martes, 30 de junio de 2015

Budapest Festival Orchestra y Alexander Toradze en el primer ciclo del Mozarteum


.Budapest Festival Orchestra
.Director: Ivan Fischer
.Solista: Alexander Toradze
.Teatro Colón de Buenos Aires,  26 de junio.

Las tres décadas de existencia y actuación de la Festival Orchestra de Budapest forman parte de la diversa e incesante actividad de su fundador y Director Musical Iván Fischer, prestigioso conductor y compositor.
El programa fue iniciado con la Obertura Sobre temas hebreos, op. 34 de Sergei Prokofiev (1891-1953) que explora las sonoridades del clarinete en si bemol, en los acentuados ritmos de la música klezmer, alternando los registros bajos y altos del instrumento, que contrastan con el segundo tema, introducido por el cello en un conjunto que, pese a lo repetitivo, está dotado de encanto sonoro en la precisa pintura de la música hebrea.
Escrito entre 1911 y 1912, es decir cuando el compositor contaba entre los 20 y 21 años de edad, el Concierto para piano y orquesta nro. 1, en re bemol mayor, opus 10, con el cual se consagró en la edición de 1914 del Premio Antón Rubinstein, significó una estética nueva tanto en el instrumento solista –de sonoridad enérgica y percusiva, en pasajes siempre rápidos- como en su relación con una orquesta con la cual el diálogo con el piano es diferente y cuyas armonías y recursos tímbricos ya son los propios de la madurez compositiva de Prokofiev. En el arranque inicial la orquesta y el instrumento solista exponen, en el tutti de la introducción, un tema inicial que confiere unidad a la obra. El piano introduce luego otro rápido motivo signado en la orquesta por rápidas figuraciones de las cuerdas y luego por intervenciones de los metales: lo que sucede a partir de allí es un escenario musical cambiante pero a la vez marcado por la unidad: es el paisaje de desarrollos a partir de los intervalos del motivo, pasajes más lentos y súbitos accelerandos en el marco de una orquestación  con intervenciones tajantes, subrayando el tiempo fuerte. Es una trama absolutamente cerrada y precisa. Valga como ejemplo de una obra de grandes requerimientos técnicos en todo sus desarrollos.
Con su energía, su carisma en el escenario, su atención permanente a lo que sucede en la orquesta, Alexander Toradze y la Festival Orchestra la abordaron, sin ningún preámbulo, apenas el pianista estuvo ante el instrumento, con una singular fuerza, en un tempo que no admitía concesión alguna. Luego de la sección lenta sucede, sin solución de continuidad, con el puente de una puntual intervención orquestal, el pasaje del piano que abre la sección rápida del final. Si bien el arranque no tuvo la fuerza del inicial, lo que puede señalarse del resto del pasaje en la orquesta, el desarrollo posterior fue tan vibrante como el del comienzo. En esta intensidad tan incisiva y cambiante, tras un fortísimo vuelve el tema del principio.
  La Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel (1875-1937) fue la siguiente obra. Más allá del título, elegido por el sonido de las palabras antes que por su sentido, en su recreación de esa danza pudo plasmar parte de un universo  sonoro propio: esos acordes en las maderas, o la trompa de la cual antes que explotar el timbre noble y heroico habitual lo hace con la capacidad del instrumento de crear climas dulces y sosegados.
El Concierto para piano y orquesta en sol mayor de Maurice Ravel es una obra absolutamente virtuosa. A diferencia del Bolero –en que la orquestación explota la relación tímbrica que resulta de notas superpuestas por distintos instrumentos en intervalos en que individualmente esos sonidos no son en general planteados-  en esta otra los timbres son netos y discurren en la técnica del color orquestal: pasajes que pasan, a veces vertiginosamente, de un instrumento a otro. Ello además de la propia riqueza temática, tributaria en gran medida del jazz.
La especial disposición adoptada: colocar al frente sección de las maderas –oboe; corno inglés a la derecha del solista; flautas y piccolo al frente, y los tres registros de clarinete así como los fagotes a la izquierda, revela la naturaleza camarística –particularmente del segundo movimiento- de esta obra mayor.
El propio comienzo, ese golpe percusivo inicial, seguidos del piccolo planteando un primer elemento temático que, sobre el fondo del piano, pasa a la orquesta, es el inicio de una relojería ajustada e indeclinable, que siempre  conduce a algo que sorprende, temática y tímbricamente. Elementos, como el clarinete requinto, de gran incidencia en este paisaje sonoro, que puede ser incisivo en sí mismo, en este contexto aporta algo siempre peculiar. El propio tema inicial del piano, el glissando en el fagot –algo totalmente desusado- son elementos que hablan de esa influencia jazzistica.
En ese movimiento central tan absolutamente bello, en que el piano lleva un tema que parece la improvisación sobre un elemento rítmico cambiante también se plantean cuestiones originales en el discurso, como el largo pasaje en que el corno inglés toma la melodía y lleva a cabo un extenso solo en que es el piano el que lo secunda. Se trata de un elemento que discurre, con singular dulzura, por todo el conjunto camarístico de las maderas, con ese hermosísimo pasaje de la flauta, que requiere –como en las demás maderas pero quizás en un mayor grado- un fraseo muy sutil en sus articulaciones y colores. Una mirada al clasicismo, un detenimiento en la propia belleza sonora, lejos del virtuosismo del resto: la obra es eso y mucho más.
El movimiento final –presto- es quizás el más virtuoso, tanto en los siempre muy rápidos pasajes del piano como en el color orquestal y el carácter compacto de la obra.
Con su fuerza, su espontaneidad, la naturalidad en la interpretación y la justeza, Alexander Toradze no parece exigido nunca: todo lo hace con la misma naturalidad: los pasajes más complejos como los más líricos. En los primeros muestra una claridad que no lo abandona en ningún momento, y con los segundos, el lirismo de un sonido puro.
En la segunda parte fue interpretada la Sinfonía nro. 4, en mi menor, opus 98 de Johannes Brahms  (1833-1897). Con una formación en la que los violines primeros fueron ubicados a la izquierda del director, los segundos a la derecha, cellos y violas al frente, la masa de cuerdas brindó un sonido envolvente, expansivo en una versión que significó un enfoque diferente al habitual de la obra. Brahms, que basó su libertad estética en la forma tanto como en la belleza de sus timbres –basta apreciar esos acordes de flautas, clarinetes y maderas típicos de los movimientos lentos- admite, como su admirado Bach, libertad en la interpretación.
Esta obra cierra su ciclo sinfónico y no cabe extenderse en su honda construcción formal, de la cual, la genial passacaglia –del cuarto movimiento- en que  consiste el sencillo tema de ocho notas con el cual elabora 31 variaciones es quizás el ejemplo más significativo.
Acentos diferentes en secciones de respuestas, con un tempo más rápido en esas respuestas le confirieron un relieve distinto. Lo mismo el scherzo, habitualmente un lugar de transición entre el Andante moderato del segundo movimiento y  el Allegro del cuarto, fue dado en este relieve. Las articulaciones en la cuerda (claras, definidas, hondas), la homogeneidad, fueron elementos que destacaron en la conducción de Iván Fischer. Como el de Adam Fischer, su estilo es vehemente, claro, sin desbordes, de una solidez absoluta, sin arrebatos pero si dejar de atender ningún aspecto de obras que la orquesta ya de por sí conoce. Un gran director, un gran solista y una gran orquesta para obras que representan  puntos de los más altos de diferentes estéticas.
Destacaron especialmente  Ákos Ács (clarinete); Phillipe Tondre; Sascha Calin y Jeremy Sassano (oboes y corno inglés); Gabriella Pivon; Anett Jóföldi y Bernardette Nagy (flautas y piccolo); Zoltán Szóke (corno).  
  



  
  


Eduardo Balestena


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