martes, 3 de noviembre de 2009


Claridad, Fuerza y matices
Gracias al soporte de la embajada de Alemania el maestro Georg Mais volvió a dirigir nuestra Sinfónica Municipal en su segundo concierto del año, el 13 de enero, en el Teatro Colón.
Sinfonía nro.39, en mi bemol K.543 de Mozart
Abrió el programa esta sinfonía, acabada el 26 de junio de 1788, cuando el estreno de Don Giovanni, inmensa obra que tantas innovaciones incorpora, era un fracaso en Viena. Es de factura esencialmente clásica y formalmente perfecta. Forma parte del tríptico de las tres últimas de Mozart. Es una obra maestra de contrastes: por un lado, parece un tributo a Hydn mas tras la claridad, la felicidad y la armonía, observa una casi imperceptible oscilación entre luces y sombras. Sin embargo, fue escrita en uno de los períodos más oscuros de la vida de Mozart, cuando, viviendo en los suburbios de Viena pedía dinero a su amigo masón Johan Michael Puchberg, rico negociante (“¿Muy querido hermano! Su sincera amistad y su amor fraterno me animan a pedirle un gran favor…”). La obra fue concebida entre dos de sus más desgarradas cartas.
La claridad la atraviesa aun en los momentos de melancolía. Atraviesa su carácter danzante, más que nada en el minueto. Es desde esa claridad que debe llegarse a su sentido de matices, contrastes vivos y medidos arranques melódicos. Obra contenida e imaginativa a la vez. Para decirlo de algún modo, la claridad exige matices y eso se reflejó en una interpretación de relieves muy marcados.
Verla ejecutar es advertir, en primer grado, las dificultades en las cuerdas, principalmente en los violines, más que nada en el segundo movimiento, que salió mejor en el concierto que en el ensayo general, a la inversa que el cuarto. Las cuerdas, en la orquesta mozartiana, son una ventana y un cristal. Se ve a través de ellas pero no deben verse ellas. Los metales se destacan en el bello pasaje de los cornos en el primer movimiento, y las maderas, particularmente en el tercero, con el solo de clarinete en el minueto (Mario Romano) con alternancias del segundo clarinete y el fondo de los cornos, pasaje que conduce al arranque de las cuerdas. Una obra al parecer sencilla, pero que está muy lejos de serlo.
Sinfonía nro. 7, en la mayor, opus 92, de Beethoven
Cuando en 2003 el maestro Zaben Vardaian dirigió esta obra, recordamos la película “Donde mueren las palabras”, de 1946, dirigida por Hugo Fregonese, con un inolvidable Enrique Muiño, donde de algún modo se la define por lo que es: un espíritu danzante, dionisiaco, rítmico, de estallido y de una tensión, que a diferencia de la quinta, es gozosa. La película es además una antológica versión de ballet, por bailarines del teatro Colón.
Beethoven ha podido, a lo largo de su obra, utilizar elementos rítmicos y enriquecerlos, a través de sucesivas modificaciones, y dotar a cada obra, a partir de similares ideas constructivos, de una personalidad propia.
No obstante, no es todo impacto rítmico, el segundo movimiento discurre hacia una combinación entre el ritmo y sus posibilidades de establecer pasajes de dulzura en los cuales este elemento parece pugnar por transformarse en melodía.
El allegreto reelabora estos elementos y los intensifica en una muy cuidadosa construcción, con un dulce tema armónico en las maderas mientras que metales y primeros violines trabajan el elemento rítmico. Es una apoteosis donde el ritmo, de une enorme energía, se hace danzante.
El finale retoma, con una especial riqueza, el elemento rítmico contenido en el inicio que alcanza la posibilidad de sus límites expresivos.
No es una sinfonía más. Tiene una fuerza y un encanto propios y exigencias, también propias. No puede ser interpretada simplemente a partir de su dinámica, exige precisión, entrega y dar a ese paroxismo, el color propio sin el cual, sería simplemente una estructura musical.
Más allá de tres puntuales momentos de indefinición, en el comienzo y en el final del tercer movimiento, se obtuvo una séptima llena de fuerza y magia, lograda con solo cuatro ensayos, lo que es elocuente en más de un sentido: en cuanto al director y a la orquesta en trabajos de semejantes requerimientos.
El maestro Mais ha dejado esa sensación de solidez y brillo en las dos oportunidades en las que, felizmente, ha podido estar con nosotros.
Dio a la séptima ese balance entre la incipiente dulzura que requieren sus melodías y la enorme fuerza que genera su concepción rítmica. Trabajó particularmente este aspecto de definición y claridad en los ataques que abren sus movimientos, todos riesgosos, en una orquesta que supo plasmar dos lenguajes (Mozart y Beethoven) tan diferentes.
Destacaron como solistas Paula Zavadivker (oboe), Federico Gidoni (flauta), Mario Romano (clarinete), y la línea de metales.


Eduardo Balestena

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