jueves, 19 de noviembre de 2009


Del sereno encantamiento, al romanticismo
La Orquesta Sinfónica Municipal se presentó el 30 de septiembre, con la actuación solista de Frances Staciuk al piano, y la dirección de su titular, Maestro José María Ulla
Ravel
La Pavana para una infanta difunta, abrió el programa. Es una obra de 1899, escrita por un Ravel de 24 años, poco estimada por su autor y concebida bajo la influencia de Chabrier. Tiene su gusto por las melodías nítidas, de cuño clásico, con el bello e inicial solo de corno (José Garreffa) y no toma elementos musicales de la pavana, danza cortesana española del siglo XVI, denominación empleada por Ravel sólo por el sonido de la palabra, sino del “aria col da capo”, que depara bellísimas alternancias en las maderas y las cuerdas.
Ma mère l `oye (Mi madre la Oca), de 1912, que siguió en el orden del programa, fue dedicada a Jean y Mimí, dos alumnos de piano con quienes Ravel pasaba horas. Recrea diferentes historias de distintos autores que plasman la coherencia de su mundo fantástico, donde todo aparece bordeado de irrealidad. Lo hace por medio de una escritura refinada, con gusto por los climas sonoros y la exploración de los timbres. Ya desde el número inicial, “Pavana de la bella durmiente del bosque”, entramos, en los diálogos de las maderas, en ese clima crepuscular, ingrávido, donde este lenguaje nuevo establece un diálogo sereno con el clacisismo musical y su claridad. Es descriptiva en el segundo número (“Pulgarcito”). El mundo sonoro de los pagodas en “Leideronette, emperatriz de los pagodas”, recrea la visión de estos diminutos seres de cristal y sus instrumentos, plasma un hechizante ambiente de exotismo, en la percusión, las frases de los metales, el clarinete, las flautas. Es un diálogo, como el propio Ravel, hechizante y misterioso. También descriptivo es el ámbito de “Conversaciones entre la bella y el monstruo”, con su solo de contrafagot (Gerardo Gautin) que simboliza a la bestia, que luego toma el violín (Arón Kemelmajer) al convertirse en el príncipe tras la ruptura del hechizo reflejada en el arpa (Aída Delfino). Pero es en “El jardín feérico” donde el refinamiento sonoro mejor se funde con la sensación de transparente misterio de la escritura raveliana. Ese despertar de la bella durmiente, en el solo de violín, es el de una mirada que abre los ojos a otro universo. Sutileza, brillo, un trabajado crescendo, plantean, ya desde el pasaje de las cuerdas en el inicio, un requerimiento en la orquesta, el de ese sonido etéreo y a la vez preciso, en un diálogo permanente donde los timbres no se funden sino que se alternan. Destacaron, además de los mencionados, los solos de Andrea Porcel (corno inglés), Guillermo Devoto (oboe), Mario Romano (clarinete).
Este “relojero suizo”, como lo llamaba Stravinsky, aquejado de una dolencia progresiva que le impedía expresarse, dejó una música tan refinada e introvertida como él, que ha sabido fundir melancolía y brillo, humildad y absoluto dominio de la forma.
Concierto nro, 1, en mi menor, opus 11 de Chopin
Lirismo, el carácter de una permanente improvisación y la exploración sonora sobre el piano, son rasgos que caracterizan a Chopin, un músico esencialmente romántico, en todo lo que de aluvional, crepuscular y subjetivo tiene el sonido. La música es un territorio propio y ya no puede traducirse en palabras, sino que debe abandonarse a su propia intuición. El piano pasa a ser, dice Pola Suárez Urtubey, el gran vehículo y confidente, por él se accede a la intimidad.
Tal declaración de principios permite postular, yendo un poco más lejos, que el intérprete tiene la misma libertad al transitar la obra, que el autor al romper los esquemas clásicos que lo coartaban en su formulación.
Rescatar no sus rasgos codificados sino su espíritu. Esta idea parece haber guiado a Frances Stanciuk en la versión muy personal de una obra que discurrió en tiempos sensiblemente más rápidos de lo habitual, pero que supo deparar la dulzura necesaria en ciertos momentos del primer movimiento, a la par que motivó un trabajo más exigente en el aparato orquestal, al que se le reserva un papel secundario. Esta idea acaso haya ido en desmedro de la caridad en algunos pasajes del tercer movimiento, pero dejó muy claro el dominio sobre los aspectos técnicos en la obra, y la sensibilidad por sus necesidades expresivas. El segundo movimiento, en cambio, entregó un sonido de gran dulzura y detenimiento. Era ya no un Chopin al estilo Lizst, sino más próximo al de las baladas y los preludios.
El diálogo con el corno, en el primer movimiento, los tiempos que parecían apresurarse o ralentizarse, depararon una exigencia mayor pero también un mayor relieve, y la idea de que la fidelidad a la obra lo es no a como se acostumbra a tocarla, sino a lo que el propio interprete puede darle, y que ese este camino, es secundario como resuene en el oyente, porque de lo que se trata es de generar esa sensación de primera vez, y desde este punto de vista fue una propuesta muy válida.
Frances Staciuk aparece como dueña no sólo de un dominio, sino de una idea de la obra y entrega un virtuosismo para nada vacío.




Eduardo Balestena

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