miércoles, 7 de octubre de 2009


Lo bueno y lo original.
El concierto de la Orquesta Sinfónica Municipal del 11 de septiembre, bajo la dirección del maestro José Maria Ulla, contó con la actuación solista del pianista catalán Lluís Rodríguez Salvá.
Ravel y Tchaicovsky.
En la primera parte se interpretó la Pavana para una infanta difunta, de Ravel (1875-1937), obra de 1899, poco estimada por su autor, concebida bajo la influencia de su maestro Chabrier. Lejos de inspirarse en los ritmos de la danza de ese nombre –pavana-, el músico nacido en Ciubure, en una de las provincias del país vasco situada en Francia, sólo utilizó esa palabra porque le gustó su sonido. Al escucharla, no podemos menos que evocar los tiempos de la Escuela Normal de Música de Paris, donde, como discípulos o maestros, confluían Paul Dukas, Pablo Casals, Arthur Honegger, Manuel de Falla, Joaquín Rodrigo y tantos otros, y evocar esa concepción de refinamiento y delicadeza tímbrica.
Tchaicovsky (1840-1893) concibió su primer concierto –opus 23, en si bemol menor- en 1874. En 1863 había cursado orquestación con Anton Rubinstein, cuyas enseñanzas eran dadas aún en la orquesta de Mendelssohn. La orquestación de Tchaicovsky ya se valía de otros elementos. Cuando tocó el concierto para Rubinstein, éste le dijo que era inejecutable e inconexo. Su discurso orquestal es diferente al de obras tempranas, como la hermosísima primera sinfonía, Sueños de Invierto, de 1863. La construcción del primer movimiento es compleja, imaginativa y virtuosa para el instrumento solista. Tiene una extensa coda que se inicia en la orquesta y que el piano desarrolla, y dos temas. El segundo movimiento, Andantino semplice, explora una melodía lenta, sucedida por un scherzo. El tema vuelve en el prestísimo. El tercer movimiento está escrito al ritmo de danza popular. En otra recordable interpretación, pudimos escucharlo por Carmen Scalccione y el Maestro Washington Castro.
La exigencia del intérprete es total, quizás más que en la dinámica, en los tránsitos de expresividad en los cuales los pasajes virtuosos se resuelven, disolviéndose y construyendo melodías de un hondo lirismo casi de la nada, en lo que es la escritura típica de Tchaicovsky.
El ensayo fue perfecto en todo este comprometido discurrir, y el concierto mostró a un intérprete bravo y preciso que respondió con mayor resolución en los pasajes más virtuosos, y con honda expresividad en aquellos donde el virtuosismo se resuelve en expresión pura, en este continuo tránsito de elementos radicalmente diferentes pero todos con la misma intensidad extrema. Más allá de la asunción de un pianismo virtuoso y de partes no inconexas, como dijo Rubinstein, pero sí de distinto carácter (está lejos de ser las verdaderas sinfonías con piano que son los conciertos de Brahms), la amalgama con la orquesta es continua.
Beethoven.
Cuando la quinta sinfonía –opus 67, en do menor- fue ejecutada el año pasado bajo la batuta de Luis Gorelik, tuvimos oportunidad de referirnos, en su reportaje, a la estética de esta obra de 1807. El Director de la Filarmónica de Santiago de Chile señaló en la oportunidad que, igual que el Cuarto concierto, se trataba de semántica pura.
En el análisis del maestro Horacio Lanci, el tema de las cuatro notas –tres de ellas una repetición- (sol, sol, sol, mi) ya estaba en la sonata opus 10, nro, 1 para piano; en la opus 50, Appassionata, y volvería luego en el cuarteto opus 74. Esta potente célula generadora, atraviesa una obra de sabia concisión. El segundo movimiento tiene una sección que será variada –a lo largo de cinco variaciones- y una parte invariada. La célula inicial aparece en la transición entre la primera y la segunda variación. Más allá de la originalidad en la instrumentación, en el tercer movimiento, se hace explícita la célula generadora en el compás 19, con la entrada de los cornos, y será la misma célula la que precipite un presto, en el cuarto movimiento, que lleva al fin de la obra. El pasaje del tercero al cuarto movimiento –hasta su estallido triunfal- está dado por un crescendo sorprendentemente resuelto a partir de un la bemol de bajos y cellos. El crescendo de 50 compases, fue escrito luego del estreno y probablemente haya sido tomado del final del movimiento – donde también lo encontramos- y su orfebrería es de los mejores hallazgos de esta cautivante obra
En esta versión se buscó –y se logró- el trabajo sobre la dinámica. Ya que la melodía no es su nota característica, se enfatizó el relieve, su concepción abstracta, en los acentos sobre los distintos pasajes y en la claridad, lo cual no es fácil de lograr en una obra a la que se han atribuido fallas de orquestación –más que nada en la segunda y quinta de las variaciones del segundo movimiento.
“Lo bueno y original se genera por sí mismo sin que se piense en ello” dijo Beethoven. Nosotros, su posteridad, sí pensamos en lo bello y lo bueno y cuánto más lo pensamos, más hemos de maravillarnos ante el milagro de quien pudo concebirlo.


Eduardo Balestena

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