viernes, 13 de noviembre de 2009


Carmina Burana, un rico mundo cifrado (II)

“In taberna quando sumus,/non curamos quid sit humus/…Ibi nullus timet mortem,/ sed pro Baccho mittunt sortem (Cuando estamos en la taberna/no pensamos en cómo nos irá/…Aquí nadie teme a la muerte,/ todos por Baco echan suerte)” (In taberna quando sumus/ cuando estamos en la taberna)

En una primera parte de este breve ensayo, nos remontamos al origen del cancionero de Burana. La propuesta es ahora, pensar el uso que de estos materiales hizo Orff.
Este extraño viaje nos hace ir de la baja edad media, los siglos XI a XIII, a la Alemania nazi.
Carmina Burana fue encargada a Orff por Adolf Hitler, como apertura para los juegos olímpicos de 1936, mas su estreno, tuvo lugar en Frankfurt el 8 de junio de 1937.
El lenguaje
Una obra de arte es un universo, donde no valen los juicios de la vida ordinaria. Es algo que nos impone una legalidad, una presencia y un contenido propio. La obra se autogenera, incorpora sus orígenes y sus materiales, hace de ese proceso una unidad. Esta unidad es a veces a-moral, porque puede originarse e ignorar las particularidades de su época y sólo ser fiel a sí misma. La creación puede ser así ingenua, egoísta, o comprometida y generar, al margen del juicio artístico sobre ella misma, uno diferente, pero formulado al autor.
Canciones medievales, goliárdicas, transgresoras, con su filosofía, honda y popular, su sentido festivo, son puestas a trabajar en una creación concebida para una gran orquesta, solistas, dos coros, coro infantil y ballet, que a la vez es capaz de rescatar mucho de aquel espíritu medieval.
Orff se vale, para el tratamiento de estas fuentes, de recursos del lenguaje de Stravinsky: cambios de ritmo, dados básicamente en las diferencias en los valores de duración de los compases, de velocidad, bruscos acentos rítmicos, enfáticos y una contención de la melodía. La diferencia parece de algún modo estar en la funcionalidad de este lenguaje elegido: mientras en La Consagración de la primavera es la fuerza embrionaria, el descubrimiento, el discurso que se abre a algo absolutamente nuevo, a la revelación de aquello que el ritmo y el timbre pueden producir por sí solos, en Orff este lenguaje parece ser un material puesto al servicio de algo. Recurrencias y repeticiones invariables de ritmos y sonidos, van creando una suerte de fuerza envolvente. No es salvaje, como en “La consagración de la Primavera”, ni presenta esas aristas en los timbres, sino que genera una suerte de efecto acumulativo y de expectativa. La voz suaviza el lenguaje y, lo mismo que la orquesta, se entrega a una explotación y exploración de la magia de esos sonidos sencillos que se repiten. En la orquesta es un despliegue percusivo, insistente en ciertos acentos, y en la voz, una textura que parece rescatar el valor arcaico y a la vez maleable del latín vulgar.
El solo hecho de que la obra termine como empieza, cantando a la rueda de la fortuna, mudable y adversa, cierra ese sentido de recurrencia y nos produce la revelación de que nuestro destino gira sólo como algo más en la rueda.
Cómo puede este mensaje estar consustanciado con el culto a la fuerza, a lo grandielocuente y a la superioridad germana de la estética nazi: simplemente, y más allá de la voz Hei, evocativa del saludo nazi, que se oye al final del número 10, Were diu werlt alle min (Si todo el mundo fuera mío) es una creación cuyo origen accidental (en un tiempo y un lugar) es sólo un avatar de la rueda de la fortuna.
El creador
Carl Orff nació en Munich el 10 de julio de 1895, y murió en la misma ciudad el 29 de marzo de 1982.
Ayudaría a entender este proceso de creación, el asumirlo como lo que fue: un gran educador, y un experimentador, que concibió un sistema de educación musical que va desde lo más simple a lo más complejo, y en él, a la voz humana como generadora de células rítmicas. Este concepto “percusivo” de la voz, es el que llevará a Carmina Burana. Su sistema estaba basado, de este modo, en la percusión y la voz, con ritmos vigorosos y punzantes. Volcó muchas de estas teorías en su Schulwerk (música para niños) elaborada entre 1930/35. Tuvo un acercamiento innovador a la educación musical para los niños, con quienes siempre trabajó combinando movimiento, canto e improvisación.
Su familia estaba vinculada al Ejército, y él mismo sirvió en el arma, durante la Primera Guerra Mundial, luego de llevar a cabo estudios musicales. En 1925 cofundó el Guenther School, para gimnasia, música y danza.
Pese a que Carmina Burana fue seguida por otras dos obras de un tríptico: Catuli Carmina (1943) y El triunfo de Afrodita (1953), poco conocidas y frecuentadas, ella, por sí misma, ha resultado ser no sólo acaso la obra sinfónica coral más popular del siglo XX, sino la única de esas características producida durante el nazismo.
No está claramente establecida la vinculación de Orff con el régimen. Pese a haber escrito, en 1944, una oda para el cumpleaños de Hitler, fue amigo de Kart Huber, fusilado en 1943 por ser uno de los fundadores de un movimiento de resistencia. Orff mismo, alegó formar parte de tal movimiento, lo cual tampoco está probado. El éxito y la popularidad de Carmina Burana no lo libraron de ser etiquetado, en alguna oportunidad, como artista degenerado.
Había sido prohibida la música de Mendelssohn, y el régimen lanzó una convocatoria para escribir una versión alemana de “Sueño de una noche de verano”. Orff fue uno de los pocos artistas en responder a tal iniciativa, aunque concluyó su obra mucho después.
Fue compositor de óperas-cuentos de hadas o fantástico populares (La luna, 1939), La Astuta (1953) y de óperas trágicas: Edipo Rey (1960) y Prometeo (1966).
Las fuentes medievales fueron una constante inspiración para Orff.
La obra
No tomaremos la obra desde su riquísima vertiente literaria, sino sólo desde algunos aspectos de su lenguaje musical. Su concepción en este aspecto parece sencilla. Hay un muy buen comentario en la grabación de Eugene Ormandy y la Orquesta de Filadelfia, que nos dice que lo rítmico adquiere supremacía en el método compositivo. La armonía se encuentra reducida a un estado de “primitivismo”: las partes vocales están casi siempre tratadas al unísono, en octavas y terceras y ocasionalmente en quintas, y los instrumentos acuden a otros intervalos, moderadamente disonantes a veces. La percusión tiene tanta importancia como las cuerdas o vientos. Aquí parecen residir algunas de las particularidades de su lenguaje.
Nos dice Horacio Lanci, quien además ha dedicado dos de sus programas de “Un viaje al interior de la música”, para analizar una obra que tanto ha transitado, que tal supremacía rítmica y el tratamiento percusivo no es característica sólo de Orff, que en realidad a comienzos del Siglo XX hubo una fuerte tendencia a tratar "todo" de manera percusiva: el piano en los conciertos de Bartók, la orquesta en La Consagración de Stravinsky, las voces en las Bodas (del mismo Stravinsky.) todo de la mano de poner al ritmo en primer lugar como parámetro musical a expensas de la melodía y la armonía (cosa que no se daba desde al Ars Nova del Siglo XIV). De paso era un rechazo frontal a toda la estética romántica y expresionista.
Pero es en el plano de la ejecución donde esta sencillez aparece en su real complejidad.
La percusión y el ritmo están dados en permanentes cambios en la velocidad y duración de los compases, sin cuya adecuada graduación, la obra perdería una fuerza y expresión vinculada esencialmente a esos elementos.
Si partiendo de la línea del coro, o de las de los solistas, seguimos la música con la partitura (la versión más lenta de Krysztof Penderecky, con la Orquesta del Estado de Cracovia permite este ejercicio con cierta comodidad) entendemos estas dos cuestiones: la sencillez de largas notas reiteradas o pasajes enteros que se repiten y el permanente cambio de velocidad y duración de los compases.
Por ejemplo el número 7, Floret Silva (La floresta se cubre), cambia a la manera que el “Círculo mágico de las adolescentes” de la Consagración: empieza con un compás de tres negras, pero el cuarto es de dos blancas, para volver, el quinto, a tres negras, el octavo es nuevamente de dos negras, así como el undécimo, los anteriores son de tres negras, y así sigue en esta alternancia, con una irregularidad que genera un efecto sugestivo. Este cambio altera la acentuación natural de los compases que en la escritura regular, están acentuados en el primer tiempo. Aquí, hay indicaciones de acentuación (en éste y en otros números) a veces en medio de un compás. También la velocidad varía en el tiempo de metrónomo, de 176 negras a 60 blancas y luego, a 84 blancas. Nada es estable y perder este ritmo es perder la obra.
Esto produce un contraste con la dulzura de otros pasajes como el número 17, “Stetit Puella” (Estaba una niña), el 21 “In trutina”(En la balanza), o en otros, como el 22 “Tempus est jocundus” (Gozosa es la estación), a la vez bellos y virtuosos. Algunos, como el “Chume chum giselle´min”(Ven, ven mi amor), son esencialmente melódicos. Hay aquí una honda diferencia con Stravinsky. Hay pasajes de gran compromiso vocal, por los agudos, en solistas y coro, como el 23 “Dulcissime” (Dulcísimo).
En “Veni, veni venias” (Ven, ven y ven), número 20 hay un ejemplo de lo comprometido de la obra en el coro, que a las variaciones rítmicas, de los acentos, y del stacatto en rápidas corcheas, debe sumarse que la línea de canto va pasando permanentemente de sopranos a tenores, que terminan cantando juntos en una altura en que cambia el tiempo, cambio al cual, sucede otro al compás siguiente, junto con un accelerando, a la vez que todo debe ser acentuado y separado: claridad, precisión, homogeneidad en tantas variaciones que deben sonar igual en orquesta y coro y encastrar perfectamente.
Los ejemplos podrían seguir en una obra que siempre habrá de parecernos extraña, porque no se reduce ni a las circunstancias de su gestación, ni a sus materiales ni a su lenguaje, sino que es capaz de provocar, a partir de elementos diferentes, y gracias a su combinación, un envolvente calor que viene en mucho del idioma arcaico en que están escritas las letras.
Es la presencia del tiempo y de lo que el hombre puede hacer con ella cuando es consciente de su propia precariedad, lo que viene a sernos revelado.
Este dulce mensaje es inseparable de las letras: la experiencia humana, por más única, por más eterna que parezca, por más jalonada de prodigios tecnológicos, se desvanece, se reduce al instante, a aquello que tenemos, a lo más inmediato y a la vez, a lo más lejano y profundo.
Es esa paradoja: cuánto más nos sepamos precarios y cuánto más humildemente pensemos nuestra condición, más cerca estaremos de otros semejantes que han transitado la historia antes que nosotros, y más formaremos parte de un todo. Ese todo es la rueda que eternamente gira.
Celebrémosla.

Eduardo Balestena

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