Tras la obertura de La cenerentola, de Rossini, que abrió
el programa, tuvimos la oportunidad de apreciar el sonido y la técnica de
Arnaldo De Felice, compositor y oboísta italiano de una muy extensa actuación
en Estados Unidos y Europa, tanto en su carácter de solista de la Orquesta Sinfónica
Arturo Toscanini, de Parma, como de
solista en escenarios como el el Carneghie Hall; Goldener Saal, de Viena y
muchos otros; siendo además jurado en concursos internacionales en Sofía y en Rovereto. Lleva una extensa
obra compositiva abordada en numerosas oportunidades por distintos intérpretes,
tales como Machiko para flauta sola (Tokio, Bunka Kaikani y Osaka, Japón, Izumi
Hall) entre muchos otros.
El Concierto para Oboe y cuerdas de Bellini como el Concierto para Oboe y Orquesta (sobre un tema
de La Favoritta ,
de Donizetti, de Antonio Pasculli que abordó muestran exigencias diferentes
en orden a obras que demandan del instrumento aspectos también distintos. En el
primer caso, la delicadeza de la frase y el color de un timbre con un sonido
algo menos brillante y más dulce que el habitual del instrumento en la
orquesta. En el segundo, un arranque con un sonido en un registro fuerte que
rápidamente pasó a una gran suavidad en el volumen: dinámica, precisión,
delicadeza en el timbre fueron características de los dos primeros movimientos.
En el tercero, absolutamente virtuosísitico, el tema principal es presentado de
manera nítida y despojada. Luego de esa primera exposición vuelve, una y otra
vez, ornamentado, pero sin perder el carácter gracioso e ingenuo de esa primera
vez: a la exigencia dinámica anterior se suma la precisión y una técnica en
función de la espontaneidad y de la abigarrada trama de adornos que obligan,
entre otras cosas, a ir del registro medio o agudo al grave, con una rapidez tan
extrema que los sonidos parecen ser notas dobles en distintos registros: eso por
citar el ejemplo más evidente de los recursos con que Arnaldo de Felice cuenta
y que puede utilizar de una manera plástica pero absolutamente precisa. Otro es
el de la respiración circular, compleja técnica que permite prolongar la
emisión con una entrada de aire que no se interrumpe. También complejas con las
cadenzas, particularmente de este concierto, que , aun en obras que más que por
su hondura musical destacan por su virtuosismo, nos llevan a experimentar una
insospechada gama de colores para el instrumento.
Ravel
En la segunda parte fueron interpretadas, de Maurice Ravel Le Tumbeau de Coperin y números de la Suite de Mi madre la
Oca. Las pocas sesiones de ensayo que la orquesta tuvo hubiera podido ser un
factor que conspirase contra la dificultad de estas obras, de las más
significativas de Ravel, pero el resultado, ya en el ensayo general, estuvo muy
lejos de mostrar dificultad alguna. Aun
con un número menos en Mi madre la Oca -4to. Cuadro
Pulgarcito. Très modéré- y sin algunos interludios, hubo un muy buen resultado
en el todo, en un lenguaje caracterizado por la precisión rítmica, el
refinamiento del timbre, la claridad melódica y la gradación de matices.
El Tumbeau fue
un género de la Francia
del barroco para honrar a quien había desaparecido recientemente. Ravel se
vuelve hacia la Francia
de las danzas barrocas, en un postulado neoclásico: el homenaje a un mundo
desaparecido pero desde un lenguaje armónico nuevo que destaca, en su
transparencia, aquellas melodías. Con timbres puros muy pulidos se conforman sonidos camarísticos
que requieren una exactitud absoluta –por ejemplo en Forlane, allegreto: cuerdas en pizzicato, maderas: cada cosa se oye
separadamente pero conforma un todo, suerte de mecanismo de relojería. También
es así en el Menuet-allegro moderato
. Cada episodio danzante evoca a un amigo desaparecido en la Primera Guerra
Mundial. Es de gran dificultad el solo inicial del oboe, al cual acompañan los
clarinetes.
Muy distinto es el mundo irreal y fantástico de Ma mére l ´oye, una suite sobre cuentos
infantiles que en la versión que escuchamos comenzó no en el Preludio sino en el segundo cuadro: Pavana de la Bella Durmiente del Bosque:
El mundo de la infancia aparece como algo irreal, fantástico y añorado. Ravel
no hace una música subjetiva, que permita exteriorizar sentimientos: expone un
mundo mágico y lo plasma en su virtuosismo como orquestador. Por ejemplo, en Laideronnette, emperatriz de los pagodas,
describe a los pagodas, de un cuento de Marie-Catherine de Aulnoy, seres diminutos
cuyos cuerpos son de cristal, porcelana y piedras preciosas. Quizás el número
más representativo del mundo de Ravel sea el final: El jardín de las hadas. Lent et grave: En lo que se presenta como
un cambio de tonalidad en una cuerda de extrema delicadeza, la obra hace un
cierre de ese mundo hecho tanto en la fantasía como en el detalle sonoro: no es
cualquier sonido, es uno que, igualmente, debe ser preciso en esa precisa arquitectura,
pero muy bello en sí mismo.
No se trata de obras de grandes
dimensiones en su duración ni, aunque requieran multiplicidad de instrumentos,
como el vibráfono y la celesta, de efectos exuberantes o fáciles: es un
universo delicado y difícil de plasmar. Tuvimos suerte de poder acceder a él.
Destacaron Mariano Cañón (oboe);
Andrea Porcel (corno inglés); Alexis Nicolet y Julieta Blanco (flautas);
Sabrina Pugliese (fagot); Gustavo Asaro y Ernesto Nucíforo (clarinetes) y la
línea de trompas.
Eduardo
Balestena
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