.Orquesta Filarmónica de Buenos Aires
.Director: Maestro Enrique Arturo Diemecke
.Solista: Freddy Kempf (piano)
.Teatro Colón de Buenos Aires, 7 de mayo
En su tercer concierto de abono la
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, dirigida por su titular, el maestro
Enrique Arturo Diemecke conto con la actuación como solista en piano del Freddy
Kempf.
El programa comenzó con la Obertura Cubana, de George Gershwin (1898-1937) suerte de descubrimiento de la
riqueza y variedad de los ritmos de la isla que el autor visitó en 1932. En una
interpretación muy justa en el aspecto rítmico y tímbrico aunque sin esa fuerza
en el arranque inicial fue posible apreciar tanto el color tímbrico, como un
panorama sonoro cambiante.
Prosiguió con el Concierto para piano y orquesta en fa mayor (Concierto en fa). Escrito en 1925, muy lejano del pintoresquismo y
la aventura rítmica de la Obertura Cubana, hay en él un trabajo formal cuidado
al servicio de esas intuiciones melódicas y ese cuidado por la posibilidad
tímbrica, la calidez y la pura invención que son tan propios de Gershwin: todo
sorprende en la multiplicidad y en la unidad. Son muchas las maneras de
pensarla y abordarla y, en su madurez interpretativa, cada una puede tener su
aporte y destacar aspectos de una obra tan rica por sobre otros. En este caso,
el primer movimiento no optó por el tempo más rápido que permite apreciar el
carácter compacto y vibrante de su orquestación sino más bien por los acentos y
el fraseo que permiten “detenerse” en sus articulaciones; particularmente en un
instrumento solista que optó por subrayar, “demorar” la resolución de pasajes,
como el inicial del piano luego del comienzo orquestal.
Exigencia en la justeza, particularmente
en el rico paisaje de la percusión, belleza en el sonido, glissandos, tanto en metales como cuerdas y exploración de las
posibilidades instrumentales, todo en ella parece espontaneo y acabado de
surgir. No podía ser de otro modo en aquel compositor de 27 años llegado a Tin Pan Alley, la meca de la
canción de Broadway en los tempranos veintes: frases cortas, melodías
sincopadas, formas simples; bases de una estética que encuentra en el Concierto en fa su forma más elaborada.
Siempre atento al director tanto como a
la orquesta y a su propia libertad interpretativa, en cuanto a las inflexiones
que al instrumento solista conciernen, Freddy Kempf plasmó el melos hondamente norteamericano de la obra. Nacido
en Londres en 1977, ha llevado a cabo temporadas importantes directores y
orquestas, como Royal Philarmonic, con Charles Dutoit; Filarmonia, con Andrew
Davies y muchas otras. Asimismo, ha grabado los conciertos nros. 2 y 3 de
Prokoviev, entre otro gran número de obras de compositores como Schumann,
Bach/Bussoni o Rachmaninov. Los requerimientos en el piano son muchos y
diferentes: permanentes arranques, levedad en el fraseo, fuerza, rapidez y
precisión.
Momentos como el Adagio-Andante con moto son muestras tanto de la diversidad de la
obra como de las ideas musicales: el solo inicial de trompeta con sordina, por
ejemplo, que vertebra el movimiento: es el instrumento en ese timbre de
soledad, introspección y melancolía (que recuerda a Miles Davies) por parte de
un compositor cuyo conocimiento del lenguaje netamente jazzistico era entonces
limitado (y circunscripto a las versiones de Paul Whiteman) y cuyas inflexiones
llegarían al jazz “puro” sólo mucho más tarde. Inigualablemente suyos son
también esos particulares acordes en metales y maderas –aquellas largas y
envolventes frases de flautas y oboes, por ejemplo.
De gran exigencia es el tercer
movimiento, Allegro agitato con la
particularidad de que, con diferente elaboración, recapitula sobre distintos
motivos ya expuestos: los combina, a veces de una manera que parece aleatoria,
y los modifica. El rápido acorde descendente de las cuerdas, maderas y metales
parece marcar esa exigencia en la que todo discurre. El trabajo de la
filarmónica con la obra se hizo evidente en la atención de todas estas demandas
que la singularizan tanto como su belleza.
Suite
del Gran Cañón,
de Ferde Grofé (1891-1972)
Escrita en 1931 es una obra asombrosa no
ya por la postulación de plasmar en términos musicales una impresión visual,
espacial y espiritual (la del hombre frente a la inmensidad de un paisaje
enorme que parece fantástico) sino por el modo en que lleva a cabo tal
“programa”.
También en este caso las demandas son
muy grandes y requieren de un gran manejo instrumental, no en el desarrollo de
melodías sino en la progresión de esos crescendos de sonidos que construyen un
paisaje. Grofé no utiliza a la orquesta como un sintetizador, a la manera de
Ravel: sus timbres son puros pero se amalgaman a otros y muchas veces en la
repetición de motivos que no parecen tener una función narrativa despliegan un
paisaje. Afinación, intensidad, atención
a las otras secciones, son elementos cruciales en este lenguaje, en un trabajo
cuya propia naturaleza implica que no pueda ser abordado sino desde esta
excelencia interpretativa, ya que de otro modo la impresión se desnaturalizaría.
El dominio del aparato orquestal es
absoluto. El motivo inicial de la primera parte, Sunrise (Amanecer), por
ejemplo, es un pasaje de las cuerdas que se reitera y constituye una base a la
que se suman el flautín (que enuncia el motivo central), las trompas, la
flauta. Motivos breves de enunciación y respuesta en distintas secciones: una
paleta amplia que permanentemente cambia y se expande en la medida en que el
sol ilumina el cañón
En un lugar tan conocido como On the
trail (en la huella) en que el
motivo central es el que denota la marcha de una mula en el sendero se
superponen dos elementos melódicos que diferentes –y polirrítmicos: pie binario
en la percusión y ternario en el resto- sugieren la marcha. Todo en esta obra
es así, único, diferente.
Secciones de pregunta y respuesta entre
los metales, timbres como el de la celesta, son algunos de los elementos que
hacen a su diversidad.
Obra virtuosística, uno de los pasajes
más complejos es la parte final:
Cloudburst (Chaparrón). La
tormenta surge luego de un desarrollo de las cuerdas que conducen a un solo de
cello que marca un elemento interrogativo –planteado a partir de una
indefinición tonal- donde comienza un desarrollo vertiginoso. La cuerda
permanece en ese elemento a lo largo del resto de un pasaje enriquecido por la
percusión y los metales en un clímax de gran exigencia en toda la orquesta.
La orquesta filarmónica y el maestro
Diemecke lograron una excelente versión de esta obra tan rica y sugerente como
demandante.
Destacaron –entre otros- Fernando
Ciancio (trompeta); Sebastián Tozzola (clarinete bajo); Pablo Saraví (violín);
Claudio Barile (flauta); Gabriel Romero (flautin); Anais Cretin (piano y
celesta); Hernán Gastiaburro (corno inglés), así como la sección de percusión y
metales.
Eduardo Balestena
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