.Don Carlo, ópera en cuatro actos
.Música: Giuseppe Verdi
.Texto de Joseph Mery y Camille du Locle, en versión
italiana de Achille de Lauzière y Angelo Zanardini
.Dirección musical: Ira Lewin
.Elenco: Don Carlos, José Bros (tenor); Rodrigo, Marqués de
Posa, Fabián Veloz (barítono); Isabel de Valois, Tamar Iveri (soprano);
Princesa Éboli, Bèatrice Uria Monzón (mezzosoprano); Felipe II, Alexander
Vinogradov (bajo); El gran inquisidor, Alexei Tanovitski (bajo); Un monje:
Lucas Debevec Mayer (bajo barítono); Tebaldo, Rocío Giordano (soprano); Un
heraldo real, Darío Leoncini (tenor); voz del cielo, Marisú Pavón (soprano)
.Dirección de escena, diseño de escenografía y vestuario:
Eugenio Zanetti
.Iluminación: Eli Sirlin
.Orquesta y Coro Estables del Teatro Colón
.Director de coro: Miguel Martínez
.Teatro Colón de Buenos Aires, 26 de septiembre, hora 20.
Son variados y significativos los
elementos de la estética verdiana que confluyen en Don Carlo, ópera que conoció un extenso proceso de revisión: por
una parte el dramatismo derivado de una acción que aborda el tema amoroso, el
del poder, el de la amistad y la nobleza; por otra lo musical: líneas de canto
autónomas de la música que siempre las subraya de distintos modos –en efecto,
los pasajes musicales son diferentes si un personaje canta en contra de otro u otros, o si por sobre el texto explícito hay un
sentido oculto, algo que el personaje se dice a sí mismo y calla a los otros.
En un caso son rápidos pasajes en conjuntos de dos notas rápidas y una extensa;
en otro una línea musical más oscura y de diferentes acentos. La obra de
Schiller dio un marco ideal para esta primera Grand´ opéra concebida por Verdi para la Ópera de París y luego
traducida al italiano.
Dentro de esta formulación requiere –en
los largos duetos, tríos o intervenciones solistas- una intensidad vocal
dramática y una profundidad que permitan cumplir el cometido de que la acción
se encuentre dada en función de las voces, máxime cuando su discurso no se
apoya en el encanto melódico, como sucede en Rigoletto o Il Trovatore,
sino, precisamente, en la densidad y el dramatismo vocal.
Con la excepción de Lucas Debevec Mayer,
Marisú Pavón, y el coro estable, la versión estuvo muy lejos de cumplir con
este ideal verdiano en voces protagónicas pobres, poco claras, sin proyección
ni volumen y, en el mejor de los casos, con impecable técnica y fraseo efectivo
pero sin volumen.
De este modo, lo destacable es: la
actuación del coro; el vestuario; la iluminación; algunos de los aspectos de la
puesta y la Orquesta Estable que en todo momento sirvió de adecuado soporte a
las líneas de canto.
El
coro estable
Al coro cabe una de las más hermosas y
conocidas partes de la obra: en el auto de fe del cuadro segundo del acto
segundo (Spuntanto ecco il di
d´estultanza:“El día de regocijo ha despuntado/Honor al más grande de los
reyes”) en donde mostró la homogeneidad de las voces; claridad; las gradaciones
e intensidades en un pasaje que requiere al mismo tiempo un stacatto como una línea fluida y
potente.
Vestuario
e iluminación
Fidelidad al detalle; colorido; finura
en la confección y gradación de colores; variedad; disposición en el escenario
fueron los elementos más impactantes de un vestuario capaz de ubicar al espectador
dentro de un cuadro de la época y, de algún modo, entrar a ella y hacerla
palpable.
La iluminación trabajó permanentemente
creando climas, espacios, generando efectos, como el de Felipe II cantado
frente a una luz que proyectaba y agigantaba su sombra.
La
puesta
El elemento más visible y evidente, el
que plantea el ámbito de “realidad” en el que todo sucede tuvo como mayor
acierto el escenario circular, que permitió un fluido paso de un cuadro a otro,
un desdoblamiento del espacio en planos y una gran riqueza visual, incorporando
las imágenes de El jardín de las delicias,
del Bosco –obra admirada por Felipe II- como elemento omnipresente y
significativo.
Hay una línea sutil entre subrayar el
clima de la obra y el carácter de los personajes y utilizar dicha obra para
establecer una suerte de segunda creación que usa de ella y bajo el propósito
de “interpretarla” la pone en un segundo plano para colocar a la “segunda
creación” en el primero.
Tanto la explicación inicial sobre el
reinado de Felipe II, como la sobrecarga de elementos visuales en el intento de
incorporar a la opera elementos más propios del cine, o la sobreabundancia de
telones con la pintura del Bosco constituyen agregados puestos a “complementar”
aquello que de por sí es lo esencial: las voces. De este modo, una mano gigante
con un corazón rojo que brilla; un enorme huevo; o criaturas del Bosco que
salen del cuadro y rondan a Felipe II son de ninguna efectividad narrativa y de
muy dudoso gusto.
De ambiguo final, en la puesta la aparición
fantasmal no se lleva a Don Carlos y sella la tumba, sino que el telón cae
luego de la última intervención vocal de este personaje.
La
orquesta estable
La orquesta estable –que al fin de la
función exhibió pancartas- confirió el
tono preciso a cada momento, sus matices, su sentido rítmico y su claridad sin
ningún desfasaje ni problemas en una dirección muy apropiada al carácter de la
obra.
Los
solistas
No es posible sostener esta ópera desde
la puesta, el coro y la orquesta porque requiere voces de especiales
características.
José Bros mostró una impecable técnica
que le permitió moverse adecuadamente en toda la extensión, con un espesor y
volumen que no son los propios de un personaje como el de Don Carlos, que requiere no una línea propia de bel canto
sino un gran dramatismo y potencia vocal.
Fabián Veloz también lució una perfecta
técnica y adecuado fraseo pero sin gran claridad ni volumen.
Tamar Iveri resultó poco audible en
muchos pasajes que debían ser particularmente dramáticos y careció mayormente
de expresividad.
Bèatrice Uria Monzón tuvo una dicción
oscura, pastosa y resultó inaudible en
muchos de sus pasajes.
El resultado fue la pobreza de duetos y
tríos.
Alexander Vinogradov –que en nada
representaba la edad de Felipe, padre de Don Carlo- mostró un notorio vibrato y falta de volumen y claridad en
los registros más bajos.
Alexei Tanovitski, como el gran inquisidor
hubiera debido tener una presencia tan potente y admonitoria como la de
Monterone en Rigoletto, no obstante resultó inaudible en gran parte de los
pasajes que hubieran debido marcar este carácter.
La obra estuvo, claramente, muy por
encima de las posibilidades de todos los solistas.
En contrapartida, el bajo-barítono Lucas
Debevec Mayer –un fraile- y Marisú Pavón –una voz del cielo- lucieron, en
contraste, acentos, claridad y potencia.
Pese a la oscuridad de su trama es una obra
poderosa y bella. Ello marca su perdurabilidad en el escenario lirico.
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