miércoles, 4 de noviembre de 2009


Anima eterna (sobre las versiones historicistas de la música)
La audición de la Fantasía para un Gentilhombre (1954), de Joaquín Rodrigo (1901-1999), viene a suscitar una serie de reflexiones sobre la música.
El título alude a Andrés Segovia (1893-1987), quien la encargó y estrenó. Rodrigo se basó en estudios (Instrucción de música para la guitarra española) y danzas de Gaspar Sanz (1640-1710), y, con un instrumental actual, hace sonar la obra como lo que es: la evocación de la sonoridad prebarroca, no solamente en las formas, sino también en los timbres (por ejemplo en esos acordes de la Caballería de Nápoles, del segundo movimiento, donde flauta, oboe y fagot evocan un sonido de danzas renacentistas).
Obra breve, tratada como una miniatura, sutil y compleja, escrita por un no vidente, que es absolutamente luminosa: en su tratamiento, en su resultado estético, en la pureza de su sonido, y en lo que puede pensarse a partir de ella, responde a un claro postulado: la libertad de una fantasía.
La guitarra para la que escribió Sanz –que había estudiado en Italia- era diferente a la moderna, y los ritmos de sus danzas, ricos y asimétricos, fueron siendo incluidos en otras formas: ¿Cómo sonaría en realidad su música en una guitarra de cinco cuerdas, con cuatro pares de cuerdas dobles, y otra afinación? Rodrigo, con recursos modernos consigue resonancias antiguas, pero no son enteramente antiguas: como La valse de Ravel, o el Vals Triste de Sibelius, tienen el sentido de una rica y fina evocación. Las sonoridades de Rodrigo son lo real para nosotros: permiten el puro placer de su música, espontánea, fluida, refinada e intelectual. La música de Gaspar Sanz es lo evocado, lo irreal.
La objetividad de la música
Escuchar obras como las de Rodrigo, versiones como las de Jordi Savall (Barcelona, 1941) de la música de Saint Colombe (muerto en 1700), o Marin Marais (1656-1728), o la discografía historicista, nos lleva a asumir que el instrumental y los criterios actuales, son un modo de acceder a la música, que no es objetivamente de una manera, sino que esa objetividad es un hábito cultural.
Pero también nos lleva a otros cuestionamientos, como el de si es válido un fundamentalismo que postule un criterio absolutamente histórico. Así, la interpretación de Tom Koopman, de las Variaciones Goldberg, con todos los adornos escritos originalmente en la sarabanda inicial, me parece inferior a la de Maggie Cole (la mejor, muy lejos, de las que he escuchado, las dos de Glenn Gould incluidas), que, como Wilhem Kempf en el piano, los suprimió. La fidelidad pura no hace a una obra ser mejor, podríamos, quizás falsamente, generalizar.
Pareciera que no son las especulaciones, sino los resultados lo único que tiene valor, de este modo, la objetividad del hecho musical se reduciría a sus posibilidades de romper hábitos de escuchar, plantear cuestiones, pero, más que nada, de generar posibilidades de belleza.
No es un afán objetivista el que tuvo Rodrigo, en quien se funden el puro placer sonoro con la orfebrería: es más bien un estilo, una sensibilidad, un lenguaje propio que revela cuánta belleza había en formas arcaicas.
Ramiro Andino, del grupo Mr Banister (en recuerdo de la primera persona que organizó un concierto público, llevando así a la música de las casas de los nobles a la burguesía) señalaba que no hay un sonido original posible, porque, al menos respecto a la edad media y el renacimiento, no existía entonces el concepto de público. Eran otros instrumentos, otra cultura y otro significado de la música.
Instrumentos
La orquesta actual hereda la conformación de la de Mannheim, que conoció Mozart, la diferencia reside en que las cuerdas eran originariamente de tripa, y se tocaban sin vibrato (la oscilación del sonido conseguida mediante la vibración de la mano izquierda). Los vientos tenían menor volumen. Ello se nota, particularmente en las versiones de John Eliott Gardiner (Dorset, 1943) de las Sinfonías de Beethoven (que conocí por primera vez en los programas de Un viaje al interior de la música, del maestro Horacio Lanci), donde instrumentos como el fagot parecen bastante irreconocibles a los oídos de hoy.
A los músicos, en general, no les gustan estas versiones y señalan que los instrumentos antiguos eran menos seguros, más estridentes, y menos precisos.
El resultado de Gardiner es muy superior a las versiones modernas de las mismas sinfonías, sin embargo uno se pregunta si no estaremos escuchando instrumentos y criterios históricos con un talento y una precisión que quizás no existieran en esa época, y recordamos las quejas de Mendelssohn sobre la ejecución de las orquestas italianas que pudo escuchar en su viaje por la península.
Las versiones de Gardiner con la Orquesta Revolucionaria y Romántica, y el Coro Monteverdi, nos hacen virtualmente oír a las sinfonías de Beethoven por primera vez, la octava, por ejemplo. La quinta o la novena, en los tiempos originales de metrónomo, son obras completamente diferentes, donde no es tan importante el volumen sonoro, y se vive un sonido más pequeño, rápido, tajante y a la vez más cálido y que sin embargo, en la mayor velocidad, es también de mayor claridad.
Un barroco de relieves
Pero la idea de las versiones historicistas, si bien parece haberse impuesto después de la grabación de Nicolaus Harnoncourt (Berlín, 1929) de las cuatro estaciones de Vivaldi, no es nueva, sino que comienza en el siglo XIX, cuando Francoise Joseph Fètis (1784-1871) aumentó el instrumentario del Conservatorio de Bruselas con hasta un total de 1500 instrumentos antiguos, y dio un concierto al que asistió el violinista Arnold Dometsch (1858-1940), quien reunió un consort de violas da gamba. Lo mismo (dice el músico Joan Vives en su artículo Criterios históricos o la revitalización de una estética de la interpretación (http://www.terra.es/) sucedió más tarde con el laúd y la flauta de pico. La literatura de viola da Gamba ha sido magníficamente recreada por Jordi Savall, y abordada por el conjunto Espectro de la rosa.
Luego de Hanoncourt, aparecieron otros solistas y grupos, como Reinhard Gobel (Música Antigua Köhl), Christopher Hogwood (Academy of Ancient Music), Trevor Pinnock (The English Concert), Tom Koopman (Ámsterdam Baroque Orquestra), John Elliot Gardiner (Coro Monteverdi y Solistas Barrocos Ingleses), William Christie (Les Arts Florissants), Phillipe Harrenweghe (Colegium Vocale), Jordi Savall (Hesperion XX). Son anteriores aportes como el de René Clemencic, a quien citamos en la serie de artículos sobre Carmina Burana
Las obras de Vivaldi y Bach en versiones como las de Academia Bizantina o Café Zimmermann, nos presentan a un barroco lleno de relieves, con velocidades más elevadas, un mayor virtuosismo, acentos motívicos más marcados, y un sonido que, aunque más rápido, resulta más cálido e íntimo. También la de Nigel Kennedy, de las estaciones, sin instrumentos de época, depara sorpresas similares.
El pasado surge así como algo que parecía conocido, pero que en realidad contenía posibilidades nuevas.
El músico Joan Vives, señala algo que podemos apreciar en grabaciones como la de Christian Zacarías y la Orquesta de Laussane, de los conciertos nros. 9 y 25 de Mozart, que no se trata sólo de usar instrumentos originales, o réplicas, sino de los criterios de interpretación. Puede tratarse de instrumentos actuales, pero ejecutados con otras ideas. No obstante, al escuchar los cuartetos con piano, por Paul Badura Skoda (Viena, 1927), en fortepiano, y el Cuarteto Festetics, o las sonatas de Mozart por Ronald Brautigam en el mismo instrumento, sentimos que esa música guardaba secretos, y que recién nos asomamos a ellos.
Como diría Horacio Lanci, puede que el romanticismo haya impuesto modos de sensibilidad, hábitos de pensar y de escuchar la música. Las dinámicas son un ejemplo (señala Joan Vives): en lugar de grandes crescendos, la estética barroca era más sutil, y las variaciones dinámicas se daban compás por compás, nota por nota. Un ejemplo es el recurso messa di voce, o son enflé, es decir las notas infladas, particularmente las largas, que comienzan suavemente, se intensifican y luego la intensidad vuelve a bajar. Quizás sea por eso que las interpretaciones historicistas del barroco parecen tener tantos relieves, a la vez vehementes y sutiles: se trata de pensar en distintas unidades, más pequeñas, no frases, sino sílabas, y aun, letras; resulta muy claro apreciarlo en las obras para Viola da Gamba, donde las notas, rara vez mantienen la misma intensidad a lo largo de su duración. También el vibrato es diferente hoy, ya que habitualmente es usado en toda la extensión de las obras, y en el barroco, si bien era un recurso conocido, era empleado más puntualmente.
Sin embargo, por ejemplo en la interpretación de la suite en la menor de Telemann, por Dan Laurin y el conjunto Arte dei Suonatori, choca un poco la ornamentación, como en las variaciones Goldberg, de Tom Koopman: sin embargo, la ornamentación era la norma entonces, e incluso, había adornos que, de tan habituales, no eran escritos en la partituras, con lo cual, no hay forma de saber cómo realmente eran interpretadas.
También la afinación varía. En el diapasón actual, el la, tiene entre 442 y 445 vibraciones por segundo. En el barroco tenía unas 415, e incluso menos, es decir, entre medio tono y un tono por debajo. De tal modo, la sonoridad era más grave y apagada y con ello, más íntima.
Anima Eterna
El ensamble Anima Eterna, dirigido por Jos Van Immerset (Amberes, 1945), ha interpretado desde las obras del barroco, a las de Tchaicovsky y Brahms con criterios historicistas e instrumental antiguo. Particularmente en Brahms, la versión de las Variaciones opus 56ª, sobre un tema del coral de San Antonio, es mucho más grácil y clara que la de Karajan con la Filarmónica de Berlín. Lo mismo sucede con las sinfonías, particularmente la cuarta, que en la discografía habitual suele ser más lenta y menos clara y que en las orquestas de cámara es más precisa y nítida: en este caso, el resultado no pasa simplemente por lo historicista de la versión.
Entonces ¿es posible pensar a la música en términos de evolución, si es que estamos postulando una suerte de involución?, o ¿será más bien que, como sostiene Horacio Lanci, la música no evoluciona, sino que cambia? ¿Cambia la música o cambiamos nosotros? Al redescubrirla, ¿no estaremos simplemente captando algo de su anima eterna, sintiéndonos ser más relativos? Al redescubrirla ¿no estaremos asumiendo que eso tan conocido podía ser tan diferente? ¿Es todo más relativo o somos nosotros más relativos, ante una música que tiene el enorme poder de cambiar y a vez ser la misma? La música, en efecto, tiene un alma, pero sus manifestaciones parecen sujetas a cambios, los que imponemos nosotros con nuestros hábitos.
Eso podemos pensarlo al confrontar las insuperables versiones de Jos van Immerset de las últimas sinfonías de Mozart (la 40 y la 41) en las que aparecen como obras profundas, ajustadas, algo oscuras y muy virtuosas, en suma, un mundo sonoro nuevo, a partir del cual las sinfonías finalizaron con una suerte de declaración, seria y compleja. Las mismas obras, en las versiones de Günther Wand (1912-2002) con la Orquesta Gürzenich de Colonia son más plácidas y dicen algo diferente: no revelan tanto el mecanismo ni recrean el sonido original, sino que producen sensaciones acaso más subjetivas; algo parecido sucede con la sinfonía Haffner por Sir Thomas Beecham (1879-1961) y la Filarmónica de Londres. Las obras, entonces, son algo inasible que se manifiesta, sin agotarse, por los caminos que la cultura de una época les brinda.
Simplemente sucede
La Maestra Susana Frangi dice que la música sólo se hace, con lo cual postula que pensarla es un ejercicio secundario a los de hacerla y vivirla. Algo parecido a lo que dijo Borges cuando afirmó que “la literatura, simplemente sucede”.
No podemos volver el reloj atrás y decir que tal sonido es el original de una época. Sí podemos, al hacerlo, acercarnos al espíritu de una época y al de una obra, y a la idea de una eterna búsqueda.
Algo siempre cambia y algo siempre queda. Las épocas que parecen lejanas se hacen cercanas, al mismo tiempo que el mundo más cercano se hace más hostil y superficial, más íntimamente lejano. También esto nos dice la música al reencontrarnos con un poder de ensimismamiento, de intimidad y calidez y con todas las preguntas que, por suerte, siempre nos deparará el camino del arte.


Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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