viernes, 18 de febrero de 2011

Arte y vida

En su concierto del 12 de febrero, la Orquesta Sinfónica Municipal se presentó en el teatro Colón con la dirección del maestro Guillermo Becerra, y contó con la actuación solista de Mario Romano en clarinete.
Concierto para clarinete nro.2, opus 74 de Carl María von Weber (1786-1826).
Mario Romano es solista de clarinete de la Orquesta Sinfónica Municipal y tiene gran experiencia en música de cámara: obtuvo el 1999 el primer premio en el IV Concurso Internacional de Música de Cámara, en Buenos Aires y ha formado parte de conjuntos como el Quinteto de Vientos de Mar del Plata, Art tío, el Quinteto de Vientos de Olavarría y la Orquesta Music Hall (en la que ha intervenido en saxo). Afinación, musicalidad, calidez en las frases y un sonido muy depurado son sus contribuciones a un instrumento para el cual reúne igualmente profundidad y versatilidad.
Esta vez abordó una obra que presenta dificultades de distinta índole: pasajes siempre muy rápidos y cambiantes en las alturas, en una línea de permanente exposición, que exige a la vez que el virtuosismo, gracia y sonoridad y un permanente diálogo con la orquesta. Escrito en 1811, es una de las obras iniciales del romanticismo en un instrumento que ya había alcanzado un importante desarrollo. Exige un control absoluto: de las frases, del fiato, de un fraseo que avanza muy rápidamente a notas distantes varios intervalos y que, como en el tercer movimiento Alla polaca pide ese carácter danzante.
Sobre el final del movimiento, a un tempo ya muy vivo, a la manera de la polonesa, hay un extenso pasaje de seisillos, tan rápidos que no se pueden solfear las notas con la voz, con el agregado de que en algunas partes hay notas de intervalos amplios, es decir, no son todas seguidas, lo que obliga a una rapidez y justeza extema en la digitación. Como si eso fuera poco, en varios momentos se articulan en secciones de pregunta y respuesta en las que el intérprete tarda más en poder respirar.
Las obras virtuosísticas, y en particular aquellas, como el concierto de Weber, que no destacan ni por la invención melódica ni por la hondura, que de por sí exigen un dominio técnico, demandan además una musicalidad que las haga lucir más allá del puro despliegue técnico. En la medida en que el intérprete pueda conferirles ese carácter, como en el caso de Mario Romano, se hará evidente que valía la pena tocarlas y que quien lo hace ha llegado a un grado de dominio de los recursos que le permite no sólo exibir su técnica tan espontáneamente que no se la percibe, sino también darle ese sentido de esponateidad que tiene la obra. Es una estación más para un solista que puede abordar cualquier tesitura.
Sinfonía Fantástica, opus 14, de Héctor Berlioz (1803-1869)
Escuchada en vivo, con un buen resultado pese a los pocos ensayos, esta obra, ya abordada bajo la batuta de Pedro Ignacio Calderón, evidencia que es compleja de hacer: por el permanente mosaico de temas, timbres y efectos, por las intervenciones de los metales que hacen que una cuerda que requeriría una mayor densidad haya debido intensificar sus intervenciones aun más para hacerse oír. A la vez permite apreciar a una percusión siempre ajustada y expresiva, en un lengguaje que le cnfiere relieve. Algo que las grabaciones no permiten apreciar es que existe un nivel de eectos audibles, primarios, y otro, más inadvertido, que le da espesor, por ejemplo las intervenciones de las trompas en el primer movimiento.
Una sección de maderas que (más allá de esos accidentes que siempre pueden suceder, o de algún sol, como el del corno inglés, que hubiera requerido un sonido más puro) fue muy expresiva, particularmente en los solos de Gustavo Asaro y el pasaje de requinto, en el Sueño de una noche de sabbath, por Mario Romano, y una cuerda casi siempre tajante, intensa y rápida permitieron plasmar lo que la obra es: intensidad, choque, invención y una experiencia auditiva pura.
También lo es la paradoja de que siendo anunciada como una sinfonía programática, el programa pase a un segundo plano por la propia originalidad del tratamiento tímbrico. Ello y el hecho de que la famosa idea fija, tema que recorre toda la obra, aparece a veces algo forzada en el discurso, nos dicen que todo criterio constructivo parece finalmente subordinado a la pura invención.
Berlioz tomó, casi enteramente, como tema del tercer movimiento (Escena en los campos) uno de los números de su Messe Solenelle, y lo expandió con la introducción de la idea fija, que de algún modo lo justifica en la obra. Sirve además de puente con los movimientos que, junto con el primero, son la esencia de la obra: la Marcha al suplicio y el Sueño de una noche de sabbath, donde destacaron, además, los metales.
Cuesta imaginar cómo habrá sonado esta obra en su estreno en el conservatorio de París, el 5 de diciembre de 1830, a los oídos de entonces si es que en nosotros sigue resonando del modo en que lo hace.

Berlioz hizo arte de su vida; quizás en ello, en su caracter de músico más intuitivo que formado, resida su fuerza. Guillermo Becerra abordó la sinfonía fantástica como quien va al encuentro de la obra con una dosis de azarr, un azar que resultó congruente con el hecho de hacer arte de la ida. Tuvo para hacerlo a una orquesta muy experimentada y a muy buenos solistas.