lunes, 4 de enero de 2010

La memoria cultural




Susana Frangi es pianista, directora de orquesta, y preparadora del Teatro Colón. Estudió con Ljerko Spiller, y otros maestros, se perfeccionó en Italia, y siguió sus estudios con Mario Benzecry. En su exilio venezolano, tuvo oportunidad de trabajar con cantantes como Alfredo Kraus y Giuseppe Di Stefano, Renata Scotto, Ana Moffo, entre muchos otros. Ha dirigido nuestra Orquesta Sinfónica Municipal, y la Orquesta Music Hall. Recientemente, intervino (como preparadora y directora) en La Bohème, de Puccini, e Ill mondo de la luna, de Hydn.
Tiene un entusiasmo contagioso al hablar de la música, del exilio venezolano, de las condiciones de la cultura, y una enorme versatilidad que la hace ir desde la Music Hall a Bartók, uno de mis compositores más queridos.
-Es un resucitador de sus ancestros –dice- y el aporte del colorido orquestal ennoblece y vigoriza su folklore. Hace poco dirigí las Danzas Rumanas y he tocado tanto en piano como en celesta en varias ocasiones la Música para cuerdas, percusión y celesta. Es una obra realmente difícil para armar. También preparé en el Colón El Castillo de Barba Azul, una ópera magnífica que hicimos, al menos la última vez, con puesta en escena de Oswald. A la incorporación de criterios armónicos de su época la enriquece con una potencia visceral de la que carece Shönberg, aunque no le alcanza para superar la riqueza colorística de un Debussy.
Pasa la gente por la fría calle Yrigoyen; y reflexiona acerca del repertorio clásico, donde los hábitos, la falta de recursos y el puro gusto, se estacionan, pero añora hacer lo moderno y sueña con dirigir Ariadna en Naxos, de Richard Strauss.
Piensa, escribe, dirige y prepara. Hace palpable la sensación de que la entrega de los músicos es la música, que la música es la vida, y que la vida sin música, es no sabemos qué, pero ciertamente, no es vida.
La ópera, un objeto de nuestra cultura
-Es la ponencia que llevé al Congreso internacional del MERCOSUR, agrega –conoce el Teatro Colón, pero también los otros circuitos por los que la Opera ha recuperado su vigor.
-En el movimiento lírico de nuestro país se advierte la dificultad para tipificar un modelo de ópera argentina, porque la evolución del género ha estado íntimamente ligada a los diferentes modelos de país propuestos por nuestros gobiernos. La Argentina de finales del siglo XlX y comienzos del XX fue moldeada por un grupo de familias acomodadas básicamente terratenientes, con un estilo de vida europeo que procuraban perpetuar. Tenían el poder económico y político para generar las instituciones culturales a su propia medida. Los primeros compositores de ópera surgidos por entonces, remedaban la ópera italiana que por aquellos momentos celebraba los estrenos de las obras de Verdi y Puccini. Las estructuras de nuestros primeros intentos de ópera nacional se ajustaban a los modelos clásicos y los libretos se concebían en italiano; algo similar ocurría por entonces en Brasil con Carlos Gomes (con óperas como Colombo, Salvator Rosa y María Tudor) y en Venezuela con José Angel Montero autor de la ópera Virginia. Pero para la inauguración del nuevo edificio del Teatro Colón en 1908, ocurrió un hecho significativo: Héctor Panizza compuso la ópera Aurora, que tuvo enorme gravitación en la historia de la lírica local: aunque el libreto fue escrito en idioma italiano, en ella se reivindicó la figura del gaucho y a la juventud patriota y rebelde.
En el siglo XX se produjeron las experiencias de la Guerra Mundial, la revolución rusa, y la confrontación ideológica entre los inmigrantes, la intelectualidad europeizada y los criollos defensores de nuestras tradiciones. Dos años después del estreno de Aurora, en 1910, en ocasión del centenario de nuestro primer gobierno patrio, el público del Teatro Colón pudo asistir finalmente al estreno de una ópera argentina cantada en castellano; se trataba de Blanca de Beaulieu, de César Stiattesi. Entrada la década del 20 un aluvión de inmigrantes procedentes de una Europa diezmada por la guerra, se incorporaba a nuestro proceso productivo y luchaba por jerarquizar la situación de la clase trabajadora.
Con el primer gobierno de Yrigoyen, se favoreció la participación de los sectores medios urbanos en las decisiones políticas. Con la popularización radical se inicia una afirmación de lo autóctono y se crea un espacio de expresión y demanda más heterogéneo y amplio. Nuestros compositores volvieron sus miradas sobre lo que ocurría en esta parte del continente y decidieron escribir definitivamente sus óperas en castellano, indagando en una temática local; las figuras elegidas responden al modelo gauchesco y pocos años después se incorporará también el compadrito que ronda por los conventillos de Buenos Aires. Es la época entre otros, de Felipe Boero con su emblemático Matrero, Constatino Gaito con Ollantay, Gilardo Gilardi con La leyenda del Urutaú, Arnaldo D’Espósito con Lin Calel y aunque posterior podemos incluír en esta línea a Juan José Castro con Proserpina y el Extranjero. El país transitó a través de una serie de gobiernos militares y conservadores hasta que a mediados del siglo XX se generó una sangrienta apertura social que posibilitó una ópera menos anecdótica y más crítica y filosófica. Tal es el caso de La Hacienda, Maratón y La oscuridad de la Razón, las tres pertenecientes a Pompeyo Camps,( a quien tuve el gusto de acompañar en la preparación musical) o las óperas de Juan Carlos Zorzi : El Timbre, Antígona Veléz y Don Juan,( que también tuve oportunidad de preparar junto al compositor); en ambos casos se traduce una crítica radical a las viejas estructuras oligárquicas; nuestros compositores comenzaron a insertarse lentamente en el moderno fenómeno de la globalización instalándose en la cima la figura de Alberto Ginastera, con Beatrix Cenci y Bomarzo.
Reformulación de la ópera en la aldea global
- En los últimos 25 años el mundo se ha agolpado en el cyberespacio; el chat, la telefonía celular, el correo electrónico, establecen un nuevo modo de relación entre los seres humanos; la vinculación y la desvinculación son inmediatas, la distancia no se mide en espacio sino en tiempo y la globalización es una suerte de grandilocuencia que envuelve los sentidos. Sería entonces oportuno preguntarnos para quién hacemos música hoy, y qué tipo de espectáculo musical es el que demanda el espectador de nuestros días. El hombre contemporáneo ha modificado sustancialmente los modos de relación al desarticular las nociones tradicionales de tiempo y espacio, y en este mundo reorganizado dinámicamente se hace necesario un ajuste de la relación artista-público. Los viejos estereotipos de la ópera del siglo XlX y de buena parte del siglo XX han caducado y sobre la lírica se precipita una especie de cataclismo multimedial que la modifica sustancialmente. A los cantantes se les exige hoy exhibir cuerpos adecuadamente esbeltos y armónicos que resistan la proximidad de una cámara de cine.
El avance tecnológico –señala- ha expuesto los aspectos más íntimos del ser humano, desdibujando de manera definitiva el límite entre lo privado y lo público; desde el estreno del film The Truman Show pasando por las cámaras ocultas y los realities que alimentan la voracidad de nuestras audiencias, incluyendo la transmisión en directo a manera de reality de la invasión a Irak, no sólo estamos informados sino que somos responsables y cómplices. Pero esta facilidad nos hace a la vez absolutamente vulnerables a las trampas de nuestra propia cultura. La impresión que recibe hoy el espectador gracias a la sofisticada tecnología es absolutamente hipnótica y totalizadora. El juego dialéctico entre creador y receptor impone una demanda mutua de gran dinamismo, y para satisfacerla en la ópera se reorganiza la dramaturgia, se plantean transpolaciones en el tiempo, se aceleran los tempi y se cortan las repeticiones; las producciones deben competir con el mejor cine norteamericano de ciencia ficción; los personajes de Shakespeare llegan hasta nosotros vestidos al estilo de Matrix, y los personajes de comedia del siglo XVIII resucitan desnudando su morbo bajo un fantasioso enfoque psicoanalítico. Es la época de lo descartable; todo, incluso la vida, ha perdido valor en sí mismo adquiriendo valor de intercambio. El nuevo público necesita un relato más invasivo, irrespetuoso de los matices íntimos y de gran impacto a nivel sensorial.
Frente a este mercado extenso y en continuo cambio, la Argentina responde por un lado con puestas cada vez más audaces, y por otro, profundizando el entrenamiento y la exigencia en la formación de los jóvenes cantantes, desde las instituciones especializadas como lo es por ejemplo, el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, pasando por los numerosos espacios alternativos donde los más jóvenes pueden acrecentar su experiencia hasta llegar al escenario de nuestro primer coliseo.
La memoria cultural
-Pero son momentos difíciles los que pasa nuestro primer coliseo. Como indicador, están los problemas que hubo en 2005, cuando vino Marta Argerich.
-Estamos muy preocupados por la situación de nuestro teatro Colón. Desde la década del 90 se vienen implementando políticas privatistas, privilegiando un mayor rendimiento económico por sobre nuestro reservorio cultural. Ahora el cierre del edificio nos obliga a trabajar fuera de sede pero cada cuerpo artístico en un lugar diferente, de modo que el personal está fragmentado y desconectado. El fantasma de las jubilaciones en condiciones indignas revolotea permanentemente sobre el 30% del personal. El 25 de mayo se celebraron los 100 años del teatro, pero nosotros estamos de duelo. Los músicos tocaron con un crespón negro en sus instrumentos.
El arte, en tanto metáfora de la realidad, se convierte en discurso potente, revelador de las fantasías y los deseos que impulsaron la Historia. Las culturas más primitivas organizaron sistemas de creencias que les permitían comprender el mundo y construir una identidad. Algunos de sus arquetipos atravesaron los siglos y recuperados por el moderno psicoanálisis resurgen hoy como metáforas del hombre moderno. Promediando el siglo XVIII, Beaumarchais, un burgués vinculado a la aristocracia francesa, escribió su trilogía teatral sobre Fígaro, develando las fracturas de la casta social privilegiada bajo la mirada de un personaje de raigambre popular. Sin proponérselo, puso sobre el tapete los valores revulsivos que pocos años más tarde enarbolaría la Revolución Francesa.
Escritores menos recordados como Henry Murger, apelando a la novedosa novela de folletín tan en boga en el París de los inicios del siglo XlX, dieron testimonio de una juventud que, sin intención de estructurar una ideología renovadora, se refugió en la marginalidad de la vida bohemia, convirtiendo en valor la pobreza, el hambre y la prostitución y generando algo parecido a una estética del fracaso de la que se imbuiría el movimiento romántico. En reiteradas ocasiones hemos hecho referencia a la representación dentro de la representación aludiendo a la capacidad del artista de simbolizar con su obra una experiencia individual o colectiva. Entre los últimos espectáculos presentados en el Teatro Colón recordamos Jonny spielt auf, una poco frecuentada obra de Ernst Krenek de 1927, que metaforiza la Alemania de los años locos; aquella que en la confluencia de una clase dominante trastabillante y un pueblo despojado, alimentó la teoría del superhombre, fomentando la exclusión y el crimen. Igualmente la Opera de Cámara sacó a la luz El Kaiser de la Atlántida, sublimación y denuncia del horror y la muerte en los campos de concentración nazis. La lista de obras se vuelve interminable cuando comenzamos a buscar caminos para la construcción de una identidad. En todos los tiempos, la mirada que el hombre ha tenido de sí mismo perduró a través de sus productos artísticos por lo cual la cultura es un espejo inequívoco donde nos reconocemos y a partir de esa mirada se nos está permitido construir un futuro.
La casa de papel
En el mundo masificado por la globalización se ha generado un nuevo concepto de cultura vinculado directamente a la industria del ocio. La nueva cultura se asimila a la diversión y toda manifestación cultural es absorbida por su valor de cambio, por su naturaleza de mercancía. Y en esta mutación de valores la sociedad pierde su referencia. Según señala en Presencias reales el destacado ensayista George Steiner, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2001, las grandes obras en tanto formadoras de la ética y la estética, tienen un peso tangible en la estructura social por lo que el carácter sacralizado y reverencial de los clásicos no es un equívoco conservador sino que pertenece al ordenamiento más profundo de la condición humana. Así, el respeto y la demanda que tuvieron a través de los tiempos las ideas religiosas han sido en la modernidad trasladados al arte, donde perdura el anhelo de trascendencia que históricamente recogieron las religiones. Esta necesidad inherente a la naturaleza humana no es fácilmente negociable. No se pueden proponer valores de cambio, dimensiones de futuro, sin una dimensión trascendente de la cultura que los pueda propiciar. El Estado tiene la gran responsabilidad de velar por la cultura en tanto es memoria e identidad; cuando se la bastardea en función de las leyes del mercado, se comete un delito de alta traición a la sociedad.
El Teatro Colón representa la gran promesa de desarrollo que la Argentina se había hecho a sí misma en los comienzos del siglo XX. Sus cien años de historia ponen sobre el tapete otros balances y destinos. La cultura que fue cifrada por la institución a lo largo de su historia ha ido incorporando paulatinamente los grandes valores de la modernidad, tramitando en la música y la escena los distintos episodios de la sensibilidad cultural. En cierto modo y más allá de las disputas recurrentes acerca de su condición elitista o su apertura popular, el Colón ha sido una referencia constante del porvenir, ya que no hay desarrollo social o económico sin la acumulación de un capital cultural. Ese capital, cuyo circulante y plusvalía son invisibles, determina nuestra vida social mucho más de lo que se cree; su rentabilidad no puede medirse de la misma manera en que se mide el capital financiero. El capital acumulado de una cultura (o de una institución como el Teatro Colón) produce efectos en áreas distantes porque la cultura está interconectada. Es ese capital el que permite a un pueblo afectado económica, política o socialmente encontrar rumbos alternativos, imaginar soluciones, estructurar nuevos modos de vivir la realidad; las posibilidades de reinventarse están directamente vinculadas a los recursos que ofrece la imaginación cultural. La cultura no puede ni debe medirse con criterio financiero y mercantilizarla es empobrecerla.
Nuestro teatro centenario fue un símbolo del gran futuro que yace en el pasado argentino y su obra viva respiraba sólo en el orgulloso ejercicio creador que ha permitido. Supo mirar hacia las nuevas generaciones desde el Instituto Superior de Arte, fundado en 1922 durante el primer gobierno de Yrigoyen; por entonces la popularización que significó el gobierno radical, se reflejó en un acceso más amplio y heterogéneo al mundo de la cultura. El Instituto navegó a la vera del Teatro y padeció los vaivenes económicos y políticos, pero logró preservarse de lineamientos educativos que alteraran su esencia.
Podría resultar inevitable y dolorosa la metáfora planteada por Carlos María Domínguez en su obra La casa de papel; en ella el protagonista decide construir en las arenas de Rocha una casa cuya particularidad es que las paredes están construidas con libros utilizados como ladrillos. Tal vez la indiferencia del protagonista por el Borges que cubre el pie de la ventana, el Vallejo que está junto a la puerta o el voluminoso y práctico Vargas Llosa se dibuje en una mueca rígida y endurecida como si también en la cara le cayera un balde de mezcla; o tal vez pueda decir “Siguen siendo mis amigos: me dan abrigo, sombra en verano, me protegen de los vientos. Los libros son mi casa”.
La metáfora alude a la riqueza de una cultura que se convierte en ladrillo de una confortabilidad diferente, vaciada de sentido porque no se sabe o no se puede leer en el ámbito nuevo, porque le falta la integración que acompaña a todo acto creativo.
La casa de papel se fue destruyendo en las costas del Río de la Plata, por la inclemencia de los vientos que la erosionaron hasta aniquilarla. Hagamos votos para que no sea ese el destino de nuestro querido Teatro Colón, la gran herencia artística que se yergue desafiante en la otra orilla del río.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
nota: artículo publicado en 2008, año del centenario del Teatro Colón de Buenos Aires

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