La ópera Madama Butterfly, de Giacomo
Puccini, cerró la temporada lírica del Teatro Colón de Buenos aires. Son muchos
los sentimientos y los pensamientos que surgen ante una obra de esa intensidad,
plenitud estética y belleza, con una formulación siempre original, actual y
vigente: el choque cultural en el amor y el dominio de una cultura sobre otra,
cuando los Estados Unidos siguen siendo ese gendarme mundial que eran en la
época de Teddy Roosevelt (irónicamente, e igual que Obama, Premio Nobel de la
Paz en 1906), época en que la obra fue escrita.
Con ese mismo estado de fascinación ante
la historia –a lo que hay que sumarle, en su caso, el percatarse de sus enormes
posibilidades dramáticas y musicales- vivió Puccini aquella noche del 21 de
julio de 1900 en que vio en Londres la obra de teatro de David Belasco, basada
en un relato corto de John Luther Long. Dijo que el impacto había sido como
“derramar gasolina sobre fuego abierto”
(“La mariposa atrapada”, Arthur Gross). Una joven japonesa es prácticamente
vendida a un marino norteamericano y es celebrado un “matrimonio” que acabará trágicamente luego
de tres años de vana espera.
Una
mariposa atrapada
“Cultura es lo que queda cuando todo se
ha perdido”, decía el profesor –y maestro- Mario Ruzzo; cultura es lo que somos y lo que llevamos, lo que da sentido a
nuestro mundo y nos permite pensar en qué es lo que debemos hacer, soportar, o
lo que es ajeno a nosotros. Lleva ínsita la idea de que el otro es un igual,
que respetar sus sentimientos e ideas es tan natural como profesar las
nuestras. Pero cuando ese freno se rompe y la “cultura” propia es lo que
prevalece entonces el otro será un sometido.
Inmediatamente luego de ver la obra
Puccini trata de obtener los derechos para que los libretitas Giuseppe Giacosa y
Luigi Illica puedan comenzar a desarrollar la historia. Las negociaciones con
Belasco se prolongan durante meses y el compositor le dice a Illica que sobre
la base del cuento original de Long comience a bosquejar una “tragedia
romántica entre el Lejano Oriente y Occidente”. Esta concepción (el choque, si
no el encuentro, de culturas) es lo que más le interesa: permite el trabajo
sobre temas musicales de ambos países en función dramática, manejados con
virtuosismo muy diferente de la mera pintura musical y que dan a la obra su
particular relieve.
En ocasión de una gira de una troupe de
teatro kabuki que había actuado en Italia en 1902 Puccini había comprado en Milán
una colección de melodías japonesas cuyos elementos utilizaría luego, con mano
maestra, adaptándolos a las necesidades de la obra.
Ya como comienzo de ópera es singular:
Pinkerton (tenor), el marino norteamericano, entra a la escena –la casa que ha
alquilado- acompañado de Sharpless, (barítono) el cónsul norteamericano, como
quien recorre sus dominios, beben whisky en tazas de té, un té que arrojan al
piso, y Pinkerton canta “Dovunque al mondo” . El aria inicial del marino es un
canto a su espíritu aventurero del cual el exotismo de su “matrimonio” forma
parte, y aparece enmarcada con citas de la marcha Barras y Estrellas, de John Philip Sousa.
Los temas japoneses se introducen con la
entrada de Butterfly, dentro de una
formación de acompañantes que parecen corresponder a una precisa
coreografía de opereta; pero a diferencia de otros grandes papeles de soprano,
en su aparición inicial Butterfly más que imponer su presencia o hablar de sí
misma contesta a las preguntas de Pinkerton y Sharpless sobre un pasado con
muchos elementos dudosos –el verdadero origen social, por ejemplo- y donde se
destacan dos elementos por sobre el resto: uno es la alusión al suicidio ritual
del padre de Butterfly, con un puñal que luego le servirá a ella para el mismo
propósito; el motivo musical será reiterado luego. El otro es la edad, quince años,
que sorprende a los personajes masculinos. Para ellos es una edad casi de la
niñez y del juego.
El dúo de amor del primer acto, uno de
los grandes dúos de ópera, nos parece bellísimo pero también advertimos que en
medio del encuentro sensual subsiste una diferencia y que parece insalvable,
aunque no sabemos a qué obedece esa sensación que está allí sin que tengamos
mucha conciencia de ella. “Vieni”, canta Pinkerton en la tonalidad de la mayor pero la respuesta de ella es “tonalmente
ambigua” (señala Gross) al pedir sólo un inocente “pequeño amor” y “desvelar su
temor porque más allá del océano las mariposas sean clavadas con alfileres a un
tablero”. En el dúo las voces seguirán cantando cosas muy diferentes,
superponiéndose, pero sin unirse realmente nunca y el oyente ya tiene un
anticipo de cuál será el destino de esa mariposa que ha pretendido volar hacia
un amor imposible. Estas referencias musicales –entre situaciones y motivos recurrentes- están presentes en toda la ópera
en una verdadera orfebrería musical.
La
asimilación fallida
Butterfly se pretende una esposa
americana al precio de renunciar casi a sus tradiciones (las recuperará en el
acto ritual del sacrificio) y en ese camino hacia lo desconocido, hacia esa
cultura diferente de la que siente que debe formar parte por “ser” esa esposa
que pretende ser le cabe sólo la imitación de los rasgos más externos de esa
cultura desconocida de la cual –y allí reside gran parte de esa
desvalorización- nada le es revelado, porque ella no cuenta como una persona
sino como algo no muy diferente de la casa y del resto de las posesiones.
El
fracaso
El estreno en La Scala de Milán, el 17
de febrero de 1904 fue un rotundo fracaso. En parte se debió a las claques
pagadas pos compositores rivales, como Mascagni, pero más que nada a la
presencia de aspectos cómicos indicadores de la “torpeza” del personaje de Cio
Cio San/Butterfly, que fueron posteriormente eliminados. Puccini agregó la
romanza “Addio, Fiorito asil” que canta Pinkerton, que cambia en parte algo del
personaje, y dividió el segundo acto en dos partes, agregando el célebre “Coro
a boca chiusa”, del intermedio entre la primera y segunda parte del segundo
acto, elementos todos que favorecieron el carácter central del papel de Cio Cio
San y el sentido de que la ópera era esa tragedia.
El estreno y consagratorio fue en la
Opera-Comique de París el 28 de diciembre de 1907. Hasta esa versión definitiva
siguió habiendo cambios.
De este modo, en el trabajo final del
libreto, gran parte del primer acto terminó siendo escrito por Illica y el
segundo por Giacosa, a quien pertenece la escritura de las arias de mayor carga
emotiva, concebidas en función a la música, que transforman a Butteffly en una
heroína y no sólo en una víctima.
Una
libertad trágica
En el boceto inicial de Illica,
Butterfly, tras leer la inscripción en el arma ritual “Muere con honor/quien no
ha podido vivir con honor” vuelve a su cultura quitándose la vida, igual a su
padre. Pero Giacosa escribe un giro para ese final: Suzuki, quien asiste a
Butterfly, lleva a Dolore, el hijo de
3 años de Butterfly a quien ella canta su última gran aria “Tu, tu piccolo
iddio” y hace de su muerte un giro para él que habrá de ser criado por su padre
y su nueva esposa y que habrá de encontrarse –forzosamente- con su herencia
occidental. El último acto de su vida es una elección para su hijo. El nuevo
motivo musical es uno diferente al de la escena anterior, menos ominoso: el
círculo trágico que comienza en su padre se interrumpirá con su hijo, heredero
de otra cultura. El sentido cambia, pero a la vez reafirma la preeminencia de esa
otra cultura.
La ilusión de aventurarse en otro mundo,
de creer, de amar, de esperar la hace perder todo, que era en el fondo nada:
simple ilusión. A ello responde con una sola certeza: la de morir con honor. La muerte es
lo que le brinda su propia cultura: al hacerlo hace de Butterfly una mariposa
prisionera entre dos mundos, en ninguno de los cuales puede vivir.
Eduardo Balestena
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