lunes, 20 de febrero de 2012

El anhelo de eternidad



La Orquesta Sinfónica Municipal fue dirigida en su concierto del 18 de febrero en el Tetro Colón por el maestro Emir Saúl, quien se refirió –algo extensamente- a cada una de las obras que responden a ya de por sí conocidos mitos, leyendas y dramas; ello en sus aspectos históricos antes que musicales.


Hubiese sido preferible un orden progresivo por texturas y épocas en lugar del mosaico que significó la alternancia de lenguajes. El programa abrió con la Introducción (Combate-Tumulto-Intervención del Príncipe) de la Sinfonía Dramática Romeo y Julieta de Héctor Berlioz (1803-1869). De esta obra suelen tomarse fragmentos más extensos y representativos en las versiones solamente orquestales. La introducción comienza con una rápida fuga y se sucede con la intervención de los metales. Fue evidente el tempo muy lento y un discurso poco articulado y flexible, con un sonido parcializado, muy lejano de su función caracterizar el clima inicial de la sinfonía (tan diferente –en cohesión tempo y amalgama sonora- en una versión referencial como la de Colin Davis y la Sinfónica de Londres). Seguidamente fueron abordadas las danzas de la suite de ballet Paride ed Elena, de Christoph Willibald Gluck (1714-1798). Pese a no tratarse de una versión con criterios de interpretación historicista sorprende en esta textura la libertad en la concepción musical en una obra de mucha dificultad (apreciable en la gavota) más que nada en una cuerda que sonó homogénea y sensible a los aspectos dinámicos de una obra con muchos matices.


Preludio de Tristán e Isolda, y Muerte de Isolda, de Richard Wagner (1813-1883): El Tristán es, junto con los Organa de Leonin y Perotin y la Consagración de la Primavera, de Stravinsky, una de las pocas obras verdaderamente revolucionarias en la historia de la música. En el preludio se plantean varios de los leimotiv del drama: comienza con el del deseo o anhelo infinito al que sucede el de la atracción y el de la mirada de amor. Wagner escribe un motivo conductor para personajes, situaciones e ideas y la narración discurre en estos motivos que son los que, en su alternancia, o simultaneidad, verdaderamente narran una historia que discurre en la melodía infinita: una que no resuelve en consonancia sino que va engendrando nuevos motivos. Tal lenguaje depende de un sonido construido con distintos timbres: a las cuerdas en el leimotiv del deseo suceden las maderas (justamente Debussy criticó esta particularidad del sonido wagneriano, al que llamó una pasta sonora). No obstante la frecuente falta de indicación en las entradas, una cuestión no menor en una textura tan precisa en ese aspecto (por ejemplo e las maderas o al clarinete bajo por citar algunos) que van formando el tejido orquestal, hubo un sonido muy trabajado en sus inflexiones. Le sucedió la versión orquestal a la conocida muerte de Isolda, donde la orquesta supo articular el crescendo final.


Danza de las Furias y Danza de los espíritus, de Orfeo y Euridice (1762) de Gluck. Ubicada en el comienzo del desarrollo del período preclásico, esta gran obra que trabaja sobre el mito órfico lo hace desde un aspecto íntimo que renuncia a la grandielocuencia. La danza de las furias crea el clima dramático en los rápidos pasajes de la cuerda –que requieren, dentro de su intensidad, una gran delicadeza de inflexión- más que nada en la resolución del final. La danza de los espíritus está construida –en la primera parte- por el diálogo entre flauta y cuerdas. Luego de este desarrollo, y con un elemento nuevo surge el solo de flauta, con el fondo de la cuerda. Es destacable el fraseo de la flauta solista –Alexis Nicolet- tanto en el trabajo sobre las intensidades, cambiantes en el curso de una misma nota, como de una acentuación muy diferente a la del resto de las versiones, con un sentido de fluidez, espontaneidad y movimiento, de gracilidad y delicadeza. Es importante la dinámica en las cuerdas, ya que les está reservada una dulzura tan intensa como la de la flauta, a la que siempre deben acompañar pero sobre la cual no pueden nunca prevalecer. Si bien no hubo indicaciones en este sentido, existió un muy adecuado balance, más que nada en la segunda parte de la Danza de los Espíritus.


Para concluir fue interpretada la Obertura Fantasía Romeo y Julieta (1872), de Piotr Ilich Tchaicovsky (1840-1893). Obra muy demandante, tanto en sus aspectos expresivos como específicamente técnicos. Van sucediéndose temas que entran en pugna –el de los amantes, el del odio, con los consiguientes contrastes en el tejido orquestal. Cada tema requiere, a su vez, el soporte armónico de instrumentos distintos de los que lo enuncian –cuerdas y cornos, por ejemplo, en el del amor- en intervenciones que surgen de manera muy cruzada y para las que no se advirtió una clara marcación en una orquesta que pudo hacer una buena versión de la obra.


Como en el Tristán, las obras musicales que abordan las historias de dúos de amantes cantan, en distintos lenguajes, con diferentes propósitos, al anhelo de eternidad propio de los grandes amores.






Eduardo Balestena


http://www.d944musicasinfonica.blogspot.com/