viernes, 25 de septiembre de 2009


Vigor y matices en un antológico Beethoven.
En el último concierto de la Orquesta Sinfónica Municipal se abordaron la Obertura Egmont, opus 84, el Concierto nro. 5 en mi menor para piano y orquesta, opus 73 “Emperador”, y la Quinta Sinfonía opus 67 en do menor.
La dirección de la primera obra estuvo a cargo de María Laura Muñiz, destacada alumna del director invitado –en lo que hace a la dirección femenina, recordemos que en su oportunidad la Orquesta recibió la visita de Adela Marshall, que abordó la Sinfonía nro.1, Primavera, de Schumann-. María Laura Muñiz trabajó además en la primera etapa de ensayos. La dirección es algo que puede apreciarse, en este sentido, más que en la propia actuación, en las ideas que guían a ese trabajo previo y la solvencia de María Laura Muñiz, en un claro y definido Beethoven, participa de los principios del maestro Gorelik, que reivindica la libertad y responsabilidad del intérprete.
Hugo Schuller, ganador del concurso de Necochea, fue el solista en el Concierto El Emperador. Ha sido alumno, entre otros, de Guillermo Scarabino –quien fuera director de la orquesta Sinfónica hasta 1977-, y de Aldo Antognazzi, a quien la discografía debe la maravillosa grabación de brillantes obras de Juan Pedro Esnaola, de su período de la primera mitad del siglo XIX. Pudimos conversar con Hugo Schuller en su sesión de ensayos. Destacó allí la importancia de los aspectos musicales por sobre la mecánica de la interpretación en sí, y que es allí donde reside la dificultad de esta obra a la que dedicó dos años de estudio. El hecho de que, habiendo transitado mayormente las sonatas de Beethoven antes que el repertorio de conciertos, haya obtenido la versión que obtuvo del concierto el Emperador, lleva a comprender en gran medida en qué residen sus méritos, ya que, a diferencia de las anteriores obras del género, el entendimiento y la sincronización con la orquesta son continuos, aun en el movimiento lento. Otra cuestión es el criterio con el cual el intérprete debe adaptar la indicación original a instrumentos actuales y no tergiversar el espíritu de la obra, en materias de tal complejidad como los pedales prolongados –que acentúan la resonancia-, la polirritmia de algunos pasajes, las diferentes operaciones que debe llevar a cabo cada mano y la expresividad del conjunto. La orquesta y él supieron crear la peculiar sonoridad y musicalidad que irrumpe a partir de la cadencia inicial, de una obra escrita en entre 1808 y 1809, cuando las tropas napoleónicas sitiaban Viena, y estrenada el 28 de noviembre de 1811.
La Sinfonía “del destino”, en la que se trabajó con sumo detalle hasta la sesión de concierto, fue un apropiado equilibrio entre el elemento rítmico predominante en la estética de la obra – estrenada el 22 de diciembre de 1808, es increíble que haya sido concebida simultáneamente con la Sinfonía Pastoral- con la musicalidad de los pasajes en los cuales se destaca la melodía, es el caso de las variaciones del segundo movimiento. También mereció especial trabajo el crescendo que une el tercero y cuarto movimientos, resuelto a partir de un la bemol de bajos y cellos sobre la célula inicial, y que luego de un fragmento de indefinición tonal, desemboca en el victorioso acorde del primer tema del cuarto movimiento, en do menor. Se apreció la velocidad del conjunto, con lo cual, al repetirse nuevamente el puente antes del presto que cierra la obra, supone un virtuosismo en el abordaje de dicho presto, del cual dio gala la orquesta. Recordemos que un procedimiento similar existe en un pasaje del cuarto movimiento de la novena sinfonía, de la cual la orquesta brindó una memorable versión dirigida por su titular.
Todo esto nos hace pensar que el trabajo de artitas invitados y la obtención de performances como la que disfrutamos el pasado 11 de octubre, no son más que un reconocimiento del trabajo diario del organismo sinfónico y de su nivel y nos lleva a seguir pensando que en música, el éxito es un trabajo y no un accidente.

Eduardo Balestena

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