martes, 30 de junio de 2015

Budapest Festival Orchestra y Miah Persson en el segundo ciclo del Mozarteum



.Budapest Festival Orchestra
.Director: Ivan Fischer
.Solista: Miah Persson (soprano)
.Teatro Colón de Buenos Aires,  27 de junio.

En su concierto del segundo abono del Mozarteum la Festival Orchestra de Budapest, dirigida por su fundador y Director Musical Iván Fischer, contó con la actuación solista de la soprano Miah Persson, en un programa con un repertorio de lenguajes marcadamente diferentes al del día anterior.
Los registros de Bela Bartók (1882-1945) al piano constituyen un material genuino y a la vez una sustancia compositiva a partir de la cual desarrolló tímbrica y formalmente los modos antiguos de los cantos magiares cuyas posibilidades expresivas eran de por sí limitadas; ese uso, el “folklore imaginario” el expandir esa materia en un sistema compositivo propio y elaborado le brindó a su música algo único. Si bien la orquestación de los Bocetos húngaros (Magyar képek) –obra inicial del programa- no está concebida en la sutil complejidad armónica de la Música para cuerdas, percusión y celesta, por ejemplo, es un claro ejemplo del sentido de la belleza tímbrica, del color y de la capacidad de orquestación de Bartók. Requiere una gran pureza sonora y una gradación en el color de una paleta orquestal refinada y sutil en sus acentos y colores. Constituyen un conjunto de elementos musicales muy diversos: aires de danza, audacias armónicas, diálogos tan originales como ricos, el final Danza de los Ürog constituye un desarrollo típico del compositor: el enriquecimiento sobre la base de un motivo breve y sencillo hasta lograr la  absoluta plenitud tímbrica y expresiva.
La significación de las Cuatro últimas canciones (Vier letzke lieder), de Richard Strauss (1864-1949) es muy profunda en la música: por una parte coronan y concluyen la tradición del género y, más hondamente todavía, nos brindan lo que Richard Strauss elige de su universo musical para concluir su actividad compositiva, renunciando a todo efecto y buscando un modo de plasmar lo trascendente a partir de un despojamiento formal que, en un afán de suprema síntesis, se concentra en puntuales recursos estilísticos –en la música están dados por una cuerda siempre etérea, el soporte armónico de maderas y metales y solos de precisa función y significación- en el que el texto poético adquiere fuerza aglutinante.
Concebidos con la técnica vocal de su esposa, la soprano  Pauline de Ahna,  son de un enorme compromiso técnico y expresivo, íntimamente imbricados como lo están, contenido y forma (el desarrollo musical cambia casi siempre según la división estrófica), que requieren una elegancia, dulzura del fraseo tanto como un absoluto control del fiato ya que discurren en largas líneas sinuosas,  con sutiles armonías cromáticas, que abarcan desde el Si agudo al Re bemol grave, con pasajes hacia los tonos graves a veces en el transcurso de una frase. 
El tempo es un elemento muy relevante: el lento permite apreciar colores, modulaciones e intensidad de las frases de un texto lírico que por serlo es de por sí esencialmente musical,  pero implica un mayor requerimiento del fiato. Un tempo más rápido, con un consiguiente requerimiento menos comprometido de la respiración, hace a los pasajes agudos más cortantes y próximos y no permite desplegar ni la musicalidad de la frase ni la de la orquesta.
Miah Persson y la Budapest Festival Orchestra abordaron su interpretación en un tempo lento que, desde una ubicación próxima al escenario me permitió apreciar la conducción absolutamente clara del maestro Ivan Fischer, tanto en su comunicación con una orquesta que conoce sus mínimos gestos, como con la solista, cuya línea de canto entonaba en silencio junto con la soprano, como la perfección de una línea de canto absolutamente controlada y expresiva, aspectos que priman sobre el volumen que corresponde al de una soprano lírica  cuya presencia en el escenario es de por sí refinada y elegante. Perfecta era asimismo su pronunciación, la sutileza de fraseo y su naturalidad.
Son numerosos los aspectos que merecerían un detalle. Es posible tratar de resumirlos en la singularidad de algunos lugares de esta obra tan irrepetible: el requerimiento de los registros agudos (por ejemplo en una parte del segundo verso: ”Baumen an blauen/”árboles y aire azul”, sobre el poema de Herman Hesse) implicó que luego de su estreno en el Albert Hall, en 1950, Kirsten Flagstadt no volviera ya a cantar nuevamente Früling (Primavera), el primero de los lieder. Más allá de dificultades técnicas, como el largo melisma sobre la palabra Flüguen (vuelo), del segundo verso de la tercera estrofa, en Beim Schlafengehen  (al ir a dormir), que casi inmediatamente deriva al registro grave,  la obra discurre en un fraseo consustanciado con textos que connotan el retiro de la vida, la sensación de dulce y nostálgico abandono, como la intensa frase de violín que antecede a la última estrofa. En el lied final Im abentrot (En la puesta de sol) sobre el poema de Joseph von Eichendorff) la voz, con una inflexión de despedida: “So tief im Abentrot,/wie sind wir wandermüde-/it dies etwa?, (Oh, inmensa y dulce paz,/tan profunda en la puesta de sol,/qué fatigados estamos por haber caminado/Será esta, entonces, la muerte?) termina o , más sien se extingue, en ese último verso pero la música sigue en hondos acordes de cuerdas, maderas y trompas. Como ejemplo del simbolismo de que la muerte no lo extingue todo surge nuevamente un pasaje en los piccolos presente en el verso que menciona las alondras (Lerchen).
La soprano sueca Miah Persson, que debutara en 2003 en el Festival de Salzburgo, junto a la Filarmónica de Viena, dando comienzo a una muy destacada carrera internacional obtuvo una excelente versión de una obra cuyos requerimientos más grandes son los expresivos y permitió transmitir la calma y a la vez desgarrada despedida del mundo de Richard Strauss.
En la segunda parte fue interpretada la Sinfonía nro. 4, en sol mayor, de Gustav Mahler (1860-1911). Del mismo modo que en su versión de la cuarta sinfonía de Brahms en día anterior, Ivan Fischer llevó a la Budapest Festival Orchestra en una interpretación que destacó en la libertad de los tempos, por ejemplo en secciones de respuesta como la que sucede al primer tema, y que igualmente destacó en las gradaciones dinámicas tan sutiles que llevan tanto el tercer movimiento (Ruhevoll, poco adagio, bellísimo marco sonoro para la película El maestro de música de Gerard Corbieu), como el movimiento final Sehr behaglich , con la intervención de la soprano con el texto de Das Himmlische Leben (La vida celestial), del Cuerno Mágico de la Juventud.
La perfección sonora de la Budapest Festival Orchestra fue evidente. Su idea interpretativa es diferente: las frases de las maderas, el modo de proyectar el sonido los clarinetes por ejemplo, levantando al instrumento, técnica también empleada por la Orquesta Teresa Carreño de Venezuela, el fraseo de una cuerda absolutamente envolvente, pura, con gradaciones tan sutiles y progresivas como marcadas en lo crescendos.
El entendimiento del maestro Ivan Fischer con el organismo es absoluto: pese a la profesionalidad de los músicos, está presente en todo tanto en las entradas como en expresiones que subrayan la intensidad de los pasajes.
La venida de la Budapest Festival Orchestra ha sido, sin duda,  un hecho musical trascendente.
Destacaron de manera especial: Violetta Eckhard (violín concertino); Gabriella Pivon y Anett Jófoldi (flautas traveseras y piccolos); Philippe Tondre (oboe); Ákos Ács (clarinete) y Zoltan Szóke (corno solista).



  

  



  
  


Eduardo Balestena



Budapest Festival Orchestra y Alexander Toradze en el primer ciclo del Mozarteum


.Budapest Festival Orchestra
.Director: Ivan Fischer
.Solista: Alexander Toradze
.Teatro Colón de Buenos Aires,  26 de junio.

Las tres décadas de existencia y actuación de la Festival Orchestra de Budapest forman parte de la diversa e incesante actividad de su fundador y Director Musical Iván Fischer, prestigioso conductor y compositor.
El programa fue iniciado con la Obertura Sobre temas hebreos, op. 34 de Sergei Prokofiev (1891-1953) que explora las sonoridades del clarinete en si bemol, en los acentuados ritmos de la música klezmer, alternando los registros bajos y altos del instrumento, que contrastan con el segundo tema, introducido por el cello en un conjunto que, pese a lo repetitivo, está dotado de encanto sonoro en la precisa pintura de la música hebrea.
Escrito entre 1911 y 1912, es decir cuando el compositor contaba entre los 20 y 21 años de edad, el Concierto para piano y orquesta nro. 1, en re bemol mayor, opus 10, con el cual se consagró en la edición de 1914 del Premio Antón Rubinstein, significó una estética nueva tanto en el instrumento solista –de sonoridad enérgica y percusiva, en pasajes siempre rápidos- como en su relación con una orquesta con la cual el diálogo con el piano es diferente y cuyas armonías y recursos tímbricos ya son los propios de la madurez compositiva de Prokofiev. En el arranque inicial la orquesta y el instrumento solista exponen, en el tutti de la introducción, un tema inicial que confiere unidad a la obra. El piano introduce luego otro rápido motivo signado en la orquesta por rápidas figuraciones de las cuerdas y luego por intervenciones de los metales: lo que sucede a partir de allí es un escenario musical cambiante pero a la vez marcado por la unidad: es el paisaje de desarrollos a partir de los intervalos del motivo, pasajes más lentos y súbitos accelerandos en el marco de una orquestación  con intervenciones tajantes, subrayando el tiempo fuerte. Es una trama absolutamente cerrada y precisa. Valga como ejemplo de una obra de grandes requerimientos técnicos en todo sus desarrollos.
Con su energía, su carisma en el escenario, su atención permanente a lo que sucede en la orquesta, Alexander Toradze y la Festival Orchestra la abordaron, sin ningún preámbulo, apenas el pianista estuvo ante el instrumento, con una singular fuerza, en un tempo que no admitía concesión alguna. Luego de la sección lenta sucede, sin solución de continuidad, con el puente de una puntual intervención orquestal, el pasaje del piano que abre la sección rápida del final. Si bien el arranque no tuvo la fuerza del inicial, lo que puede señalarse del resto del pasaje en la orquesta, el desarrollo posterior fue tan vibrante como el del comienzo. En esta intensidad tan incisiva y cambiante, tras un fortísimo vuelve el tema del principio.
  La Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel (1875-1937) fue la siguiente obra. Más allá del título, elegido por el sonido de las palabras antes que por su sentido, en su recreación de esa danza pudo plasmar parte de un universo  sonoro propio: esos acordes en las maderas, o la trompa de la cual antes que explotar el timbre noble y heroico habitual lo hace con la capacidad del instrumento de crear climas dulces y sosegados.
El Concierto para piano y orquesta en sol mayor de Maurice Ravel es una obra absolutamente virtuosa. A diferencia del Bolero –en que la orquestación explota la relación tímbrica que resulta de notas superpuestas por distintos instrumentos en intervalos en que individualmente esos sonidos no son en general planteados-  en esta otra los timbres son netos y discurren en la técnica del color orquestal: pasajes que pasan, a veces vertiginosamente, de un instrumento a otro. Ello además de la propia riqueza temática, tributaria en gran medida del jazz.
La especial disposición adoptada: colocar al frente sección de las maderas –oboe; corno inglés a la derecha del solista; flautas y piccolo al frente, y los tres registros de clarinete así como los fagotes a la izquierda, revela la naturaleza camarística –particularmente del segundo movimiento- de esta obra mayor.
El propio comienzo, ese golpe percusivo inicial, seguidos del piccolo planteando un primer elemento temático que, sobre el fondo del piano, pasa a la orquesta, es el inicio de una relojería ajustada e indeclinable, que siempre  conduce a algo que sorprende, temática y tímbricamente. Elementos, como el clarinete requinto, de gran incidencia en este paisaje sonoro, que puede ser incisivo en sí mismo, en este contexto aporta algo siempre peculiar. El propio tema inicial del piano, el glissando en el fagot –algo totalmente desusado- son elementos que hablan de esa influencia jazzistica.
En ese movimiento central tan absolutamente bello, en que el piano lleva un tema que parece la improvisación sobre un elemento rítmico cambiante también se plantean cuestiones originales en el discurso, como el largo pasaje en que el corno inglés toma la melodía y lleva a cabo un extenso solo en que es el piano el que lo secunda. Se trata de un elemento que discurre, con singular dulzura, por todo el conjunto camarístico de las maderas, con ese hermosísimo pasaje de la flauta, que requiere –como en las demás maderas pero quizás en un mayor grado- un fraseo muy sutil en sus articulaciones y colores. Una mirada al clasicismo, un detenimiento en la propia belleza sonora, lejos del virtuosismo del resto: la obra es eso y mucho más.
El movimiento final –presto- es quizás el más virtuoso, tanto en los siempre muy rápidos pasajes del piano como en el color orquestal y el carácter compacto de la obra.
Con su fuerza, su espontaneidad, la naturalidad en la interpretación y la justeza, Alexander Toradze no parece exigido nunca: todo lo hace con la misma naturalidad: los pasajes más complejos como los más líricos. En los primeros muestra una claridad que no lo abandona en ningún momento, y con los segundos, el lirismo de un sonido puro.
En la segunda parte fue interpretada la Sinfonía nro. 4, en mi menor, opus 98 de Johannes Brahms  (1833-1897). Con una formación en la que los violines primeros fueron ubicados a la izquierda del director, los segundos a la derecha, cellos y violas al frente, la masa de cuerdas brindó un sonido envolvente, expansivo en una versión que significó un enfoque diferente al habitual de la obra. Brahms, que basó su libertad estética en la forma tanto como en la belleza de sus timbres –basta apreciar esos acordes de flautas, clarinetes y maderas típicos de los movimientos lentos- admite, como su admirado Bach, libertad en la interpretación.
Esta obra cierra su ciclo sinfónico y no cabe extenderse en su honda construcción formal, de la cual, la genial passacaglia –del cuarto movimiento- en que  consiste el sencillo tema de ocho notas con el cual elabora 31 variaciones es quizás el ejemplo más significativo.
Acentos diferentes en secciones de respuestas, con un tempo más rápido en esas respuestas le confirieron un relieve distinto. Lo mismo el scherzo, habitualmente un lugar de transición entre el Andante moderato del segundo movimiento y  el Allegro del cuarto, fue dado en este relieve. Las articulaciones en la cuerda (claras, definidas, hondas), la homogeneidad, fueron elementos que destacaron en la conducción de Iván Fischer. Como el de Adam Fischer, su estilo es vehemente, claro, sin desbordes, de una solidez absoluta, sin arrebatos pero si dejar de atender ningún aspecto de obras que la orquesta ya de por sí conoce. Un gran director, un gran solista y una gran orquesta para obras que representan  puntos de los más altos de diferentes estéticas.
Destacaron especialmente  Ákos Ács (clarinete); Phillipe Tondre; Sascha Calin y Jeremy Sassano (oboes y corno inglés); Gabriella Pivon; Anett Jóföldi y Bernardette Nagy (flautas y piccolo); Zoltán Szóke (corno).  
  



  
  


Eduardo Balestena


domingo, 14 de junio de 2015

Ciclo de las nueve sinfonías de Beethoven, sinfonías 2 y 4



.Orquesta Sinfónica Municipal de Mar del Plata
.Dirigida por la maestra Fernanda Lastra
.Teatro Municipal Colón, 13 de junio

Con excepción de la nro. 6, opus 68, Pastoral, las sinfonías pares Beethovenianas –particularmente la 2da y la 4ta., parecieran encontrarse a la sombra de la intensidad innovadora y constructiva de las impares, y en un ciclo integral no suelen ser las más esperadas.
No obstante, basta abrirse a ellas para entenderlas como lo que son y lo que no son. No son obras se segunda categoría y sí son trabajos maduros, espontáneos, muy sólidamente concebidos en lo formal, que deben ser juzgados por su propio lenguaje, sus soluciones musicales y una sucesión de relieves sonoros que permiten apreciar sus particularidades.
Sinfonía nro. 2 en re mayor, opus 36
Escrita, en un largo y trabajoso proceso compositivo, como lo documentan los cuadernos de apuntes del maestro, en 1802 durante una estancia en Heilegenstadt y estrenada en el teatro An der Wien el 5 de abril de 1803, no fue un éxito: se la juzgó demasiado extensa y tosca. En oportunidad de su interpretación en París, mucho más tarde, señalaba Berlioz que el segundo movimiento fue sustituido por el allegro de la séptima sinfonía.
 Fiel a la forma clásica en el cuidado constructivo y en la elegancia de muchos de sus motivos, ya es innovadora en un lenguaje donde el cambio de intensidades es permanente, que se vale de elementos sencillos que con modificaciones, muchas veces leves, derivan hacia otros: no existe un discurrir melódico amplio tanto como esta sucesión de cambios, en acordes a veces tajantes –tal como es posible apreciar en el motivo introductorio, que tras un pasaje que siembra expectativa, conduce al segundo motivo cuya respuesta es sin embargo grácil y a la vez vibrante. La introducción es más extensa que la de la primera sinfonía, y las modulaciones del resto del movimiento y la orquestación ya importan un cambio por sobre el ideal puramente clásico.
Esa concepción y las dificultades técnicas en la ejecución –más que nada en una cuerda siempre exigida- deben haberle valido la resistencia inicial, proveniente de un hábito sonoro diferente, el del clasicismo puro de Haydn y el Mozart de las sinfonías tempranas. No obstante, la dulzura de las intervenciones de las maderas, implican una exigencia además expresiva.
No dejan de ser bloques compactos los que prevalecen, pero presentados de una manera distinta a la dialéctica de choque de las sinfonías impares: aquí todo deriva y se transforma en medio de una claridad sonora evidentemente clásica.
El arranque del cuarto movimiento –una bellísima y trabada forma rondó- es también uno de los lugares exigentes en términos de interpretación. Berlioz lo caracterizó como un segundo scherzo al doble de tiempo: gracia, carácter vibrante y a la vez calidez sonora.
Sinfonía nro. 4 en si bemol mayor, opus 60
Luego de estrenada la “Heroica”, y esbozada que sería su quinta sinfonía, Beethoven decidió concebir una obra que no fuera de ruptura. Según Romain Rolland lo hizo por haber reanudado sus relaciones con Teresa von Brunswick, de quien había estado enamorado desde que fuera su alumna. La obra fue terminada en 1806 y estrenada –como la Heroica- en la residencia del príncipe Lobkowitz en marzo de 1807.
De ser cierta la versión, los sentimientos que la inspiraron aparecen en el marco imperativo de una obra de gran fuerza con momentos de gran dulzura.
Sus demandas e innovaciones son muchas: en la cuerda, siempre con rápidos e intensos pasajes que no le dan descanso a lo largo de todos los movimientos. Ya el primero plantea lo que parece un clima de interrogación y de incertidumbre tonal, hasta la aparición del vibrante allegro vivace, luego de un extenso pasaje donde no se resuelve en consonancia, lo que plantea un clima de incertidumbre. Ese allegro, basado en elementos en sí simples, aparece marcado por la energía de los pasajes de timbal y de la cuerda, hasta la entrada de las maderas: todo es cambiante, creando una intensidad que se disipa en una dulzura breve que pronto desaparece en rápidos pasajes.
En lugares como el segundo movimiento  Adagio se aprecia, como en otras partes de la obra, la elaboración de motivos de dos notas que, en forma ascendente o descendente, yuxtapuestas, con diversas intensidades, expendiéndose o contrayéndose, van creando un tejido sonoro donde se apoyan otros desarrollos, como el bellísimo solo de clarinete. El instrumento parece improvisar  una línea sin final que simplemente discurre pero que da lugar a otras intervenciones, como las de la flauta o los cornos. La singularidad de esta versión estuvo en abordar el pasaje siguiente en un rallentando subrayando ciertos acentos.
 En el tercer movimiento Allegro vivace, el enérgico motivo inicial, al que sucede uno danzante, es una forma de minueto ampliada por la repetición del trío.    
El cuarto movimiento Finale allegro ma non tropo es un momento de virtuosismo orquestal: ya ese comienzo tan rápido en la cuerda, con un motivo que pasa de una a otra sección es un desafío. Todo es rápido, preciso e intenso en esa trabada textura que conforman todas las secciones de la cuerda, con pasajes de maderas y cornos que lo intensifican todavía más. Lugares domo el staccato del fagot, que se reitera, constituyen un ejemplo de los requerimientos del movimiento.
La versión
La maestra Fernanda Lastra trabajó intensamente con la orquesta en sesiones de ensayo cuyo resultado fue posible apreciar en el concierto.
Egresada de la Facultad de Bellas Artes de La Plata, a cargo, entre otras actividades, de “La trama ensamble”, agrupación sinfónica juvenil con la que se presenta habitualmente, su experiencia como formadora se refleja en su concepción de las obras. Participó en cursos con distintos maestros, como Luis Gorelik, de amplia y sólida actividad formadora. Como lo señaló en las palabras iniciales, la música en vivo significa poder desplegar “las emociones que Beethoven expresó en su escritura hace ya muchísimos años”.
En el caso de estas sinfonías, se trata de interpretarlas con el sentido de una dinámica siempre cambiante, en planos e intensidades que le confieren su relieve, en el trabajo con las articulaciones en las permanentes secciones de pregunta y respuesta del discurso musical y en el sentido expresivo de solos que generalmente cumplen la función de cambiar un clima previo o subrayarlo.
Sus indicaciones fueron en todo momento precisas, tanto en las intervenciones (de solistas  o secciones) como en el manejo de las dinámicas se desenvolvió en todo momento con una seguridad absoluta y pudo plasmar, con una gestualidad precisa la intensidad que quería en las frases y en las intervenciones solistas. En una presencia de mucha desenvoltura en el podio se manejó en tempos rápidos pero claros, en una orquesta que trabajó con mucha precisión en obras que así lo requieren, con una cuerda particularmente exigida que en la sección de primeros violines rindió lo mejor en la cerrada textura de pasajes siempre claros, que en la pureza del sonido.
Destacaron especialmente Mario Romano (clarinete); Mariano Cañón (oboe); Gerardo Gautin (fagot).



  
  
      


Eduardo Balestena