jueves, 19 de noviembre de 2009


Obras referenciales de dos estéticas
En su concierto del 14 de octubre, la Orquesta Sinfónica Municipal fue conducida por el Maestro Diego A. Lurbe, como director invitado, y actuó como solista en piano Orlando Millá
Danza eslava nro. 8, en sol menor, opus 46
Las danzas eslavas abarcan los opus 46 y 72 de la obra de Dvorák y fueron inicialmente escritas para piano a cuatro manos. En la nro. 8 se advierte el difícil inicio en cuerdas y percusión a la vez, en un ritmo rápido que se hace íntimo a partir del solo de oboe (Guillermo Devoto). La percusión (Daniel Lizarraga, Leticia Pucci y Olga Romero) le aporta un carácter vibrante y gran relieve
Concierto para piano y orquesta en mi bemol mayor, opus 73, “Emperador”
Orlando Millá, abordó esta obra gigantesca, que lo es en la complejidad pianística, ya que asistimos a la madurez de la escritura Beethoveniana, y en que, a diferencia de los anteriores, y de otras obras del género entraña un diálogo permanente y cerrado con la orquesta.
Fue escrito mientras las tropas de Bonaparte sitiaban Viena, y sobrevenían las penurias tan bien narradas en la biografía de Schubert, por Georg Marek. Se inicia con una cadencia, un ataque sobre el acorde en mi bemol mayor que supuso una verdadera revolución. El material temático, dos temas en el primer movimiento, es como suele serlo en Beethoven, sencillo en su formulación, pero con muchas posibilidades de desarrollo ulterior, que en el piano se manifiestan como una exploración en las sonoridades percusivas, en los agudos, y en el diálogo con la orquesta, entre otras particularidades del lenguaje, en la unión del desarrollo del segundo tema con la coda. Todos los pasajes pianísticos de este movimiento entrañan dificultades distintas y muy específicas. Van tomando elementos ya expuestos y agregándole nuevas formulaciones, y por momentos abordan células rítmicas destinadas a expandirse.
Es famoso el adagio un pocco mosso, con su extraordinaria dulzura, que también es propia del discurso beethoveniano pero de otro modo: más que en una melodía dulce y flexible, se encuentra dado en una que no deja de ser tensa, pero formulada desde una melancolía bajo la cual hay una sensación de paz interior. Dulzura contenida, que basa su expresión no en lo que despliega sino precisamente en lo que contiene, perfecto contraste con la energía del movimiento anterior.
Es de lamentar que el programa de mano no haya incluido las referencias biográficas de Orlando Millá, quien en un concierto cuyo resultado estuvo más logrado que en el ensayo general, confirió particularmente la dulzura de este adagio, la sensibilidad de los pasajes lentos, la justeza en los rápidos, y la exactitud de una obra que conoce a la perfección y que interpretó de memoria. Deparó un cuidado balance y exactitud en las riesgosas entradas y salidas, en los solos, en las alternancias con las maderas, del segundo movimiento, en el exigente pasaje del segundo al tercer movimiento, tras la intervención del fagot (Gerardo Gautín) aunque en el conjunto hubiese podido haber un mayor vigor. Destacaron los solos de Federico Gidoni (flauta), Mario Romano (clarinete) y las intervenciones de Jorge Gramajo (corno) y Andrea Porcel (oboe).
Sinfonía nro. 7, en re menor, opus.70 de Dvorák
Diego Lurbe, es director suplente y solista de fagot de la Orquesta Sinfónica de Olavarría, y conoce muy bien a la orquesta desde este doble lugar: el podio y el atril. Preparó esta sinfonía, que también ha sido llamada “Trágica”, que no es la más ejecutada de las del autor checo, que la compuso en 1884, para el Concurso Internacional Simón Blech en Bahía Blanca, donde obtuvo el segundo premio. La dirigió, como a la novena de Beethoven que condujo en Olavaria, de memoria. Señaló aspectos que se hicieron evidentes: la dificultad, particularmente en la cuerda, la inclusión de temas eslavos, y la hondura estética de una obra muy exigente. Lo de los temas eslavos es una cuestión relevante porque se funden con elementos más abstractos, lo cual supone una exigencia en el intérprete, que debe abordarlos dentro de la unidad de la obra y a su vez hacer que no todo se oiga igual porque no todo lo es. La sinfonía, escrita por Dvorák en una etapa amarga de su vida, signada por la muerte de su madre, implica requerimientos diferentes a la octava y la novena. Tiene mayor gravedad que éstas, y esta gravedad contrasta con la dulzura de muchos pasajes.
La exigencia está en varias cuestiones: La expresiva, la dinámica, y el permanente cambio de las sonoridades sombrías, o tajantes pasajes de las cuerdas, a las danzantes y diáfanas, en lo que parecería también un cambio de ritmo. También está en los motivos que se desarrollan en las distintas secciones de las cuerdas, y que deben pasar por ellas con una precisión extrema, y en la fuerza sin la cual estos elementos carecerían de sentido en el todo.
A la manera de Schubert, un tema concluye y es sucedido por otro diferente, separado por un solo, en el tercer movimiento es del oboe, y comienzan a aparecer elementos del anterior, que conducen nuevamente a él, en el cual se resuelven. Es una sinfonía de solistas, en particular en el segundo movimiento, que discurre inicialmente en forma camarística, fagot, flauta, oboe, y los dos clarinetes. En el tercero y el cuarto, los pasajes se alternan con solos de corno, que tiene bellísimos solos además en el primer movimiento, y oboe y el permanente clímax que aportan los metales: tres trombones y dos trompetas, principalmente en el cuarto movimiento, con sus fragorosos pasajes de cuerdas. En este sentido se destacaron: Andrea Porcel (oboe), Federico Gidoni (flauta), José Garreffa (corno), Daniel Sergio (cello), Mario Romano (clarinete), Ernesto Nucíforo (clarinete segundo) y Gerardo Gautín (fagot).





Eduardo Balestena

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