El Festival de Salzburgo es
probablemente el mayor y más importante del mundo. Atrae anualmente a miles de
personas y a unos seiscientos críticos musicales de numerosos países, que
representan a muy diversos medios en muchos idiomas. Con las acreditaciones de
la Oficina de Prensa –por el Diario La
Capital- pude asistir por segunda vez a los conciertos seleccionados en la
edición 2014.
En 2013 en su suplemento de Cultura
publicó la entrevista a la encargada para América Latina –la Dra. Eva Anzaloni-
quien particularizó sobre distintos aspectos de la organización. Una de las
cosas que señaló en aquella oportunidad fue que el festival –que en la edición 2013
incluyó obras contemporáneas, como las de Toru Takemitsu, o el debut de El
sistema Venezolano, es un balance entre lo tradicional y nuevos aspectos de la
música. En él existen distintos proyectos, como el de jóvenes directores o
jóvenes cantantes y en sus secciones: Música religiosa; Sinfónica; Ópera y
Teatro tiene lugar la actuación tanto de la Filarmónica de Viena (que es la
orquesta del festival) como de otras, tales el Concentus Musicus Wien; los
Solistas Barrocos Ingleses; La Orquesta del Mozarteum; la West Divan Orchestra;
la Camerata Salzburg; directores (como
Bernard Haitink; John Eliot Gardiner; Ádám Fischer y solistas (como Ann Sophie
Mutter o Rudolf Buchbinder) de distintas latitudes. Asimismo señalaba que todos los elementos
utilizados en escena –teatro y ópera- son producidos por el propio festival, que
es llevado a cabo en unos 14 ámbitos –teatros e iglesias- en un cronograma muy
preciso.
El
pulso del festival
Desde mediados de julio y hasta
principios de septiembre la ciudad palpita con este acontecimiento que
anualmente, desde 1920, constituye un enorme polo de atracción.
Llueve
en Salzburgo durante gran parte de julio (los mejores meses son junio y
octubre, me dice el taxista que, en la noche lluviosa me conduce al hotel desde
la Grosses Festpielhaus), y cuando comienza a caer, la lluvia se extiende durante
varios días.
El pasaje interno desde el teatro construido
sobre las antiguas caballerizas del arzobispo –durante siglos Salzburgo tuvo un
gobierno arzobispal- y la gran sala de conciertos depara sorpresas: un enjambre
de gente de muy distintas procedencias que busca encontrar su sala; músicos que
se dirigen a los escenarios o que descansan; la voz de alguna cantante que
vocaliza. Una silueta blanca, muy delgada, con un blanco maquillaje conversa
con otros personajes. Es Peter Lohmeyer, el actor que representa a la muerte en
la obra Jedermann. Está listo para la
función diaria (que dura dos horas). El texto fue tomado por Hugo von Hoffmannsthal
de un auto sacramental del siglo XV: Jedermann o Everyman: cualquier hombre,
uno al que la muerte le anuncia que vendrá a buscarlo en un plazo muy breve.
Esa llamada, la de esa voz de ultratumba, más allá del escenario, es
verdaderamente impresionante.
La obra es lo que sucede inmediatamente
antes y una vez anunciado ese plazo. Negación, ira, intentos de negociación,
involucran el examen y balance final de una vida. Diariamente es representada
frente a la escalinata de la catedral, pero en los días de lluvia lo es en la
gran sala de conciertos. Actores como Maximilian Schell o Klaus Maria Brandauer,
entre muchos otros, han representado el
papel protagónico a lo largo de la historia del festival. Este año lo hace Cornelius Obonya y la
puesta –de Brian Mertes y Julian Crouch- es muy impactante, atrevida e
imaginativa: rompe todo esquema realista y da un sesgo fantástico y a la vez
transgresor a la obra. Al comienzo, una comparsa de personajes grotescos
atraviesa la platea acompañada por una banda; los personajes enmascarados, con
estructuras aplicadas que llevan largos
brazos, o enormes cabezas, se dirigen a
veces al público y todo cambia permanentemente: un pequeño pueblo de diminutas
casas con luces sostenidas por los actores en sus manos y que quedan a los lados del escenario durante
gran parte de la pieza, arma esa suerte de poblado irreal, mientras un niño
recita por un altavoz gigante una suerte de advertencia.
La puesta es tan poderosa que el idioma
–ese alemán antiguo- no es una valla: el sentido se impone por sí mismo: viene
de esas figuras, de esos personajes arquetípicos que encarnan a la soledad, la
futilidad, la eternidad y la esperanza.
Como en la vida, en el final los
interrogantes son resueltos (para bien o para mal) y quedan atrás; todo cesa y
de pronto se convierte en inmovilidad, una
que, en contraste con ese otro gran despliegue, apabulla en su silencio. La
muerte reina y su sentido es el que ha tenido esa vida que acaba de
extinguirse.
Un
cosmos musical
Uno de los aspectos más importantes de
esta edición fue el ciclo completo de las sinfonías de Anton Bruckner (1824-1896), que incluyó
también a su Te Deum. Bruckner fue uno de los más grandes compositores
austríacos. La vastedad de esa obra, su importancia musical, sus requerimientos,
hablan de lo que un ciclo integral de sus nueve sinfonías significa.
El gran músico es también un símbolo de
incomprensión, humildad y tenacidad. Hijo de campesinos, comenzó su carrera
como maestro y sólo tardíamente descubrió una vocación –como organista, docente
y compositor- que significaría a la
larga un nuevo horizonte para la música. Uno de los ejemplos más claros de esa
incomprensión y esa tenacidad es la gestación de su octava sinfonía
(interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena, bajo la dirección de
Herbert Blomstedt), la más extensa y quizás también la más lograda: expresa su
fe tanto como su sabiduría y el modelo de un arte absolutamente propio. En
1887, luego de tres años de trabajo, con una inusual confianza en sí mismo el
autor envió la partitura al director Herman Levi, expresando la emoción
anticipada por lo que “sus nobles manos maestras” podrían hacer de la obra.
Pero el maestro la juzgó negativamente, la derivó a un discípulo y escribió al
autor quien, desanimado, emprendió un arduo y extenso proceso de corrección que
concluyó en 1890, en una versión que sería estrenada por Hans Richter en 1892.
Como si esas alternativas fueran pocas Josef Schalk, el discípulo a quien Levi
había derivado la obra, ilustró aquel estreno con un texto acerca del supuesto
programa de la sinfonía, el cual describió movimiento por movimiento y que
incluyó referencias literarias y mitológicas, como Prometeo y Zeus.
No sólo el propio Bruckner rechazó esta
invención, desarrollada para hacer más llevadera al público una sinfonía de
ochenta minutos de duración. Sus elementos son a la vez sencillos y complejos.
Sencillos por reducir el material musical a motivos breves y complejos por el
tratamiento que involucra este lenguaje que nos hace transitar por una gama de
emociones: por momentos es un sonido etéreo, de eternidad y por momentos el
sonido nos atraviesa, atraviesa nuestro cuerpo, nuestro espíritu, nos hace
transitar un inmenso arco de sensaciones.
Bernard Haitink, al frente de la
Orquesta de la Radio Bávara; Christoph von Donhnáyi, con la Filarmonía
Orchestra o Christoph Eschenbach, con la Orquesta Juvenil Gustav Mahler, fueron
algunos de los directores que intervinieron en el ciclo.
Otro ciclo importante fue el de las 32
sonatas para piano de Beethoven por Rudolf Buchbinder.
Sería demasiado extensa cualquier
enumeración de las orquestas, grupos de cámara, directores, solistas y obras.
Dividida por el río Salzach, del cual
deriva su nombre, Salzburgo, la ciudad natal de Mozart, es un lugar de sueño cuya vista
se abarca desde lo alto de la fortaleza. Es el bellísimo marco de un festival
musical de los más importantes.
Eduardo Balestena
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