.Madama Butterfly, ópera en tres actos
.Música: Giacomo Puccini
.Libreto de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa
.Dirección musical: Ira Lewin
.Elenco: Cio-Cio San, Mónica Ferracani (soprano);
Pinkerton, Enrique Folger (tenor); Suzuki, Alejandra Malvino (mezzo soprano);
Sharpless, Alejandro Meerapfel (barítono) y otros.
.Puesta: Hugo de Ana
.Orquesta y Coro Estables del Teatro Colón,
.Director de coro: Miguel Martínez
.Teatro Colón de Buenos Aires, 29 de noviembre, hora 20,30.
Madama Butterfly cerró la temporada
lírica 2014 del Teatro Colón de Buenos Aires presentada en las distintas fechas,
entre el 25 de noviembre y el 2 de diciembre, con dos elencos. El 29 de
noviembre tuvo lugar una de las presentaciones del elenco argentino.
Puccini hizo en esta ópera del choque cultural y el amor no
correspondido el motor de una construcción dramática en el sentido más puro:
una acción progresiva donde ningún elemento está de más; una vez puesto en
movimiento el mecanismo dramático nada puede detenerlo. Tal concepción asume a
la música no como un acompañamiento sino como un elemento narrativo que se
imbrica con el canto. En el lenguaje orquestal los timbres confluyen en una
cuidada construcción armónica donde la orquesta siempre es un todo, acentuado
por distintas secciones según las necesidades dramáticas. Sólo hay timbres
puros con un fin específico. El rico elemento melódico es abierto y expansivo
en el primer acto y en parte del segundo, pero a medida que la acción va concentrándose
y acercándonos al desenlace Puccini se vale no de la melodía sino de la frase musical, escueta,
referida a una acción puntual, en función de resolución narrativa y con
sonoridades graves y oscuras.
Este lenguaje, tan expresivo como cambiante;
intenso y dulce como tensional y oscuro; tan delicado como tajante importa por
sí mismo exigencias de distinto orden: una de las mayores parece la de la
articulación de un fraseo que debe tener siempre continuidad aunque pase por
inflexiones y colores muy distintos, una capaz de llevarlo por diferentes
intensidades y alturas del registro sin perder el balance, el sentido del todo
y la sincronización entre los cantantes y una orquesta que casi siempre suena
con intensidad.
Es un lenguaje en el cual reside la
propia emotividad de la obra: las sensaciones, el carácter de la tragedia
siempre surgen de la claridad, la flexibilidad, la belleza de un discurso y
todo lo que nos hace sentir: la música de Puccini, siempre honda y humana, lo
es por su perfección formal y por cómo sean interpretados tantos matices y
relieves. En el final se produce una recapitulación de distintos motivos del
comienzo, cuando ya la realidad del drama es otra, lo cual plantea la sutileza
de la concepción musical.
La
interpretación
El de Cio-cio San constituye un gran
desafío para la cuerda de soprano: durante más de dos horas su presencia es
constante, debe atravesar todas las
gradaciones posibles: de la fragilidad y la dulzura a la fortaleza y a la
decisión extrema de un papel dramático que implica un fraseo que, en lapsos muy
breves, la lleva por toda la amplitud de su registro en pasajes lentos y
rápidos, que requieren un absoluto control del fiato). Al final de tal esfuerzo
es cuando más pareciera exigirse a su resistencia y a la potencia de la voz.
Mónica Ferracani, de una extensa carrera en distintos roles del repertorio
operístico (de Glück a Wagner) desde lo lírico y lo actoral, compuso
acabadamente a este gran personaje en todas sus exigencias, en una versión
donde el sentido de la musicalidad prevaleció por sobre el puro volumen de las
voces. Le dio carnadura desde un acabado dominio técnico. Nunca fue desbordada
por las exigencias de un rol que supo plasmar del modo en que la obra lo
requiere. Un ejemplo es Un bel di vendremi: que la lleva desde pasajes
lentos en el registro medio a un rápido ascenso a los agudos en medio de un
tutti orquestal para luego bajar nuevamente.
Enrique Folger, por su parte, compuso a
un Pinkerton cuya línea de canto debe moverse entre ese doble carácter de los
momentos de gran belleza de sus intervenciones en el primer acto (como el duo Vieni la sera, con Butterfly), por un
lado, y a su absoluto desdén hacia una cultura a la que subestima por el otro.
Mucho del mecanismo del drama parece vinculado a este doble carácter. En el
discurso musical las exigencias son también múltiples: dulzura e intensidad en
toda la amplitud de su registro (el dúo Addio, fiorito asil, con Sharpless es un ejemplo).
Alejandro Meerapfel confirió, desde una
eficacia actoral como la que tuvo en su versión de Cavalleria Rusticana en Mar
del Pata, a un Sharpless cuyo carácter es también dual: entre el rasgo
bondadoso y el engaño, cuyos matices son muy necesarios al drama (el duo Douvunque al mondo, con Pinkerton es una
muestra de ello). De la solidez de su cualidad vocal hablan no sólo esta
versión sino muchos otros de sus trabajos (Orfeo o la impactante Dialogo de
Carmelitas de Poulenc).
Múltiples también son las exigencias del
papel de Suzuki, que Alejandra Malvino cumplió en un papel que le requiere
transitar con mucha intensidad el registro más grave de su tesitura (¿Che giova? ¿che giova? Y el extenso trio con Pinkerton y
Sharlpess del tercer acto). Gabriel Centeno compuso con toda eficacia al
siempre detestable personaje de Goro.
Muy lucida fue la labor del coro
estable. Al él le están confiados pasajes de los más bellos, como el Coro a boca chiusa e inflexiones tan distintas como las que acompañan
a la aparición del Butterfy o del Tío Bonzo.
La orquesta Estable que al inicio
exhibió carteles referidos a la situación laboral que motivaron el aplauso de
adhesión del público no llevó tal malestar a una interpretación siempre acorde
al relieve de una partitura que no permite desajustes.
La
puesta
Hugo de Ana abordó la puesta con un
sentido abstracto: en lugar de la clásica casa y la colina de la interpretación
realista dispuso tres espacios escénicos en forma de cubos, sobre el fondo de
un mar y de motivos que cambian, conjuntamente con tonalidades acordes con las
peripecias del drama. Logró momentos de gran originalidad y belleza, con
figuras estáticas en el escenario que constituían un verdadero cuadro o momentos, como la proyección de La gran Ola del pintor Kanagawa, sobre
el cubo donde se encontraba Butterfly.
Hubo varios aciertos teatrales en la
dinámica de la narración que diferenciaron esta puesta de otras.
No obstante, incluyó elementos ajenos y
distractivos: unas figuras a la manera de guerreros, blandiendo unas tablillas,
que anunciaban la acción. También el tono caricaturesco del Príncipe Yamadori
resintió el carácter de ese personaje que pretende sinceramente a Cio-Cio San.
Asimismo, el entreacto, entre el segundo
y tercer acto deparó proyecciones cuya congruencia con la acción es muy cuestionable:
en un momento previo al desencadenamiento del drama, ante la figura extática de
Buttefly tras un velo en el cubo central surgió la proyección –y el desfile por
el escenario- de variadas figuras que rompían ese ensimismamiento y que resultaban
ajenas al planteo sobrio y despojado de la escena, en una inútil sobrepresencia
de elementos.
Una de las innovaciones eficaces fue la
de la escena de la muerte: si en las versiones habituales consiste en el simple
gesto de clavarse una daga, se optó por el harakiri
–o más propiamente seppuku- en la
forma en que era llevado a cabo por las damas nobles (seccionándose la
carótida) valiéndose de un asistente, en este caso Suzuki y cumpliendo
determinados pasos que fueron reflejados fielmente en la escena.
Musicalidad
Si algo puede sintetizar a la
interpretación que dirigió el maestro Ira Lewin es su musicalidad, entre los
personajes centrales, la orquesta y el coro, la articulación, una técnica en
función expresiva; no voces grandes peso sí voces protagónicas de perfecta
proyección y solidez capaces de llegar a un volumen adecuado en todas las
alternativas de roles que no podrían haber desempeñado sin un dominio técnico y
expresivo acabado y por sobre todo, capaces de plasmar una obra de tales
características.
Eduardo Balestena
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