El maestro Andrés Tolcachir dirigió como invitado
a La Orquesta
Sinfónica Municipal en su concierto del 25 de mayo en el
Teatro Municipal Colón, actuando como solista Julieta Blanco en piccolo.
Concierto
para piccolo y orquesta de cuerdas de Osvaldo Lacerda (1927-2011): Julieta Blanco lleva ya una extensa
trayectoria como instrumentista –en tal carácter abordó junto a Alexis Nicolet
el Concierto para dos flautas y orquesta
de Doppler- y como educadora, contando –entre sus numerosos antecedentes
formativos- con una maestría en interpretación de música latinoamericana del
siglo XX- además de su Master of music in flute performance en la Universidad de
Carneghie Mellon, en Pittsburg y otras experiencias, como sus estudios con el
renombrado Lars Nilsson. Fue becada asimismo por el Fondo Nacional de las Artes
y por la Universidad Carneghie
Mellon. Tuvo la oportunidad de entrevistar a Osvaldo Lacerda en Brasil y
ubicarnos en un lenguaje que toma modos de la música nativa y los alterna en su
desarrollo. Con esta pauta de escucha surge claramente que esta obra, cuyo
primer movimiento plantea un tema que aparece a lo largo de todo el desarrollo,
está construida a partir de la alternancia de estos modos y utiliza las
restringidas posibilidades –en inflexión y rango de sonido del instrumento
solista, pero también las de sus
inflexiones cantabiles- para plantear claramente este postulado y desarrollar
una relación entre el instrumento solista y la orquesta de cuerdas en que, con
elementos semejantes pero planteados paralelamente en dos discursos por
momentos amalgamados y por momentos diferenciados, enfrenta al piccollo al
sonido orquestal sin dejar de que sea audible (una característica que ya señaló
Aron Copland). Esta claro que ante la alternativa de un repertorio tradicional
barroco Julieta Blanco optó por difundir una obra contemporánea (1980) y un
interesante lenguaje que su momento se enfrentó a las vanguardias europeas
imperantes, y luego a las locales que buscaban otras fuentes de inspiración. El
instrumento solista, por sus propias características, discurre siempre en
pasajes rápidos que requieren precisión y mucha claridad. Una obra no extensa,
pero amable y rica, indicativa de la riqueza de modos y esquemas rítmicos que
compositores como Villalobos o Ginastera supieron valorar y llevar a la música
“culta”.
Sinfonía
en re menor, de César Franck (1822-1890) La versión que escuchamos de esta
obra, formalmente compleja y demandante, evidenció ser el producto de un
trabajo serio y sostenido de ensayos. En el movimiento inicial se optó por un
tempo de detenimiento –en la exposición ulterior al tema inicial- que descansó
en mayor grado en la cualidad sonora. Fue una dirección muy presente y aun en
los tutti en que la cuerda debe ser audible ante las intervenciones de los
metales. Más allá de que la forma cíclica implique la yuxtaposición de temas y
respuestas muy diferentes entre sí, y que parecen dados en valores de compás
incluso distintos, la obra tiene una
armonía particular, por ejemplo en la base que descansa en gran parte en el
clarinete bajo, pocas veces diferenciado pero siempre presente, ya con el resto
de la sección de las maderas como con los cornos. Ello le confiere un color,
muy propio.
El intervalo de segunda menor
descendente con que se inicia parece vertebrar una construcción verdaderamente
maestra: lo lleva a todos los registros y lo trabaja de diferentes maneras, en
la propia introducción aparece invertido, en esa forma sonata ampliamente
desarrollada en la alternancia entre el primer tema y el segundo –una melodía
abiertamente cantabile- planteado ya con los propios temas como con sus
respuestas.
En el segundo movimiento Franck
fusiona el andante habitual de las sinfonías con el scherzo (segundo y tercer
movimiento) y comienza con el arpa y un pizzicato de las cuerdas que conforman
una melodía que sugiere una antigua danza de suite, que sigue con el famoso
tema del corno inglés. La introducción de la cuerda forma parte del esquema
propuesto con el intervalo de segunda descendente del comienzo. Este
interesante desarrollo conduce al complejo pasaje contrapuntístico con la
función del scherzo. Allí, particularmente luego de la entrada de las cuerdas
con otro tema, la textura pareciera, en ciertos lugares, dejar de ser homófona:
mientras los violines trabajan un trémolo divididas en un pasaje
contrapuntístico que se resuelve en la entrada de los clarinetes con un
tema de respuesta al primero, pero al
retomar vuelven a dividirse los violines primeros y segundos en dos elementos
distintos: el movimiento prosigue en esta textura de superposiciones que
enriquecen el desarrollo de ese tema inicial de danza.
También muy complejo es el Allegro non troppo final que introduce
el tema central en el séptimo compás. Dos cosas parecen quedar claras: la
filiación organística del sonido de Franck: un sonido grande y construido
armónicamente como si la orquesta fuera un órgano; y en segundo término que fue
el contrapunto –guiado por su maestro Duossoigne- aquello con que primero se
formó en la música. La cerrada textura del movimiento recapitula, con la
impronta de la novena sinfonía de Beethoven, sobre el material pero no parece
hacerlo sucesivamente sino en un todo que es una poderosa trama sonora. Al
final hay una secuencia de resolución de ese intervalo del comienzo, una suerte
de pregunta.
Más allá de algún detalle muy mejor,
tuvimos una excelente versión de esta obra cumbre, tan exigente en cuanto a la
continuidad con elementos tan distintos y al sonido que expresa volumen y no
tensión.
Andrés Tolcachir, es un director de
un vasta formación, en el país y en el exterior ha actuado y llevado a cabo
estudios en distinto países y realizado numerosos proyectos. Aportó un enfoque
no subjetivo, centrado en las obras y en sus lenguajes y supo plasmarlo
claramente.
Destacaron: Hernán Apaolaza –corno
inglés-; Mariano Cañón –oboe-; Jorge Gramajo –trompa-; Alexis Nicolet (flauta);
Ernesto Nucíforo –clarinete bajo-; y la línea de metales.
Eduardo
Balestena
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