domingo, 31 de enero de 2010

Campus musical de La Armonía I


(Fenomenología, aprendizaje, esencia) Desde 1991, el maestro Jordi Mora dicta los seminarios del Campus Musical de la Estancia Santa María de la Armonía, organizados por la Fundación Cultural Argentina, con la asistencia de instrumentistas, cantantes, directores de orquesta, y estudiantes avanzados en esas disciplinas, provenientes de distintos países, como Venezuela y Brasil, provincias como Tucumán, y ciudades más cercanas, como Buenos Aires, y de Mar del Plata. Se desarrollan en clases, por cada disciplina, con solistas y formaciones instrumentales, y una conferencia diaria. El curso (entre el 9 y el 17 de febrero) cierra con un concierto. Tanto la cantidad de participantes, como el hecho de que varios de ellos llevan años concurriendo al Campus, son indicadores de lo que significan como aporte.
Jordi Mora
Formado, entre otros maestros, por Sergiu Celibidache (Rumania, 1912-1996), quien concebía a la interpretación musical como una experiencia trascendente, dada en un ámbito acústico y un momento único, Jordi Mora, también desde la “Fenomenología musical”, forma intérpretes en muchos países. Es docente del Conservatorio de Barcelona, Oboísta, Director de Orquesta, Licenciado en Musicología y Filosofía, en la Universidad de Munich, Director de la Orquesta Sinfónica de Cataluña y la Bruckner Akademie Orchester de Munich, y ha dirigido numerosos organismos musicales.
La fenomenología de la música
La música, postula en su primera conferencia, de la cual trato de reflejar el modo en que resonaron en mí algunas de sus reflexiones (aplicables también a la vida, y a la reflexión sobre el arte), rescatando su propia idea de que no hay nada definitivo (con lo cual propone a su punto de vista como una herramienta más de acercamiento al fenómenos musical, complejo y profundo), no puede ser aprehendida en un proceso racional, que indique cómo es cada cosa, y a cuyo fin podamos obtener una verdad definitiva. Lleva mucho entender, y más asimilar la fenomenología de la música. El aprendizaje, en este enfoque, es mucho más sutil, vivencial, inacabado y profundo; podemos apreciarlo en una imagen: la de un precipicio a cuyo borde el tránsito es peligroso, pero al cual hay que aventurarse a saltar. Sin ese riesgo, no hay un resultado: en la música nada puede presuponerse, ni darse por definitivo, porque ella misma es ese riesgo.
Pareciera así, que somos nosotros quienes pertenecemos a la música, y que nada de ella nos pertenece: la sonata que el pianista tocó perfectamente cien veces, puede no salir igual de bien la siguiente.
La música es una estructura profunda e interior. El aprendizaje consiste en poder, paso a paso, favorecer las condiciones para que se produzca un acto en el cual, por conducto de ella, accedamos a una experiencia, un modo de percibir; la revelación de algo que siempre será indefinible, propio y que sentiremos extraído de lo más profundo de nuestra interioridad. De este modo, en la música, lo desconocido es lo conocido: la sensación nueva viene de que ella pudo extraer lo que ya estaba, y que nada antes había podido revelar.
La enseñanza, así, es el proceso que recupera lo dinámico, el devenir, y a la vez lo trasciende. Si la enseñanza diera recetas, fracasaría como enseñanza, porque debe rescatar la sensación de vertiginoso salto al vacío. No neutraliza el peligro, pero da alas para ayudarnos a volar sobre ese abismo. Se necesita una sabiduría para renunciar a la razón y descubrir, intuitivamente, los medios. (Recuerda para mí, el “Relato de un Náufrago”, de García Márquez, donde el impulso por ir más allá de la experiencia es instintivo, inexplicable, y las soluciones parecen surgir solas).
De este modo, el aprendizaje usa del conocimiento, pero no se queda en él. El conocimiento es una herramienta, está destinado al manejo de las formas, a ser interiorizado gradualmente, a un grado que, en el momento preciso, podamos liberarnos de él y del pensamiento, y saltar al vacío sólo confiando en nosotros mismos, sin saber si ese resultado será el que exigían nuestras expectativas.
La música es realización, resultado puro. De nada vale el preconcepto de que una obra es conocida y dominada. No siempre las condiciones conducen a la facilidad para lograr ese resultado, pero cuando aparece, se trata de un momento mágico que contiene todas las dificultades, y es capaz de ir más allá de ellas.
Una naturaleza elusiva
Puesto el fenómeno en estos términos por Jordi Mora, podemos pensar a la música como algo vinculado a lo más interior, pero que no representa nada. La música es su propio orden. Es por sí misma, y lo es en cada nota: la anterior ya no está, y la siguiente aún no llega. Es decir que lo más profundo se vincula al puro presente pero la nota presente es a la vez, la consecuencia de una serie de relaciones, y el origen de las que le seguirán. La música, así, es como el fluir del tiempo. Si el ahora está ocupado por la evocación de un pasado, o la posibilidad de un futuro, su intensidad será menor.
De este modo, no hay lugar para nada superfluo. Este puro presente todo lo absorbe, y debemos estar vacíos de obstáculos para poder vivirlo a fondo.
Esta conciencia se cultiva en un proceso: las clases, la experiencia, los conciertos. Son determinadas prácticas, como las comparaciones o los concursos, las que conspiran contra la intensidad, contra ese acceso directo a la música, creando una tensión contaminante.
En este proceso desarrollamos una sabiduría que consiste en distinguir los obstáculos para poder enfrentarlos. Podemos proponernos un objetivo, más o menos difícil, más o menos accesible, el problema es tratar de obtenerlo ya. El contacto, en este proceso, es lento, hecho de detenimiento, diferente al mundo virtual, donde los contactos son irreales, abrumadores, y muchas veces superficiales, donde es mucho más fácil obtener una partitura, pero donde a la vez, todo es enorme.
El lenguaje musical se vincula a los rincones inhóspitos de nuestro ser: nos dice algo intraducible, pero que cada vez es distinto, como la frase de Heine citada en la película “Donde mueren las palabras”: es en este punto donde nace la música.
Nosotros mismos somos también ese devenir, porque algo nuestro permanece y algo cambia y al hacerlo construye un bagaje, también en estado de evolución.
El sonido es la materia, la conciencia es el destinatario. Jordi Mora se pregunta así dónde sonaban los últimos cuartetos de Beethoven cuando los componía, ya completamente sordo. No sonaban en ninguna parte, y al mismo tiempo, sonaban donde debían, en la mente creadora que concibió las relaciones estructurales que no eran menos reales porque ese sonido aún no existiera en el aire, y utiliza la imagen del museo por la noche: ¿cuándo el museo está cerrado, las pinturas que hay allí son arte? se pregunta.
En busca de lo esencial
De este modo, la obra musical no existe mientras no es interpretada –postula- pero cuando lo es, en cada oportunidad, vuelve a ser la misma y una diferente. Cada vez que escuchamos, somos diferentes y escuchamos de un modo distinto.
La quinta de Beethoven vuelve a “ser” en cada interpretación. Sin embargo, ante este postulado, ensayamos la explicación de que la obra puede ser interpretada porque ya está en su escritura, y puede permanecer en este estado de latencia, para resurgir (como sucedió con la Pasión según san Mateo, de Bach, o la Sinfonía La grande, de Schubert, obras olvidadas y encontradas).
La música, así, nunca permanece estratificada, inerte: el modo de enunciar un elemento condiciona al siguiente, y aunque una frase fuese interpretada de igual manera, quedaríamos preguntándonos si es la misma que la anterior, con lo cual marcaríamos ya una diferencia.
Ninguna versión puede ser definitiva, porque la misma obra no lo es, a lo sumo, podrán existir versiones de referencia.
En la música, entonces, cabe discernir cuáles son los elementos esenciales, aquellos que no dependen de nosotros, y que podemos conocer o ignorar, pero que harán que las cosas sean lo que son.
De tal modo, sólo podemos pasar a un segundo tema, cuando hayamos vivido el primero, y descubriremos que hay formas en las cuales el segundo tema está construido con elementos del primero. La unidad que hay en el barroco tiene que ver con esta estructura.
Música y vida, entonces, son un milagro donde no hay un momento igual a otro, y en el cual debemos dejarnos llevar. Pero es un dejarnos llevar posterior al conocer, un dejarnos llevar que sólo puede ser conciente.
Ningún momento (de la sucesión de momentos cruciales que son el tejido de las cosas) es igual a otro, ni tampoco definitivo, sino algo por lo que en preciso luchar, con energías que vamos descubriendo, y construir los instantes cada vez, como la música.
Del modo como se haya abordado la frase, dependerá el modo en que podrá ser enunciada la siguiente, o si la relación de la frase se quiebra y con ella el discurso.
Expectativas y tristezas
La expectativa perjudicial será, en música, la de no realizar lo que hubiéramos podido, pensando en lo que hubiéramos debido. Es preciso entonces no pensar en expectativas materiales (por ejemplo si obtendré la beca haciendo este curso) sino en lo que la experiencia signifique para enseñarme a escuchar.
La negatividad, dice Jordi Mora, no puede existir en la música, donde lo triste es maravilloso. Cómo es posible, ese contrasentido, se pregunta, entonando las frases de la marcha fúnebre de la sinfonía heroica: lo es porque se trata de un dolor que va más allá del propio dolor.
En la dialéctica musical, el modo mayor es lo cósmico, y el modo menor, el dolor. Vivir el dolor en un contexto es encontrar una cima de belleza (pienso por ejemplo en las canciones de Mahler)
En la música debe haber un elemento culminante, y si existen muchos elementos culminantes en una obra, ellos pierden su efecto y su función.
La música fluye en nosotros como el propio tiempo. Ella surge del silencio y vuelve a él, y en ese transcurso entre dos silencios despliega, en su microcosmos, un universo y una complejidad que nos deparan algo: ese transcurso capta aquello sin cuya resonancia no somos los mismos, y nos hace entender que sin ese microcosmos limitado por dos silencios, la vida perdería ese relieve que quizás sea el más valioso de sus atributos.


(esta nota corresponde a la serie publicada por el suplemento de Cultura de La Capital en 2008)



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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