.Budapest
Festival Orchestra
.Director: Ivan
Fischer
.Solista: Alexander Toradze
.Teatro Colón de Buenos Aires, 26 de junio.
Las tres décadas de existencia y
actuación de la
Festival Orchestra de Budapest forman parte de la diversa e
incesante actividad de su fundador y Director Musical Iván Fischer, prestigioso
conductor y compositor.
El programa fue iniciado con la Obertura Sobre temas hebreos, op. 34 de Sergei Prokofiev
(1891-1953) que explora las sonoridades del clarinete en si bemol, en los
acentuados ritmos de la música klezmer,
alternando los registros bajos y altos del instrumento, que contrastan con el
segundo tema, introducido por el cello en un conjunto que, pese a lo
repetitivo, está dotado de encanto sonoro en la precisa pintura de la música
hebrea.
Escrito entre 1911 y 1912, es decir
cuando el compositor contaba entre los 20 y 21 años de edad, el Concierto para piano y orquesta nro. 1, en
re bemol mayor, opus 10, con el cual se consagró en la edición de 1914 del
Premio Antón Rubinstein, significó una estética nueva tanto en el instrumento
solista –de sonoridad enérgica y percusiva, en pasajes siempre rápidos- como en
su relación con una orquesta con la cual el diálogo con el piano es diferente y
cuyas armonías y recursos tímbricos ya son los propios de la madurez
compositiva de Prokofiev. En el arranque inicial la orquesta y el instrumento
solista exponen, en el tutti de la introducción, un tema inicial que confiere
unidad a la obra. El piano introduce luego otro rápido motivo signado en la
orquesta por rápidas figuraciones de las cuerdas y luego por intervenciones de
los metales: lo que sucede a partir de allí es un escenario musical cambiante
pero a la vez marcado por la unidad: es el paisaje de desarrollos a partir de
los intervalos del motivo, pasajes más lentos y súbitos accelerandos en el
marco de una orquestación con
intervenciones tajantes, subrayando el tiempo fuerte. Es una trama
absolutamente cerrada y precisa. Valga como ejemplo de una obra de grandes
requerimientos técnicos en todo sus desarrollos.
Con su energía, su carisma en el
escenario, su atención permanente a lo que sucede en la orquesta, Alexander
Toradze y la
Festival Orchestra la abordaron, sin ningún preámbulo, apenas
el pianista estuvo ante el instrumento, con una singular fuerza, en un tempo
que no admitía concesión alguna. Luego de la sección lenta sucede, sin solución
de continuidad, con el puente de una puntual intervención orquestal, el pasaje
del piano que abre la sección rápida del final. Si bien el arranque no tuvo la
fuerza del inicial, lo que puede señalarse del resto del pasaje en la orquesta,
el desarrollo posterior fue tan vibrante como el del comienzo. En esta
intensidad tan incisiva y cambiante, tras un fortísimo vuelve el tema del
principio.
El Concierto
para piano y orquesta en sol mayor de Maurice Ravel es una obra
absolutamente virtuosa. A diferencia del Bolero –en que la orquestación explota
la relación tímbrica que resulta de notas superpuestas por distintos
instrumentos en intervalos en que individualmente esos sonidos no son en
general planteados- en esta otra los
timbres son netos y discurren en la técnica del color orquestal: pasajes que
pasan, a veces vertiginosamente, de un instrumento a otro. Ello además de la
propia riqueza temática, tributaria en gran medida del jazz.
La especial disposición adoptada:
colocar al frente sección de las maderas –oboe; corno inglés a la derecha del
solista; flautas y piccolo al frente, y los tres registros de clarinete así
como los fagotes a la izquierda, revela la naturaleza camarística
–particularmente del segundo movimiento- de esta obra mayor.
El propio comienzo, ese golpe percusivo
inicial, seguidos del piccolo planteando un primer elemento temático que, sobre
el fondo del piano, pasa a la orquesta, es el inicio de una relojería ajustada
e indeclinable, que siempre conduce a algo
que sorprende, temática y tímbricamente. Elementos, como el clarinete requinto,
de gran incidencia en este paisaje sonoro, que puede ser incisivo en sí mismo,
en este contexto aporta algo siempre peculiar. El propio tema inicial del
piano, el glissando en el fagot –algo totalmente desusado- son elementos que
hablan de esa influencia jazzistica.
En ese movimiento central tan
absolutamente bello, en que el piano lleva un tema que parece la improvisación
sobre un elemento rítmico cambiante también se plantean cuestiones originales
en el discurso, como el largo pasaje en que el corno inglés toma la melodía y
lleva a cabo un extenso solo en que es el piano el que lo secunda. Se trata de
un elemento que discurre, con singular dulzura, por todo el conjunto
camarístico de las maderas, con ese hermosísimo pasaje de la flauta, que
requiere –como en las demás maderas pero quizás en un mayor grado- un fraseo
muy sutil en sus articulaciones y colores. Una mirada al clasicismo, un
detenimiento en la propia belleza sonora, lejos del virtuosismo del resto: la
obra es eso y mucho más.
El movimiento final –presto- es quizás
el más virtuoso, tanto en los siempre muy rápidos pasajes del piano como en el
color orquestal y el carácter compacto de la obra.
Con su fuerza, su espontaneidad, la
naturalidad en la interpretación y la justeza, Alexander Toradze no parece
exigido nunca: todo lo hace con la misma naturalidad: los pasajes más complejos
como los más líricos. En los primeros muestra una claridad que no lo abandona
en ningún momento, y con los segundos, el lirismo de un sonido puro.
En la segunda parte fue interpretada la Sinfonía nro. 4, en mi menor, opus 98 de Johannes
Brahms (1833-1897). Con una formación
en la que los violines primeros fueron ubicados a la izquierda del director,
los segundos a la derecha, cellos y violas al frente, la masa de cuerdas brindó
un sonido envolvente, expansivo en una versión que significó un enfoque
diferente al habitual de la obra. Brahms, que basó su libertad estética en la
forma tanto como en la belleza de sus timbres –basta apreciar esos acordes de
flautas, clarinetes y maderas típicos de los movimientos lentos- admite, como
su admirado Bach, libertad en la interpretación.
Esta obra cierra su ciclo sinfónico y no
cabe extenderse en su honda construcción formal, de la cual, la genial
passacaglia –del cuarto movimiento- en que
consiste el sencillo tema de ocho notas con el cual elabora 31
variaciones es quizás el ejemplo más significativo.
Acentos diferentes en secciones de
respuestas, con un tempo más rápido en esas respuestas le confirieron un
relieve distinto. Lo mismo el scherzo, habitualmente un lugar de transición
entre el Andante moderato del segundo
movimiento y el Allegro del cuarto, fue dado en este relieve. Las articulaciones en
la cuerda (claras, definidas, hondas), la homogeneidad, fueron elementos que
destacaron en la conducción de Iván Fischer. Como el de Adam Fischer, su estilo
es vehemente, claro, sin desbordes, de una solidez absoluta, sin arrebatos pero
si dejar de atender ningún aspecto de obras que la orquesta ya de por sí
conoce. Un gran director, un gran solista y una gran orquesta para obras que
representan puntos de los más altos de
diferentes estéticas.
Destacaron especialmente Ákos Ács (clarinete); Phillipe Tondre; Sascha
Calin y Jeremy Sassano (oboes y corno inglés); Gabriella Pivon; Anett Jóföldi y
Bernardette Nagy (flautas y piccolo); Zoltán Szóke (corno).
Eduardo Balestena
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