lunes, 19 de septiembre de 2011

Manuel de Falla: "otro mundo"




La Orquesta Sinfónica Municipal abordó hace poco la suite de El Amor Brujo, de Manuel de Falla (1915), una obra muy significativa en varios aspectos: es el primer ballet de Falla, una de sus obras sinfónicas con un tratamiento especialmente brillante y un modo de poner en escena tradiciones del cante jondo a partir de un tratamiento estilístico nuevo y propio, con valor en sí mismo y por sus fuentes: medios expresivos y fuentes se hacen unidad, se plasman como lenguaje y reformulan absolutamente el concepto de lo nacional en la música española.


Ya en las Siete canciones populares españolas (1914) Falla hizo una exploración del acervo popular relegado en la música culta: utilizó en ellas textos provenientes del cancionero, tratándolos en distintos géneros: seguidilla murciana; nana andaluza; jota aragonesa.


Una nueva conciencia


Hacia los años de 1830 los músicos españoles se encontraban relegados a favor de la hegemonía de los italianos, contratados en los principales teatros líricos. La guitarra había sufrido un largo eclipse y de ser un instrumento preponderante se vio confinada al medio marginal de los cafés. Ferran Sor, el famoso guitarrista barcelonés debió abandonar España y triunfó en Francia, Inglaterra y Rusia. No fue hasta Andrés Segovia que la guitarra reconquistó su lugar.


Falla es parte de una lenta reacción que comenzó por volver a un género hasta entonces postergado: la zarzuela, que entraña una búsqueda de referentes locales. Mentor de este proceso fue Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894) que con una obra de investigación, dirigiendo conciertos y llevando al teatro música vinculada a temas nacionales fue forjando un nuevo gusto por las fuentes autóctonas. Otro referente de este proceso fue Felipe Pedrell (1841-1922), maestro de Isaac Albéniz; Enrique Granados; Joaquín Turina y Manuel de Falla. Rescató además la música de Antonio de Cabezón; Tomás Luís de Victoria y la escuela polifónica española del siglo XVI, así como las Cantigas de Alfonso el Sabio.


Medios y Fines


En este panorama, no sorprende que Falla no hubiera podido estrenar en Madrid La Vida Breve y debiera trasladarse a París en 1907, donde conoció a quienes abrirían su sensibilidad a un nuevo lenguaje: Paul Dukás; Claude Debussy; Maurice Ravel. Fue con este influjo que trabajó sobre las fuentes populares andaluzas dentro de una concepción de un preciosismo en la orquesta que tiene por función plasmar la fuerza de aquellos orígenes y todo su poder expresivo.


Una muestra de su erudición fue, por ejemplo, El retablo del maese Pedro, (que hizo en Buenos Aires, traído por Juan José Castro, y en la cual intervino Washington Castro como violoncelista). Allí, Falla brinda un homenaje al Siglo de oro español. También el Concierto para clave (1926) es una obra sorprendente en varios aspectos. Elige ese instrumento y está dedicada a Wanda Landowska, que lo reintrodujo en la escena musical. El clave había sido relegado hasta entonces por el piano. Es muy minucioso el trabajo con citas musicales de la tradición popular, reelaboradas en una estética neoclásica, con una sonoridad concisa y sin ornamentación.


El amor brujo


Fue muy certera la intuición de Pastora Imperio al encargar esta obra a Falla, o muy certera la elección del compositor por el libreto de Gregorio Martínez Sierra que permitía unir la oscuridad, el sentido de lo trágico, determinista y absoluto de una historia de amor gitana, a una música hecha en el brillo, la pureza tímbrica, la falta de ornamentación y el cuidado formal.


La protagonista, Candelas, ha sido amante de un gitano que ha muerto y cuyo espíritu la persigue.


Hubo una primera versión, a la medida de las necesidades del Teatro Lara, para un conjunto instrumental reducido: piano, oboe, trompeta, trompa, viola, cello y contrabajo, que fracasó en su estreno en Madrid el 15 de abril de 1915. Reelaborada con su orquestación actual, fue reestrenada el 28 de marzo de 1916, con enorme éxito. A esa fecha, lo compositores españoles gozaban ya de otra valoración.


Es una obra que impresiona en la propia formulación: la fanfarria que la abre y el contraste con el tema siguiente: En la cueva. La noche: sobre el ostinato de la cuerda y con el soporte armónico del fagot surge la entrada del clarinete en su registro grave: misterio salido de las sombras, y comienza un crescendo cargado de tensión en toda la orquesta que se resuelve en la entrada del oboe que concluye el número en cierta indefinición tonal, para dar lugar a la cantaora.


Otro de los muchos momentos sorprendentes es el comienzo de la Danza del terror, sobre una variación del tema del fantasma que comienza con una base rítmica en las cuerdas y una célula que aparece, una vez y otra, en la trompeta y que es tomada y desarrollada muy rápidamente por el piano y las cuerdas en una reiteración que le confiere unidad y diversidad tímbrica: un mismo elemento, con cambios de acento es capaz de dar una sensación de movilidad y expansión. En rigor, no son melodías amplias sino simples células en expansión en un campo sonoro donde todo, a la vez que permanecer, dan la sensación de mutar, más que nada en la intensidad y en las posibilidades. No parece posible un resultado así sin un conocimiento de la armonía acorde con la escuela francesa: refinamiento, sensibilidad, claridad sonora.


Podríamos seguir adentrándonos en otros lugares de esta obra tan enorme, a la vez curiosa y mágica, pero basta decir que Falla, en su humildad, su ascetismo, su sencillez es a la vez que un refundador de lo nacional un artista irrepetible.


Cuando le hice un reportaje al maestro Pedro Ignacio Calderón y le pregunté por Falla dijo: es “otro mundo”. Pocas expresiones parecen tan certeras.





Eduardo Balestena


http://www.d944musicasinfonica.blogspot.com/


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