miércoles, 10 de septiembre de 2014

Festival de Salzburgo 2014: Jedermann y la integral de sinfonías de Anton Bruckner, dos aspectos salientes.


El Festival de Salzburgo es probablemente el mayor y más importante del mundo. Atrae anualmente a miles de personas y a unos seiscientos críticos musicales de numerosos países, que representan a muy diversos medios en muchos idiomas. Con las acreditaciones de la Oficina de Prensa –por el Diario La Capital- pude asistir por segunda vez a los conciertos seleccionados en la edición 2014.
En 2013 en su suplemento de Cultura publicó la entrevista a la encargada para América Latina –la Dra. Eva Anzaloni- quien particularizó sobre distintos aspectos de la organización. Una de las cosas que señaló en aquella oportunidad fue que el festival –que en la edición 2013 incluyó obras contemporáneas, como las de Toru Takemitsu, o el debut de El sistema Venezolano, es un balance entre lo tradicional y nuevos aspectos de la música. En él existen distintos proyectos, como el de jóvenes directores o jóvenes cantantes y en sus secciones: Música religiosa; Sinfónica; Ópera y Teatro tiene lugar la actuación tanto de la Filarmónica de Viena (que es la orquesta del festival) como de otras, tales el Concentus Musicus Wien; los Solistas Barrocos Ingleses; La Orquesta del Mozarteum; la West Divan Orchestra; la Camerata Salzburg;  directores (como Bernard Haitink; John Eliot Gardiner; Ádám Fischer y solistas (como Ann Sophie Mutter o Rudolf Buchbinder) de distintas latitudes.  Asimismo señalaba que todos los elementos utilizados en escena –teatro y ópera- son producidos por el propio festival, que es llevado a cabo en unos 14 ámbitos –teatros e iglesias- en un cronograma muy preciso.
El pulso del festival
Desde mediados de julio y hasta principios de septiembre la ciudad palpita con este acontecimiento que anualmente, desde 1920, constituye un enorme polo de atracción.
 Llueve en Salzburgo durante gran parte de julio (los mejores meses son junio y octubre, me dice el taxista que, en la noche lluviosa me conduce al hotel desde la Grosses Festpielhaus), y cuando comienza a caer, la lluvia se extiende durante varios días.
El pasaje interno desde el teatro construido sobre las antiguas caballerizas del arzobispo –durante siglos Salzburgo tuvo un gobierno arzobispal- y la gran sala de conciertos depara sorpresas: un enjambre de gente de muy distintas procedencias que busca encontrar su sala; músicos que se dirigen a los escenarios o que descansan; la voz de alguna cantante que vocaliza. Una silueta blanca, muy delgada, con un blanco maquillaje conversa con otros personajes. Es Peter Lohmeyer, el actor que representa a la muerte en la obra Jedermann. Está  listo para la función diaria (que dura dos horas). El texto fue tomado por Hugo von Hoffmannsthal de un auto sacramental del siglo XV: Jedermann o Everyman: cualquier hombre, uno al que la muerte le anuncia que vendrá a buscarlo en un plazo muy breve. Esa llamada, la de esa voz de ultratumba, más allá del escenario, es verdaderamente impresionante.
La obra es lo que sucede inmediatamente antes y una vez anunciado ese plazo. Negación, ira, intentos de negociación, involucran el examen y balance final de una vida. Diariamente es representada frente a la escalinata de la catedral, pero en los días de lluvia lo es en la gran sala de conciertos. Actores como Maximilian Schell o Klaus Maria Brandauer, entre muchos otros,  han representado el papel protagónico a lo largo de la historia del festival. Este año lo hace Cornelius Obonya y la puesta –de Brian Mertes y Julian Crouch- es muy impactante, atrevida e imaginativa: rompe todo esquema realista y da un sesgo fantástico y a la vez transgresor a la obra. Al comienzo, una comparsa de personajes grotescos atraviesa la platea acompañada por una banda; los personajes enmascarados, con estructuras aplicadas que llevan  largos brazos,  o enormes cabezas, se dirigen a veces al público y todo cambia permanentemente: un pequeño pueblo de diminutas casas con luces sostenidas por los actores en sus manos y  que quedan a los lados del escenario durante gran parte de la pieza, arma esa suerte de poblado irreal, mientras un niño recita por un altavoz gigante una suerte de advertencia.
La puesta es tan poderosa que el idioma –ese alemán antiguo- no es una valla: el sentido se impone por sí mismo: viene de esas figuras, de esos personajes arquetípicos que encarnan a la soledad, la futilidad, la eternidad y la esperanza.
Como en la vida, en el final los interrogantes son resueltos (para bien o para mal) y quedan atrás; todo cesa y de pronto  se convierte en inmovilidad, una que, en contraste con ese otro gran despliegue, apabulla en su silencio. La muerte reina y su sentido es el que ha tenido esa vida que acaba de extinguirse.
Un cosmos musical
Uno de los aspectos más importantes de esta edición fue el ciclo completo de las sinfonías de  Anton Bruckner (1824-1896), que incluyó también a su Te Deum. Bruckner fue uno de los más grandes compositores austríacos. La vastedad de esa obra, su importancia musical, sus requerimientos, hablan de lo que un ciclo integral de sus nueve sinfonías significa.  
El gran músico es también un símbolo de incomprensión, humildad y tenacidad. Hijo de campesinos, comenzó su carrera como maestro y sólo tardíamente descubrió una vocación –como organista, docente y compositor-  que significaría a la larga un nuevo horizonte para la música. Uno de los ejemplos más claros de esa incomprensión y esa tenacidad es la gestación de su octava sinfonía (interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena, bajo la dirección de Herbert Blomstedt), la más extensa y quizás también la más lograda: expresa su fe tanto como su sabiduría y el modelo de un arte absolutamente propio. En 1887, luego de tres años de trabajo, con una inusual confianza en sí mismo el autor envió la partitura al director Herman Levi, expresando la emoción anticipada por lo que “sus nobles manos maestras” podrían hacer de la obra. Pero el maestro la juzgó negativamente, la derivó a un discípulo y escribió al autor quien, desanimado, emprendió un arduo y extenso proceso de corrección que concluyó en 1890, en una versión que sería estrenada por Hans Richter en 1892. Como si esas alternativas fueran pocas Josef Schalk, el discípulo a quien Levi había derivado la obra, ilustró aquel estreno con un texto acerca del supuesto programa de la sinfonía, el cual describió movimiento por movimiento y que incluyó referencias literarias y mitológicas, como Prometeo y Zeus.
No sólo el propio Bruckner rechazó esta invención, desarrollada para hacer más llevadera al público una sinfonía de ochenta minutos de duración. Sus elementos son a la vez sencillos y complejos. Sencillos por reducir el material musical a motivos breves y complejos por el tratamiento que involucra este lenguaje que nos hace transitar por una gama de emociones: por momentos es un sonido etéreo, de eternidad y por momentos el sonido nos atraviesa, atraviesa nuestro cuerpo, nuestro espíritu, nos hace transitar un inmenso arco de sensaciones.  
Bernard Haitink, al frente de la Orquesta de la Radio Bávara; Christoph von Donhnáyi, con la Filarmonía Orchestra o Christoph Eschenbach, con la Orquesta Juvenil Gustav Mahler, fueron algunos de los directores que intervinieron en el ciclo.
Otro ciclo importante fue el de las 32 sonatas para piano de Beethoven por Rudolf Buchbinder.
Sería demasiado extensa cualquier enumeración de las orquestas, grupos de cámara, directores, solistas y obras.
Dividida por el río Salzach, del cual deriva su nombre, Salzburgo, la ciudad natal de Mozart, es un lugar de sueño cuya vista se abarca desde lo alto de la fortaleza. Es el bellísimo marco de un festival musical de los más importantes.







  


Eduardo Balestena