miércoles, 23 de diciembre de 2009

Eroica




La película Eroica: the day that changad music forever de Simon Cellan Jones (a la que puede accederse en nueve videos de Youtube) recrea la primera interpretación de la sinfonía del mismo nombre, tercera, opus 55, de Ludwig van Beethoven, en el palacio de príncipe Lobkowitz (interpretado por Jack Davemport), el 9 de junio de 1804.
Sin rupturas en el tiempo, con algunos exteriores – los bosques de Viena por los que solía caminar el compositor- pero la mayor parte del tiempo en un salón del palacio, y la Orquesta Revolucionaria y Romántica, con instrumentos de época, dirigida por Sir John Eliot Gardiner, es posible pensar una época, sentir la perplejidad ante una obra nueva, desafiante, y con una enorme potencia, formal e interior.
“Hombres como nosotros”
Ian Hart compone a Beethoven en una acción que condensa varios hechos de su vida: su amor por Josephine Deym nee Brunswik (Claire Skinner) que es definido, en la ficción, durante el concierto, la actitud del compositor ante Napoleón, y su relación con la nobleza.
En la película, la princesa Lobkowitz (Fenella Woolgar) se sorprende cuando Ferdinand Reis (Leo Hill) alumno de Beethoven, le dice que la sinfonía estaba dedicada a Bonaparte, quien había invadido y derrotado a Austria sólo dos años antes. Napoleón, era una figura ambivalente para Beethoven: en 1796 se había negado a la propuesta de dedicarle una sonata, pero, como para un sector de la intelectualidad, simbolizaba para él a un hombre hecho a sí mismo y un desafío para la nobleza de la que dependía Beethoven, y a la cual, alternativamente, buscaba y rechazaba.
Sin embargo, la razón de más peso para la dedicatoria era su propósito de radicarse en París y entrar en los círculos intelectuales franceses. Al tomar como modelo a Napoleón, provocadoramente, indicaba su desprecio ante esa nobleza para la cual era el enemigo por antonomasia. Sobre el final, la película recoge el gesto de Beethoven al saber, por Reis, que se había coronado emperador: rompió en dos la primera hoja de la partitura. Finalmente dio a su sinfonía el título con el que hoy la conocemos. Comprendió que no había ningún deseo de libertad al coronarse emperador, y al enterarse de una de sus victorias afirmó: “Es una lástima que no comprenda el arte de la guerra tan bien como el de la música, en ese caso, yo le habría conquistado a él”. Cuando Napoleón murió en 1821, dijo “Yo he escrito la música adecuada para esta catástrofe.”
La ulterior invasión de Napoleón a Viena significó la quiebra del príncipe Lobkowitz, a quien Beethoven había dedicado finalmente la obra, y que adquirió sus derechos por seis meses.
Al comienzo de la película, Beethoven es presentado al Conde Dietrichstein (Tim Pigott Smith, gran actor que interpretó el personaje de Thomas Benn, en Lo que queda del día), quien alude al van de su apellido, y le pregunta por su rango. El compositor responde con un irónico juego de palabras y la princesa Lobkowitz alude a que es un gran artista: el artista es una suerte de noble por su propio mérito, como lo indica el gesto de Beethoven de subir por la escalera principal en lugar de por la de servicio, coincidente con aquella anécdota en la localidad termal de Teplitz, en Bohemia: allí se encuentra junto con Goethe y el gran duque de Weimar, Karl August, el arquiduque Rodolfo y la Emperatriz, con quienes se cruzan. Goethe se descubre y se hace a un lado, y Beethoven, sin sacarse el sombrero, sigue su camino, y los nobles son quienes lo saludan y le presentan sus respetos. Escribe a Bettina Brentano: “Reyes y príncipes pueden designar profesores, crear consejeros privados, asignar títulos y conceder condecoraciones, pero grandes hombres, espíritus que se elevan sobre la vulgaridad humana, no los pueden crear…cuando dos personas como Goethe y como yo se encuentran, entonces los nobles señores están obligados a advertir lo que hay de realmente grande en dos hombres como nosotros”.
El heroísmo de la sinfonía no es la poderosa pero pasajera figura de Napoleón, sino el propio heroísmo beethoveniano, su permanente adversidad y su permanente fuerza.
Una estética
La mirada de Simon Cellan Jones no sólo resuelve los múltiples problemas de desarrollo visual de su obra (no detenerse simplemente en la música, sino valerse de ella, mostrar, paralelamente a la orquesta, lo que sucede en los personajes, y explotar las posibilidades del escenario), sino que sabe extraer algo diferente de los rostros, del espacio, de la orquesta y de los desplazamientos de la cámara y confiere a ese momento una atmósfera especial. En parte viene de la mirada femenina: son la princesa Lobkowitz, Josephine y Therese Brunswik y Kirsten, una doncella (Victoria Shalet), quienes primero perciben el valor de esa música tan extraña, cuyas impresiones se reflejan en sus rostros y en el modo en que reaccionan. Con excepción del príncipe, la comprensión de los hombres es menor hacia la obra, registrada por una cámara siempre dispuesta a incorporar la belleza y lo enigmático de la presencia femenina a su refinado discurso visual.
Sin embargo, es antológica la escena en que, en el transcurso de la marcha fúnebre (el segundo movimiento) la cámara se posa sobre el rostro del Conde Dietrichstein, quien, pese a su abierto rechazo a una sinfonía tan extensa y violenta como profunda, se conmueve sinceramente: de pronto es como si una irreprimible tristeza se hubiera apoderado de él, traída por la música. Una tristeza nueva y honda ante esa Europa de violencia, ante un mundo que desaparece. Progresivamente su rostro se hace sombrío y llora en silencio.
Cada movimiento tiene un punto de vista diferente: en el scherzo, Beethoven y Josephine discuten en un pequeño salón, mientras la música se escucha a lo lejos. Intenta convencerla de que se case con él, le dice las sumas que ha ganado el último año, pero hay una distancia insalvable. En el último, el punto de vista se fragmenta, mientras transcurre el tema con variaciones, la cámara se anticipa, cuenta lo que sucederá después y en un momento, en el finale, cambia de objeto casi a cada compás.
Sforzando
Vamos a detenernos sólo en la exposición del primer movimiento, hasta la reexposición, para decir que generalmente las versiones de la discografía enfatizan en la energía y el elemento rítmico, con una cuerda que suele escucharse en bloque. El enfoque de Sir John Elliot Gardiner es muy diferente: la obra revela una serie de relieves y sutilezas.
Beethoven aguarda la llegada de las partichelas para la orquesta. Una vez que son repartidas –por el editor que dice “esto no es música en absoluto”- y leídas sobreviene el desconcierto entre los músicos. Al inicio, abordan el primer acorde suavemente. Beethoven hace detener con brusquedad la ejecución e indica sforzando. En otro intento pide más fuerza, “no quiero un sonido maravilloso, quiero un sonido imperativo” y hace un gesto con la mano y el brazo, “no tocamos fuerte”, le contestan los músicos. En el cuarto intento, cuando les dice que “el humor cambia todo el tiempo” comienza el verdadero tour de force: en un ataque corto y tajante de la célula del acorde inicial que permite construir un tema abierto, sin resolución, que va desplegando ese acorde inicial y forma un primer tema, enunciado por los graves de la cuerda, con muchas posibilidades, dinámicas y rítmicas, enriquecido por los metales –en el caso, las trompetas más largas y sin válvulas, así como tampoco las tenían las trompas que se usaban- hasta un tutti, después del cual surge la novedad para la época de un tema nuevo, enunciado sucesivamente en el oboe, clarinete, flauta y cuerdas (son el oboe de la época, un clarinete casi sin llaves, una flauta de madera, y cuerdas tocadas sin vibrato: Gardiner cuida mucho el ataque de cada primera nota en la cuerda). Este tema nuevo es recurrente, se contrapone a los desarrollos y tensiones del primero como si fuera un refugio para esa tensión, no obstante, es expuesto en diferentes maneras. Luego aparece un desarrollo tomado del primer tema, que (como me señalara el maestro Guillermo Becerra) irradia, con una enorme potencia, varios motivos: en esta primera oportunidad es una intrincada estructura en las cuerdas. Luego es como si fuera variando hasta un elemento rítmico, marcado por el timbal, más pequeño, de sonido muy diferente a los actuales, para sobrevenir un acorde disonante en los metales. Uso de timbales, metales tocando fuerte y en forma disonante algo que no fuera una melodía, como se revela en las actitudes varios oyentes (entre ellos el propio príncipe), era impensable para entonces, pese a que la sinfonía Júpiter, de Mozart, había planteado el género como una forma seria, compleja y de largo aliento, pero sin introducir estos timbres.
En otro lugar, dos grupos instrumentales, maderas y cuerdas, repiten dos motivos diferentes del primer tema, acentuando su intensidad, hasta resolver el pasaje en las cuerdas. Más tarde, mientras éstas van concluyendo suavemente un acorde, en dominante –reiteración de un elemento anterior-, se introduce una trompa, en tónica, cuya irrupción hace gritar a Reis: “¡tonto!” al instrumentista, pues ha interpretado que entraba a destiempo, antes que se resolviera el pasaje, a lo cual Beethoven reacciona contra Reis. Ello marca la reexposición, en que los timbres en gran medida son confiados a las maderas. Es la intensidad y la forma los que cambian permanentemente, sobre ese elemento en expansión, pero que siempre mantiene su forma primordial, en una dialéctica de oposición.
En la marcha fúnebre, la princesa dice a alguien que ella imagina un carruaje fúnebre, con caballos con penachos, “pero quién es el muerto”, se pregunta, “es el héroe”, pero el tema renace luego. Si el tema es el heroísmo, ¿puede entonces el héroe morir, o es que muere y renace, o es otra cosa lo que muere, en ese caso, qué es: un ideal, un mundo?
En la ficción, Hydn (Frank Finlay) que ha sido profesor de Beethoven, llega hasta el palacio de Lobkowitz y al final, cuando se retira y alguien le pregunta que le había parecido la obra responde algo como “demasiado larga, demasiado cansadora, demasiado violenta, pero obedece a una voz muy firme y muy interior, y lo cierto es que desde hoy, algo ha cambiado para siempre en la música”.
Lo nuevo y original
“Lo nuevo y original se genera por sí mismo sin que se piense en ello” dijo, según Schindler, su secretario, una vez. Beethoven trabajaba en esbozos de lo que serían varias obras. Lo hacía simultáneamente y a ello sucedía un largo trabajo preparatorio que despojaba a esas construcciones, complejas, sombrías, de todo lo que no fuera esencial, extrayendo un núcleo, como una joya brillante; una idea que parece lineal y que lo es en su materia primigenia, pero capaz de abrirse en posibilidades, una estructura ruda en apariencia, pero esencial, bajo la cual y alrededor de la cual, existen grandes sutilezas, como por ejemplo la división en las cuerdas en el primer movimiento, y la diferencia de sus intensidades.
Horacio Lanci citó, en el programa de Un viaje al interior de la música, dedicado a esta obra, las palabras con que Romain Rolland conmemoró, en 1927, el centenario de la muerte del músico a quien consideró representativo de una edad de Europa “no porque esta edad le haya tomado por modelo. Si nos parecemos es porque él y nosotros estamos hechos de la misma carne. No es pastor que conduce a su rebaño, es el toro padre que marcha a la cabeza de su raza. Al describirle, describo su raza, nuestro siglo, nosotros mismos. Nosotros y nuestra compañera de ensangrentados pies, la alegría; no la tosca alegría del alma repleta a dos carrillos, la alegría del sinsabor, la alegría del dolor, del combate, del sufrimiento superado, de la victoria sobre sí mismo, del destino conquistado y fecundo. Y el gran toro, de feroz mirada, alta la testuz, hincadas las cuatro patas en la cumbre, al borde abismal, lanza su mugido por encima de los tiempos.”

Para ver la película haga click aquí.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

lunes, 7 de diciembre de 2009


Música para fin de los tiempos
Este año el Campus Musical de la Estancia Santa María de la Armonía, dictado por Jordi Mora, articuló con un taller de técnica violinística, a cargo de David Bellisomi (ambos del 2 al 8 de febrero), y fue sucedido por un seminario sobre la obra del compositor Olivier Messiaen, impartido (desde el 13 al 15 de febrero) por María Teresa Criscuolo, docente, compositora, y pianista.
Afirmación, mística y símbolos
Corría el año 1940 y Olivier Messiaen, prisionero de los nazis en un campo de concentración, en Polonia, consiguió papel, lápiz y una goma. Así escribió el Cuarteto para el fin de los tiempos, que pudo estrenarse durante su cautiverio, ante otros prisioneros, el 15 de enero de 1941. Pensaba que la música no era agradable, que la belleza, como la alegría, estaba más allá de lo visible, que lo invisible es siempre más vasto, y que hay que encontrarlo en las resonancias del universo.
Fue en los programas de Napoleón Cabrera, en la vieja Radio Municipal, donde escuché por primera vez sobre este compositor, nacido en Avignon, Francia, el 10 de diciembre de 1908, y fallecido en Clichy el 27 de abril de 1992, organista, de un profundo credo religioso, influido por el hinduismo, la cultura oriental, el canto de los pájaros y la búsqueda de un universo musical hondo, misterioso y significativo.
Su obra es muy extensa, pero no resulta demasiado conocida. Hay en ella una armonía propia, un discurso moderno, y a la vez citas de modos antiguos y del canto gregoriano. Leonard Bernstein estrenó, en Boston, en 1949 su Sinfonía Turungalila, haciendo que su poética musical pudiese ser más difundida.
Una visión holística
María Teresa Criscuolo es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, ha hecho estudios religiosos, en la Facultad de Ciencias Sagradas del Instituto Regina Apostolorum, y musicales en el Conservatorio Nacional de Música Carlos López Buchardo, es pianista, directora de orquesta (alumna, entre otros, de Sergiu Celibidache), ha estudiado en Italia y Alemania, y llevado a cabo versiones integrales de las obras para piano de Schumann, Brahms, Fauré, Rachmaninoff y López de la Rosa. Ha interpretado los Estudios Trascendentales de Liszt, Debussy, Strawinsky y Szymanowsky, realizado investigaciones sobre canto bizantino, siro-antioqueno y gregoriano, e intervenido en numerosos conjuntos, e investigaciones, en Grecia, Turquía, Siria y Líbano. En su tarea docente formó alumnos que obtuvieron dieciséis primeros premios internacionales (en Barcelona, España y Suiza), dieciséis segundos (en Cincinatti, Estados Unidos e Italia) y numerosos terceros; y acumula muchos más antecedentes, como sus estudios en distintas abadías benedictinas, y el dictado de numerosos cursos y seminarios, en el país y en el exterior.
No obstante sus antecedentes, o quizás debido a ellos, la experiencia docente con ella es informal y divertida. Son sus caminos para llegar a lo musicalmente profundo.
Las miradas
Llego al campus el sábado 14. Es una tarde calurosa. Me sorprenden varias cosas, la cantidad de alumnos para una actividad así, su juventud, y su grado de conocimiento y apreciación de una música tan diferente. Pronto entiendo que no puede ser un docente convencional quien nos haga entenderla y apreciarla.
La obra a trabajar es Vingt Regars sur L´enfant –Jesus, de 1944. Cada alumno ha tenido a su cargo preparar una, o varias, de las miradas que integran la obra. Los estudiantes han venido de Ramos Mejía, Haedo, Morón, Ituzaingó, Olavarria y Buenos Aires, y entre ellos hay jóvenes coreanas. Impera un clima de distensión, fluido, atento a la obra.
Messiean no usaba la escala por tonos, porque después de Debussy había que buscar otra estética. En las miradas alternan modos propios. Aunque sea una obra para piano solo, despojada, y minimalista, hay mucha diversidad en las veinte contemplaciones. La fuente de la inspiración son formas del arte visual. Las miradas responden a una distribución teológica.
Es una obra de programa: en cada una de las miradas hay un texto que establece el significado. La música late, establece elementos inmóviles y otros que se aproximan a lo inmóvil.
Para los creyentes responde a un claro simbolismo; para los que no somos creyentes, a una necesidad de explorar la música, despojándola de todos los efectos, escribiéndola en resonancias esenciales, y dejando un estado alternativo de calma, inquietud, en sus acentos por momentos dulces y por momentos ásperos, pero nunca iguales a sí mismos.
María Teresa Criscuolo repara en la precisión de los movimientos físicos en la producción de los sonidos, cualquier fuerza excesiva reflejaría un falso acento, un falso color. Hace una apreciación y una vivisección, en los sentidos y en los movimientos. En efecto, es una obra muy compleja, así analizada, en cada acción, en el ataque a cada nota. No sólo alterna en lo forte (ff) con lo piano (pp), que dificulta el ataque, sino la superposición de las manos que deben tocar teclas una al lado de la otra, con muy poco espacio para los dedos, lo que requiere una técnica específica.
La técnica fue una de las manifestaciones de esta música, la otra estuvo en cómo resonó en los alumnos, cómo llegaron a ella, y con que otras la vinculan. Ellos aportaron ese punto de vista propio.
Messiaen
El seminario se completo con el concierto del 15, en que fueron interpretados: La traquel stapazin (2do. Libro del catálogo de los pájaros), 1956-1958; Cuatro estudios de ritmo (1949-50), y las Miradas.
La exploración de un autor implica la ruptura de un hábito y la búsqueda de un espacio de descubrimiento. Pero el descubrimiento es múltiple: nos hace conocer sensibilidades diferentes, en un ámbito, como el campus, sencillo, profundo e impensado, que de por sí establece una ruptura con el fragor cotidiano.
Es importante que se haya abordado a un músico como Olivier Messiaen, que se lo haya hecho en Mar del Plata, con profundidad, en un período cultural que no está hecho en la profundidad.
Son estas guaridas de descubrimiento las que nos enseñan algo renovado, sobre la música y sobre la condición humana.

(la página http://www.campusmusical.org.ar/ permite acceder a la información sobre las actividades del campus y a su galería de fotos)

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar



Variaciones
La Orquesta Sinfónica Municipal, fue dirigida, en su concierto del 8 de septiembre, por el maestro Emir Saúl. Distintas dificultades –en un caso evitables- hicieron que no pudieran interpretarse ni la obra de Washington Castro, que el maestro invitado se proponía dirigir, ni contarse con la pianista ucraniana invitada.
El programa comenzó con la Obertura de los Maestros Cantores, de Richard Wagner (1813-1883), obra colorida, algo grandielocuente, distinta al lenguaje ulterior del autor de la tetralogía.
Continuó con las Variaciones sobre un tema del coral de San Antonio, opus 56 a, de Johannes Brahms. Pese a ser obras tan distintas, guardan semejanzas con la de Elgar, en el comienzo delicado, en los cambios rítmicos, en la importancia de los aspectos dinámicos, y en la belleza melódica. Escrita en 1873, se trata de la primera gran obra orquestal difícil y compleja de Brahms (1833-1897), que trabajó muy intensamente en ella, y a partir de la cual se asumió como un clásico tardío –en esta formulación, difiere de las de Elgar, que constituyen una suerte de programa. Existe una versión previa para dos pianos, de la cual, ésta no es una orquestación.
Parte del tema de un divertimento, a esa fecha, atribuido a Hydn. Está dividido en dos frases, cada una de cinco compases de extensión, en lugar de los cuatro habituales. Las dos se repiten. Cada variación mantiene esta estructura irregular, así como esquemas armónicos y melódicos iniciales. A diferencia de las de Elgar, la enunciación del tema es en sí simple: aparece en el oboe –en solo de Andrea Porcel-, sobre las cuerdas en pizzicato y rápidamente se produce una cálida polifonía en las maderas, con una sección de repuesta del segundo oboe, al motivo inicial. Los cornos subrayan armónicamente el enunciado.
Las ocho variaciones que se suceden, implican cambios de tempo sucesivos. Ni las de Brahms ni las de Elgar tienen elementos superfluos, o puro efecto: esto supone que cada uno tiene una función precisa, y que la obra demanda, a cada momento, no sólo la adaptación a los cambios de tempo, sino a la necesidad expresiva. El final, andante, es una chacona, en la cual los bajos repiten el primer motivo de la variación, y preanuncia la técnica del cuarto movimiento de la 4ta. Sinfonía, y conduce a la reexposición del tema inicial. Nobleza, fue la palabra en la que enfatizó el maestro para calificar esta obra.
La orquesta tuvo –para esta versión, más liviana, rápida y marcada que por ejemplo la de Karajan -, sólo un par de ensayos con esta intrincada obra, que se interpretó por última vez hace 4 años y que reemplazó a la del programa original.
Variaciones sobre un tema original para orquesta, opus. 36, “Enigma”, de Edward Elgar.
Más allá de los acertijos planteados para la posteridad por Elgar (1857-1934), sobre el origen del tema, y de las circunstancias en que gestó, casi de un modo casual, la que sería la primera obra orquestal inglesa moderna importante, estrenada en 19 de junio de 1899, las variaciones son de un enorme interés y valor musical.
El programa, que consiste en la exposición de retratos musicales, a veces con mucha gracia, de amigos, su esposa y de él mismo, es atractivo en esta formulación, pero lo hace fascinante el tratamiento orquestal, que discurre en un permanente diálogo, en su concepción de solistas y líneas: interviene el solista, pero es importante toda la línea donde su motivo se expande y el efecto, más que el solo, es el propio discurso orquestal, y la división entre las cuerdas. También la permanente dinámica, el juego de crescendos y decrescendos: hay momentos muy vivos, pero nunca hay efectos bruscos, ni estallidos: los clímax van gestándose y en un momento se presentan, educadamente, en toda la inmensa grandeza de su belleza melódica, de su timbre, y de sus formas. Los tutti nunca tienen tensión, de ahí el tono de gracia.
Vayamos a algunos lugares: El tema enigma, sencillo en sí mismo, que aparece delicadamente en las cuerdas, hasta el planteo de una armonía en los dos clarinetes en si bemol, en una especie de respuesta, y luego es elaborado en lo que parece una variación, y que lleva al primer crescendo: se plantea una gran diferencia dinámica en un escaso minuto y cuarenta segundos. Lo mismo sucede por ejemplo, en la nro.4 (William Neat Baker). En la 8 (Winifred Norbury), se pasa, sin solución de continuidad, en una nota larga del violín, en la que parece resolverse un cambio tonal, a la 9 (Nimrod, a August Jaeguer, crónica de una charla sobre Beethoven) para mí la más bella, y que es un largo, sutil y trabajado crescendo. En el finale, variación 14 (Edoo, nombre que le daba su esposa Alice, retratada en la variación 1) se entrelazan elementos de las anteriores (la primera respuesta de los clarinetes, por ejemplo, ahora en los oboes). También, en la experiencia auditiva, el concepto de variación parece residir no sólo en el distinto tratamiento de temas, sino, como sucede en las Variaciones Goldberg de Bach, de esquemas de intervalos y armonías.
Emir Saúl tiene un paradigma sonoro muy firme y claro, y trabajó mucho para plasmarlo, sin pausas, enérgicamente, con claridad. Aporta mucho el verlo ensayar, porque uno concibe ambas obras como lo que son: relieve (que no se capta en las versiones discográficas), sutileza, y genialidad donde nada está puesto porque sí. Sin el trabajo de la orquesta de nada habría valido esta claridad de su director ni hubiera habido el resultado que hubo.
Destacaron la línea de metales: Pedro Escanes (trombón solista), Daniel Rivara, José Bondi (trompeta solista) y Oscar Romairone; José Garrefa (corno solista), Jorge Gramajo y Carlos Bortolotto (no figuraba en el programa de mano el nombre del cuarto cornista); las maderas: Andrea Porcel (oboe) y Guillemo Devoto; Mario Romano (clarinete solista), Gustavo Asaro; Federico Gidoni (flauta solista), Alexis Nicolet y Julieta Blanco; Jorge Ravello (cello solista), Baldomero Sánchez, (viola solista) ; la línea de contrabajos: Sergio Gugliotta (solista), Sebastián Sartal, Patricio Quinteros y German Cornejo; la percusión: Marcelo Gugliotta (timbal solista) Daniel Izarraga, Leticia Pucci y Olga Romero; fagotes: Gerardo Gautín (solista) y la suplente solista cuyo nombre no figuraba en el programa de mano.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

Academia
En su presentación del 22 de septiembre la Orquesta Sinfónica Municipal, dirigida por el maestro José Ulla, contó con la actuación de Leandro Rodríguez Jáuregui y Javier Albornoz en piano, y del Coral Carmina, dirigido por el maestro Marcelo Perticone.
El programa abrió con la Sinfonía II, del músico checo Jiri Antonin Benda (1722-1795), bellísima obra del período clásico temprano.
Leandro Rodríguez Jáuregui abordó el Concierto nro. 24, K 491, en do menor, de Mozart. Lo hizo sin tener la oportunidad de una interpretación íntegra en el ensayo general, lo cual no mermó en nada su desempeño ante las dificultades de una obra ya de madurez de Mozart, escrita en 1786, y de las más admiradas por Beethoven. Exige mucha precisión, particularmente en el intrincado y marcial allegretto, una gran expresividad en el adagio, y también al plasmar su carácter que fluctúa entre lo melancólico, el brillo mozartiano, y el espíritu siempre refinado de su música, su toque destacado, claro y a la vez delicado. Ello se aprecia en un primer movimiento, complejo, en el sentido de plantear un tema en la orquesta, que lo trabajará durante el resto del movimiento, e introducir uno de distinto carácter, por su suavidad, en el piano.
Javier Albornoz interpretó la parte solista del Concierto para piano en la menor, op. 16 de Edvard Grieg, escrito en 1868, sometido a permanentes revisiones, en la parte de la orquesta, durante toda la vida de Grieg, alterna un pianismo vivo y percusivo, con momentos de gran dulzura. Este sello contrastante trae aparejadas distintas dificultades, como el propio comienzo, la cadencia del primer movimiento, la tristeza nórdica, hondamente expresiva del adagio, y un allegro moderato donde alternan un ritmo binario de danza (halling), con un quasi presto que se traduce en una danza ternaria (springer). Javier Albornoz combinó ataques claros, vivos y decididos, como el de la introducción, o la cadencia, con los momentos sutiles del adagio.
Dos pianistas muy jóvenes que interpretaron obras muy diferentes, y que hubiesen debido contar con la posibilidad de brillar individualmente.
En la segunda parte, el Coral Carmina interpretó las Danzas polovstianas de El Príncipe Igor, de Aleksandr Borodin (1833-1883). Químico y docente de profesión, formó parte del grupo de los cinco, la escuela nacionalista rusa liderada por Mily Valakirev.
Cuenta el diccionario Espasa de la música, que las partes orquestales de las danzas no estaban escritas en la víspera del estreno, en 1879, de la ópera “El principe Igor”, y que Rimsky Korsacov y Liadoff ayudaron a escribirlas a lápiz durante toda la noche. No obstante, en el capítulo dedicado a la ópera, señala que ésta se estrenó en 1890, es decir luego de la muerte del compositor, y que las numerosas partes inconclusas fueron completadas por Rimsky Korsacov y Glazunov. Cualquiera sea verdadera historia, queda claro la filiación de las danzas: al nacionalismo romántico, al color, al brillo.
Corresponden al segundo acto de la Ópera, en el cual el héroe cae en mano de la tribu polovtzi, en la guerra ruso tártara del siglo XI. Poco después de su captura, los tártaros descubren su rango y le rinden homenajes, a los cuales corresponden las danzas.
No debe haber sido tarea fácil escribir o completar estas obras, a juzgar por el color, la intensidad y recurrencia de algunos pasajes, como los de las flautas y el flautín, la percusión y los metales. Son cinco danzas que se ejecutan sin solución de continuidad. El Coral Carmina las ha interpretado en distintas ocasiones con la Banda Municipal de música. Quizás por esa razón el coro haya podido abordarlas con seguridad pese a haber tenido un solo ensayo previo con la orquesta. Van desde la dulzura del tema inicial, al fragor de los tutti de las últimas danzas, en las que el coro debe abrirse paso entre la masa orquestal.
Se trata de una obra cuyo efecto reside en el lirismo, el brillo y la belleza melódica, que se imponen sobre todo otro aspecto musical, en esta textura del nacionalismo romántico. Es una suerte que ambos organismos municipales se hayan reunido para hacerlas.
La propuesta de este extenso concierto –que recuerda a aquellas academias donde los compositores presentaban, en prolongadas sesiones, sus obras- permite inferir que no son la extensión ni el apuro, sino la sutileza y profundidad lo que debe ocupar el primer plano. Que no porque las obras sean conocidas y hayan sido trabajadas muchas veces, el resultado debe depositarse en esta variable.
Esperemos la posibilidad de contar nuevamente con estos pianistas y con el Coral Carmina.




Eduardo Balestena

Preguntas y exploraciones
El concierto de la Orquesta Sinfónica Municipal del 16 de junio, fue una experiencia musical diferente, ya que, bajo la dirección del maestro Marcelo Perticone, con la actuación solista de Beatriz Pedrini, se abordó un programa en el cual la mitad de las obras, eran brindadas como estreno.
Charles Ives
Nacido en Connecticut, en 1874, y fallecido en Nueva York en 1954, Charles Ives, uno de los compositores más importantes de Estados Unidos, dueño de una compañía de seguros, se dedicó a escribir con libertad, sólo fiel a sus ideas. A menudo sus obras permanecieron décadas sin ser interpretadas
“The unanswered question” data de 1906, fue inicialmente concebida para conjunto de cámara. Ives pulió la partitura en 1908, y produjo una versión para orquesta entre 1930 y 1935. Tuvimos dos interesantes versiones, en las cuales, alternativamente, la sección de la pregunta correspondió al corno inglés (Andrea Porcel), y a la trompeta (José Bondi), situados en distintos palcos de la sala, así como las maderas.
La formulación de la obra, ese paisaje cósmico, confiere a las cuerdas, en un bellísimo pasaje lento, el sentido de eternidad. Sobre esta eternidad surge la pregunta, reiterada seis veces, a las que se corresponden respuestas, pero no desde la eternidad. Son las maderas (acaso la voz humana) quienes responden, en secciones, primero lentas, y luego, cada vez más crispadas e indiscernibles, mientras que, inmutables, las cuerdas siguen el lentísimo, que cada vez se hace más contrastante con las intervenciones de las maderas, hasta el final, en el que la pregunta eterna, queda sin responder.
La ubicación de los solistas y grupo de maderas, en lugares diferentes, permitió que esta obra, tan sutil y enigmática, discurriese en un tempo acaso algo rápido, respecto a una versión como la de The Gulberkian Orchestra, con la dirección de Michel Swierczewsky, que ha interpretado distintas obras Ives.
Fermina Casanova
El Concertino para piano y orquesta, de Fermina Casanova, estrenado esa noche, por Beatriz Pedrini como solista, como muchas obras en la historia de la música, debió salvar, hasta último momento, una serie de adversidades.
Antes, bajo la batuta de los Maestros Carlos Vieu, Guillermo Becerra, y Diego Sánchez Hasse, fueron interpretadas obras de Fermina Casanova, como el Concierto para cello, y para contrabajo.
Este concertino no parece una obra menor, como su denominación podría sugerirlo, sino un trabajo compacto y con muchos aspectos de interés. Asume una estética diferente a la del concierto para contrabajo. En esta oportunidad es un pianismo enérgico, percusivo, que recuerda en mucho a los conciertos de Bela Bartók. El primer movimiento, que expone un tema hasta el solo de fagot, para introducir un episodio más lento, y retomar luego el primer tema, dialéctica que produce un sensible contraste.
En el tiempo lento, como en los conciertos de Bartók, se presenta el problema de sostenerlo en una melodía fácil, o renunciar a ella y generar otros efectos. El resultado, fue una muy bella sonoridad, contrastante con el del allegro giocoso final, un movimiento trabajado y denso como el primero, donde el diálogo se establece, cerradamente, con la percusión. También, como en las obras de Bartók, ya sea sus conciertos o la sonata para dos pianos y percusión, el efecto radica, en gran medida, en la exactitud que hace a la obra compacta. En este caso, a esa concepción, agrega elementos folclóricos que enriquecen este lenguaje sin efectismos ni agregados, hecha de pura sustancia musical.
Exploraciones
En la segunda parte se abordaron: Transparent voices, de Alicia Grant; Onírica, de Rafael de Moro, y Camimo a la luz, de Daniel Virzi.
Es radicalmente distinto el tratamiento de la orquesta en estéticas tan nuevas. No hay secciones morfológicas claras, ni intervenciones solistas: la orquesta es una sola y múltiple voz que discurre, generando climas, la mayoría de las veces, tensos, como si el sentido de la individualidad de cada timbre, estuviera destinado a brindar algo y a la vez a perderse. Es como si el espacio sonoro fuese algo que puede seguir siendo explorado.
El problema es que el gusto musical y el repertorio, no nos dan muchas veces la clave que permita descifrar elementos estéticos tan nuevos, que instalan, además, un campo intelectual en la experiencia artística. Bastaría, como dice Copland, que se los escuchara con más frecuencia, y así, formarían parte de nuestra experiencia.
Lamentablemente, no hubo la menor mención ni de los compositores, y sus trayectorias, ni de sus estéticas en el programa de mano (una imperdonable omisión). Tampoco se hicieron referencias explicativas que, como en el ciclo de Bach a Piazzolla, pudieran guiar la escucha.
Quedémonos con este sentido de exploración y esta idea de Copland, que nos dicen que sería suficiente acceder a estas obras más frecuentemente, para asumir que sigue habiendo compositores y sigue escribiéndose música, con muchas ideas, y muchos esfuerzos, y que vale la pena acompañar a unas y otros.



Eduardo Balestena
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