viernes, 13 de noviembre de 2009


Antonin Dvorák.
En el centenario de la muerte de Antonin Dvorák, -acaecida en Praga el primero de mayo de 1904-, es necesario pensarlo, además de como un músico de permanente vigencia, en lo que significó, en la segunda mitad del siglo XIX, su inspiración a la vez subjetiva y nacional.
Concibió una muy extensa obra, en diferentes estéticas, y en distintos géneros. De este verdadero cosmos musical se transita mayormente la Sinfonía nro.9, opus 95, del nuevo mundo (1893), la Octava, opus 88 (1889), el Concierto para cello opus 104 (1895), las Danzas eslavas opus 46 y 72 (1878 y 1886) el Cuarteto Americano, opus 96 (1893) y algo menos, las Sinfonía nro.7, opus 70 (1884-85) y el Concierto para violín, opus 53 (1879).
Había nacido en el corazón de Bohemia el 8 de septiembre de 1841, en la localidad de Nelahozeves, a unos treinta kilómetros de Praga. Fue el mayor de ocho hermanos. Su padre, carnicero y posadero, era músico aficionado. En su niñez, oía fascinado a las bandas gitanas y tocaba el violín para los clientes de la posada. Su maestro Antonin Liehmann, fue el gran impulsor de sus estudios y quien convenció a su padre de que lo enviara a estudiar a Praga. El personaje de su ópera El jacobino, es un sentido homenaje a Liehmann.
Bohemia.
La concepción nacional de Dvorák –abierta por Bedrich Smetana, 1824-1884, con quien tuvo amistad, y que rescató valores medulares más que un color local - no era una posición estética fácil en la época en que gestó sus obras más significativas en esa concepción –posteriormente tuvo una etapa más universal-.
La historia de Bohemia, llamada “El Conservatorio de Europa”, no fue fácil.
Los eslavos llegaron a su plenitud con la fundación del Gran Imperio Moravo (830/906) invadido luego por los magiares y que cayó, a partir de 962, bajo la influencia del Sacro Imperio. Con el fin de contrarrestar la influencia eclesiástica de Roma, el Príncipe Rotislav solicitó del emperador de Bizancio, el envío de eclesiásticos eslavos. Así, Cirilo y Metodio de Tesalónica, predicaron en eslavo y tradujeron textos de la liturgia a ese idioma. Nació así el alfabeto glagolítico. Ello es importante en el nacionalismo musical checo ya que Leos Janacek (1854-1928) –junto a Smetana y Dvorák, uno de los músicos nacionales más importantes-escribiría su Misa Gragolítica precisamente en ese idioma (el Maestro Horacio Lanci, en su programa de la serie “Un viaje al Interior de la música” dedicado a los Kyries, difundió el de esta misa del autor de Taras Bulba).
Siglos después, los checos se levantarían contra el dominio teutón y serían derrotados en la batalla de la Montaña Blanca (1620), episodio que inspiró a Dvorák su cantata Hymnus, opus 30, de 1873, cuyo estreno causó gran impresión.
El pueblo fue obligado a hacerse católico y a hablar el alemán. El checo fue prohibido durante doscientos años, pero sobrevivió en las zonas rurales.
Los músicos y artistas de la generación de Dvorák, vivieron este desmedro de lengua y cultura como un estado normal, aprendieron alemán y se desarrollaron bajo la influencia germana. Algunos incluso se cambiaron el nombre. Dvorák, como una profunda cuestión de identidad, un modo de percibir y de sentir, desechó la influencia germana y luchó por el rescate del idioma checo–en misas y óperas-.
Un músico de la síntesis.
La escena musical estaba, hacia el romanticismo tardío, dominada por el germanismo wagneriano y la música programática –sujeta a programas literarios-. Artistas como Brahms, cultor de la música pura, eran la excepción. Precisamente de Brahms recibiría Dvorák un concreto apoyo y una gran influencia. El creador hamburgués, tras formar parte de un jurado que le otorgó una beca, se interesó en su trabajo y le recomendó a su editor Simrock que publicara los Dúos Moravos. Dvorák mantendría con Simrock –a cuya expresa solicitud escribió las danzas eslavas del opus 72- un vínculo no siempre fluido.
La popularidad tanto de las danzas húngaras de Brahms como de las eslavas de Dvorák se debió a que, a diferencia del siglo XVIII, en que se editaban obras ya conocidas, en el XIX, los editores buscaban promover composiciones para piano a cuatro manos, o para dos instrumentos, y popularizarlas. Estas piezas –que, en la consolidación de la música como una producción y del músico como un artista independiente, abrieron un mercado y un público- fueron orquestadas posteriormente, por los propios compositores y por otros. Simrock publicaba esta clase de obras de Dvorak, pero se resistía a hacerlo con sus sinfonías (el caso más notorio es el de la Octava, una de sus obras más acabadas). En esa primera etapa, el músico checo encontró un ámbito de expansión en las pequeñas formas, donde su espíritu de síntesis, inventiva y lirismo serían cruciales para su consagración.
Dvorák fue influido por Brahms, con quien comparte la sonoridad calma y depurada, mas no ciertos matices de oscuridad nórdica, y por Schubert, a quien admiraba y cuya música conoció muy profundamente. Su estética, en la etapa de madurez, utiliza las formas en función de su dominio y como soporte de una sensibilidad. No quiso ser un teórico ni un cultor de la forma por la forma.
El equilibrio formas-folclore, plantea un enorme problema: que las raíces populares no son fáciles de recrear desde el lenguaje formal, en el cual no encuentran un modo de expansión. Sin embargo, en su forma original, las posibilidades expresivas parecen sin embargo limitadas. Dvorák no usó propiamente melodías populares, lo que resulta nacional es su sensibilidad y su modo de concebir melodía y color.
Oficio musical y autobiografía.
Dvorák ejerció y conoció el oficio musical, primero acompañando a su padre en celebraciones campesinas, luego como violista de la Orquesta del Teatro Provisional de Praga (1862) y organista de la Iglesia de San Adalberto.
No toda su obra obedece a las mismas inquietudes estéticas ni a los mismos estímulos. El Stabat Mater opus 58, terminado en 1877, inspirado, como una larga serie entre la cual hay que destacar el Stabat Mater de Pergolesi (1735), por el poema del franciscano Jacopone Da Todi, es un testimonio personal y un hito. Dvorák perdió a tres hijos, Josepa, muerta a poco de nacer, el 21 de septiembre de 1875 –para quien escribió el Trío en Sol menor opus 26-, Ruzena, de un año de edad, desaparecida el 13 de agosto de 1877, y Otokar, su primogénito, fallecido a los tres años de edad, menos de un mes más tarde, el 8 de septiembre de 1877; luego de ello, concluyó el Stabat Mater en seis semanas. Su estreno causó una gran impresión. Fue ejecutado con gran éxito en Inglaterra, etapa a la cual pertenece la Séptima Sinfonía opus 70, en re menor.
Escribió una larga serie de óperas, y obras líricas –entre ellas Rusalka, Dimitri, el Oratorio Santa Ludmila, el Té Deum y las Canciones bíblicas-. La ópera es el género en el cual probablemente haya esperado dejar su gran legado nacional. Sin embargo ha trascendido más que nada como sinfonista -vena que opaca también a sus poemas sinfónicos como La Bruja del mediodía –que narra la muerte de un niño- y la Paloma del Bosque, opus 110.
En aquel género debemos distinguir entre experiencias como la Sinfonía del Nuevo mundo de otras. Se trata de una obra esencialmente eslava, pese a que su segundo movimiento, Largo se inspira en el poema de Hiawata, de Longfellow. El jefe indio Hiawata ha debido arrojar anualmente a una joven como ofrenda a los espíritus de la catarata. Su esposa Minnehaha se ofrece al sacrificio, y el llanto de su despedida es la voz del famoso solo de corno inglés.
La Octava,-en sol mayor- es en cambio más espontánea y honda desde el propio inicio, en las sonoridades medias de la cuerda, con una melodía clara y emotiva. En ella el impulso y la madurez de la invención son quienes llevan a las formas. Algo así puede decirse también del soberbio Concierto para cello, en si menor, que incluye fuentes folclóricas estadounidenses, por la exploración de las sonoridades del instrumento solista y el permanente despliegue de ricas melodías. El nacionalismo, incorporado en sonoridades y frases, ya no es una decisión sino un lenguaje en pos de la inventiva melódica, a partir de un dominio absoluto de la paleta orquestal. Este proceso se hace evidente en sus sinfonías, que van desde la evocación de la número 1 –Las campanas de Zlonice, la ciudad donde fue a vivir cuando tenía doce años- hasta la suerte de despegue que hace en la número 5, donde el melodismo se impone ante toda retórica.
Resultan significativas las palabras con las que se definió: “Soy lo que soy, un humilde músico bohemio”, fue humilde pero seguro de su genio, autoexigente, nutrido por su fe, su credo nacional y más que nada por su lirismo y dejó una obra que, como la de su admirado Schubert, tiene además del genio, ese definido sello amable, transparente e inagotable.
Quizás en esta profesión de fe sencilla, optimista, familiar y a veces ingenua de un hombre que sólo se encontraba plenamente gusto en el campo, podamos encontrar además de un genial músico, un ser inspirador.

Eduardo Balestena

(nota publicada en 2004, en el centenario de su muerte)

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