoven, llega hasta el palacio de Lobkowitz y al final, cuando se retira y alguien le pregunta que le había parecido la obra responde algo como “demasiado larga, demasiado cansadora, demasiado violenta, pero obedece a una voz muy firme y muy interior, y lo cierto es que desde hoy, algo ha cambiado para siempre en la música”.
Lo nuevo y original
“Lo nuevo y original se genera por sí mismo sin que se piense en ello” dijo, según Schindler, su secretario, una vez. Beethoven trabajaba en esbozos de lo que serían varias obras. Lo hacía simultáneamente y a ello sucedía un largo trabajo preparatorio que despojaba a esas construcciones, complejas, sombrías, de todo lo que no fuera esencial, extrayendo un núcleo, como una joya brillante; una idea que parece lineal y que lo es en su materia primigenia, pero capaz de abrirse en posibilidades, una estructura ruda en apariencia, pero esencial, bajo la cual y alrededor de la cual, existen grandes sutilezas, como por ejemplo la división en las cuerdas en el primer movimiento, y la diferencia de sus intensidades.
Horacio Lanci citó, en el programa de Un viaje al interior de la música, dedicado a esta obra, las palabras con que Romain Rolland conmemoró, en 1927, el centenario de la muerte del músico a quien consideró representativo de una edad de Europa “no porque esta edad le haya tomado por modelo. Si nos parecemos es porque él y nosotros estamos hechos de la misma carne. No es pastor que conduce a su rebaño, es el toro padre que marcha a la cabeza de su raza. Al describirle, describo su raza, nuestro siglo, nosotros mismos. Nosotros y nuestra compañera de ensangrentados pies, la alegría; no la tosca alegría del alma repleta a dos carrillos, la alegría del sinsabor, la alegría del dolor, del combate, del sufrimiento superado, de la victoria sobre sí mismo, del destino conquistado y fecundo. Y el gran toro, de feroz mirada, alta la testuz, hincadas las cuatro patas en la cumbre, al borde abismal, lanza su mugido por encima de los tiempos.”

Para ver la película haga click aquí.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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